Iacocca Lee
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BIBLIOTECA DEUSTO DE EMPRESAS Y EMPRESARIOS
William Novak
IACOCCA
Autobiografía de un triunfador
Director de la colección: Luis Corrons, doctor Ingeniero Industrial y licenciado en Ciencias Políticas y Económicas
Director general de coleccionables: Carlos Fernández
Director editorial: Virgilio Ortega
Director general de producción: Félix García
Coordinación: Carlos Dorico
Coordinación gráfica: Carlos Slovinsky
Título original: IACOCCA: AN AUTOBIOGRAPHY Traducción: R.A.A. © Lee Iacocca
© de la edición en castellano Ediciones Grijalbo, SA.
© de la presente edición
Planeta-De Agostini, SA. (1994)
Aribau, 185. 08021 Barcelona
ISBN: 84-395-3700-X
ISBN Obra completa: 84-395-2946-5
Depósito legal: B.33.833-1994
Imprime: Cayfosa rry , Santa Perpetua de Mogoda (Barcelona)
Distribuye: Marco Ibérica Distribución de Ediciones, S.A.
Carretera de Irún, km 13,350 variante Fuencarral 28034 Madrid
Printed in Spain - Impreso en España
A mi querida Mary,
por su valor...
y su dedicación a nosotros tres.
Agradecimientos
Es costumbre que el autor de un libro dé las gracias a las personas que le han ayudado en su tarea. Pero habida cuenta que este texto es una autobiografía, quiero empezar por expresar mi agradecimiento a unas cuantas personas que me echaron una mano en diversas contingencias, amigos que estuvieron a mi lado cuando parecía que el mundo se me venía encima: el obispo Ed Broderick, Bill Curran, Vic Damone, Alejandro DeTomaso, Bill Fugazy, Frank Klotz, Walter Murphy, Bill Winn y Gio, mi barbero. También a James Barron, mi médico, que me ayudó a mantener la cabeza en su sitio.
Asimismo, deseo dar las gracias al grupo de profesionales que abandonaron su tranquilo retiro para colaborar conmigo en la Chrysler, y concretamente a Paul Bergmoser, Don DeLaRossa, Gar Laux, Hans Matthias y John Naughton, así como a los «jóvenes turcos» Jerry Greenwald, Steve Miller, Leo Kelmenson y Ron DeLuca, que dejaron trabajos seguros y bien remunerados para entregarse de lleno a la tarea de sacar de apuros a una empresa que estaba a punto de derrumbarse.
A lo largo de los treinta y ocho años que llevo trabajando en la industria del automóvil, he tenido la inmensa fortuna de contar con tres secretarias que facilitaron considerablemente mi gestión. La primera fue Betty Martin, una mujer tan inteligente que hacía parecer mediocres a muchos dirigentes de la Ford. La segunda, Dorothy Carr, dejó la empresa el mismo día en que me despidieron de la Ford, y movida por escuetas razones de lealtad se vino conmigo a la Chrysler, a pesar de los riesgos que ello suponía de cara a su pensión de jubilación. Y la tercera es mi actual secretaria, Bonnie Gatewood, una antigua empleada de la casa que merece situarse al mismo nivel de las otras dos.
No puedo por menos que dar las gracias a mis viejos amigos de la Ford, un grupo reducido de fieles cuya amistad fue para mí un auténtico tesoro en los días difíciles, hombres como Calvin Beauregard, Hank Carlini, Jay Dugan, Matt McLaughiln, John Morrissey, Wes Small, Hall Sperlich y Frank Zimmerman.
Deseo expresar también mi reconocimiento a Nessa Rapoport, que ha tenido a su cargo la edición de este libro procurando que no se demorase más de lo necesario, así como a los redactores de Bantam Books, que tanto empeño e interés pusieron en su trabajo, muy en especial Jack Romanos, Stuart Applebaum, Heather Florence, Alberto Vitale y Lou Wolfe; sin olvidar, por supuesto, a William Novak, mi inapreciable colaborador.
Y no hace falta decir que mi agradecimiento lo hago extensivo a mis hijas, Kathi y Lia, que a decir verdad lo fueron todo para mí y lo siguen siendo todavía.
Unas palabras introductorias
Donde quiera que voy, la gente me formula siempre las mismas preguntas: ¿Por qué Henry Ford me despidió? ¿Qué es lo que me llevó al éxito? ¿Cómo me las arreglé para dar un giro en redondo a la Chrysler?
Nunca he sido capaz de dar una respuesta rápida y convincente a estas preguntas, por lo que he adquirido el hábito de contestar:
-Esperen a que salga mi libro y lo sabrán.
Con el paso de los años he repetido tantas veces estas palabras que yo mismo he terminado por creérmelas, y a la postre no tuve más remedio que escribir el libro del que venía hablando hacía tanto tiempo.
¿Qué me ha inducido a escribirlo? Desde luego, no ha sido el afán de ganar publicidad. Por desgracia, los anuncios televisivos de la Chrysler me han hecho más famoso de lo que deseaba.
Tampoco lo he escrito para lucrarme. Poseo todos los bienes materiales que una persona pueda necesitar, y éste es el motivo por el que he decidido donar los ingresos que me procure el libro al Centro de Diabetes Joslin, de Boston.
No me ha movido a escribirlo el afán de vengarme de Henry Ford por haberme despedido; eso ya lo he hecho al viejo estilo americano, es decir, abriéndome paso con denuedo en el terreno de los negocios.
La razón última que me decidió a emprender la tarea fue el deseo de poner las cosas en claro (y, también, de ordenar mis ideas), de contar lo que fue en verdad mi trayectoria profesional en el seno de empresas como la Ford y la Chrysler. Mientras ponía manos a la obra y revivía los años de mi vida, no dejé de pensar un solo instante en los jóvenes a los que tuve ocasión de dirigirme en el curso de conferencias y cursillos en las universidades y en las escuelas superiores de administración de empresas. Si este libro consigue proporcionarles una visión genuina del estímulo y la pasión que suscita en los Estados Unidos de hoy la gestión de la gran empresa, si logra darles una idea aproximada de aquellos valores por los que merece la pena luchar, consideraré que el arduo trabajo que me ha supuesto escribirlo no ha sido en van o.
Prólogo
Van ustedes a leer el relato de la vida de un hombre al que el éxito le ha sonreído con creces. Sin embargo, en esta singladura no han faltado las circustancias penosas ni las adversidades. Para ser sincero, cuando contemplo en retrospectiva esos treinta y ocho años de permanencia en el sector de la industria automovilística, el día que más se ha grabado en mi mente no tiene nada que ver con nuevos modelos de coches, ni con ascensos profesionales ni con beneficios contables.
Yo era hijo de emigrantes, y a base de trabajar mucho