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Robert Jordan - Los Portales de Piedra

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Los Portales de Piedra: resumen, descripción y anotación

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Los sellos de Shayol Ghul se han debilitado y la presencia del Oscuro se hace cada vez más evidente.En Tar Valon, Min es testigo de hechos portentosos que vaticinan un horrible futuro. Los Capas Blancas buscan en Dos Ríos a un hombre con los ojos dorados y siguen el rastro de Dragón Renacido. Mientras tanto, Rand al’Thor se dedica a tomar sus propias y sorprendentes decisiones.

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Luz

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Robert Jordan

Los Portales de Piedra

Dedicado a Robert Marks,

escritor, maestro, erudito, amigo y fuente de inspiración.

«La Sombra resurgirá en todo el mundo y lo entenebrecerá hasta el último confín y no habrá Luz ni cobijo. Y aquel que nacerá de Alba, de la Doncella, según las profecías, alargará las manos hacia la Sombra para atraparla, y el mundo doliente clamará por la salvación. Gloria al Creador, a la Luz y a aquel que ha de renacer. Que la Luz nos guarde de él».

Extraído de Comentarios sobre el Ciclo de Karaethon,de Sereina dar Shamelle Motara,Hermana Consejera de Comaelle, reina suprema de Jaramide,alrededor del 325 DD, Tercera Era.

1

La semilla de las sombras

La Rueda del Tiempo gira y las eras llegan y pasan y dejan tras de sí recuerdos que se convierten en leyenda. La leyenda se difumina, deviene mito, e incluso el mito se ha olvidado mucho antes de que la era que lo vio nacer retorne de nuevo. En una era llamada la tercera por algunos, una era que ha de venir, una era transcurrida hace mucho, comenzó a soplar un viento en los pastos de Caralain. El viento no fue el inicio, pues no existen comienzos ni finales en el eterno girar de la Rueda del Tiempo. Pero aquél fue un principio.

El viento sopló hacia el noroeste bajo las primeras luces del día, a través de infinitas extensiones de ondulada hierba y desperdigados sotos, y pasó ante el colmillo mellado del Monte del Dragón, el risco legendario que surge sobre las suaves ondulaciones de la llanura, tan alto que las nubes se enroscan en sus laderas a mitad de camino de la humeante cima. Es la montaña donde murió el Dragón y con él, según algunos, la Era de Leyenda, y donde la profecía dice que renacerá. O que ha renacido. El viento sopló hacia el noroeste, a través de los pueblos de Jualdhe, Dairein y Alindaer, donde unos puentes de piedra labrados de manera tan exquisita que semejaban encajes se elevaban en arco hacia las Murallas Resplandecientes, los enormes muros blancos de la que muchos decían era la urbe más grandiosa del mundo: Tar Valon. La ciudad a la que rozaba apenas la sombra alargada del Monte del Dragón cada anochecer.

Dentro de esas murallas, los edificios construidos por los Ogier hace más de dos mil años daban la impresión de ser algo vivo que brotaba del suelo en lugar de obras de albañilería, o ser el resultado del trabajo de erosión del viento y del agua en vez de haber salido de las manos de los fabulosos albañiles Ogier. Algunos semejaban aves remontando el vuelo; otros, conchas enormes procedentes de mares lejanos. Altas torres ahusadas, estriadas o en espiral se comunicaban entre sí con puentes que a menudo no tenían barandilla, a decenas de metros del suelo. Sólo quienes llevaban mucho tiempo en Tar Valon no se quedaban mirando boquiabiertos como palurdos que jamás han salido de sus granjas.

La mayor de esas torres, la Torre Blanca, que relucía al sol como marfil pulido, dominaba la ciudad, «La Rueda del Tiempo gira en torno a Tar Valon, y Tar Valon gira en torno a la Torre» decían sus habitantes. La primera visión de la ciudad que captaban los viajeros antes de que sus caballos tuvieran a la vista los puentes, antes de que los capitanes de los barcos fluviales avistaran la isla, era la Torre reflejando el sol como un faro. No es pues de extrañar que, a la sombra de la imponente construcción, la gran plaza que rodeaba sus jardines amurallados pareciera más pequeña de lo que realmente era, y que las personas que pasaban por ella semejaran meros insectos. Empero, aunque la Torre Blanca hubiera sido la más pequeña de Tar Valon, habría seguido inspirando un temeroso respeto en la ciudad de la isla por el hecho de ser el núcleo del poder de las Aes Sedai.

A pesar de ser muchos los que deambulaban por la plaza, la gente no se acercaba a la zona central y se limitaba a caminar por el perímetro empujándose entre sí para abrirse paso camino de sus quehaceres cotidianos; en los aledaños de los jardines había aún menos personas, y su número se reducía progresivamente hasta quedar una franja de casi diez metros de suelo pavimentado completamente vacía. Las Aes Sedai imponían un gran respeto, y más en Tar Valon, por supuesto. La Sede Amyrlin dirigía la ciudad al igual que dirigía a las Aes Sedai, pero casi nadie quería estar más cerca de su poder de lo que fuera necesario. Había una diferencia entre sentirse orgulloso de tener una gran chimenea en el salón de casa y meterse de cabeza en el fuego.

Eran muy pocos los que se acercaban más a la amplia escalinata que conducía a la Torre propiamente dicha y a sus puertas profusamente talladas, lo bastante anchas para permitir el paso de doce personas a la vez. Esas puertas estaban abiertas, como dando la bienvenida. Siempre había gente que necesitaba ayuda o una respuesta que creía que sólo las Aes Sedai podían dar; estas personas venían de lugares próximos y lejanos por igual: de Arafel y Ghealdan, de Saldaea e Illian. Muchos encontraban ayuda o guía en el interior de la Torre, aunque, a menudo, no del modo que pensaban o esperaban.

Min no se quitó la amplia capucha de la capa que mantenía oculto su rostro. Pese a que hacía una temperatura agradable, la prenda era de un tejido lo bastante ligero para no llamar la atención sobre una mujer cuya timidez saltaba a la vista; lo cierto es que eran muchos los que se sentían tímidos cuando iban a la Torre. En su aspecto no había nada que llamara la atención. Su oscuro cabello era más largo de como lo tenía la última vez que había estado allí, aunque todavía no le llegaba a los hombros, y su vestido de color azul, con finas puntillas de encaje de Jaerecuz rematando los bordes del cuello y las mangas, sería el apropiado para la hija de un acomodado granjero que se había puesto sus mejores galas para ir a la Torre, como ocurría con las otras mujeres que se acercaban a la amplia escalinata. Min confiaba en que su aspecto fuera más o menos como el de ellas, y tuvo que contenerse para no mirarlas fijamente y comprobar si caminaban o actuaban de manera distinta de ella.

«Puedo hacerlo», se dijo para sus adentros.

No había llegado tan lejos para dar media vuelta ahora. El vestido era un buen disfraz. Los que la conocían por haberla visto en la Torre antes la recordarían como una joven con el pelo muy recortado y vestida siempre con ropas de chico, nunca de mujer. Ojalá fuera un buen disfraz; tenía que serlo, porque no le quedaba más remedio que llevar a cabo la tarea que le aguardaba, le gustara o no.

El hormigueo en el estómago aumentó a medida que se acercaba a la Torre, así que apretó con más fuerza el bulto que llevaba sujeto contra el pecho. Era su ropa habitual, y sus estupendas botas, y todas sus posesiones a excepción del caballo, al que había dejado en una posada cercana a la plaza. Con suerte, estaría de nuevo a lomos del castrado dentro de unas horas, camino del puente de Osenrein y la calzada hacia el sur.

A decir verdad no tenía muchas ganas de volver a montar a caballo tan pronto, después de varias semanas subida a la silla sin un solo día de descanso, pero estaba deseando marcharse de aquel sitio. Nunca había considerado hospitalaria la Torre Blanca, y ahora mismo le parecía casi tan espantosa como la prisión del Oscuro en Shayol Ghul. Sufrió un escalofrío y deseó no haber pensado en el Oscuro.

«¿Creerá Moraine que he venido sólo porque ella me lo pidió? ¡La Luz me valga, estoy comportándome como una chiquilla estúpida, haciendo estupideces por un estúpido hombre!»

Subió los peldaños no sin dificultad, ya que eran tan anchos que tenía que dar dos pasos para acceder al siguiente. A diferencia de los demás, Min no hizo un alto para mirar pasmada la pálida e imponente silueta de la Torre. Quería acabar cuanto antes con esto.

En el interior, el amplio y redondo vestíbulo estaba rodeado casi por completo de accesos abovedados, pero los peticionarios se apiñaban en el centro de la estancia y rebullían con nerviosismo debajo de la plana cúpula del techo. La blanca piedra del suelo estaba desgastada y pulida por el roce de incontables pies nerviosos a lo largo de siglos. Nadie pensaba en otra cosa que no fuera el lugar donde se encontraba y el motivo que lo había llevado allí. Un granjero y su esposa, vestidos con burdas ropas de lana, se aferraban las callosas manos y rozaban con el hombro a una mercader engalanada de terciopelo y sedas, a la que acompañaba una doncella que estaba pegada a sus talones y que sostenía entre las manos crispadas un cofrecillo repujado en plata que debía de ser el regalo de su señora para la Torre. En cualquier otro sitio, la mercader habría mirado con altanería a la pareja de granjeros por acercarse tanto, y probablemente ellos habrían agachado la cabeza y se habrían retirado mientras pedían disculpas. Pero no en aquel momento. No allí.

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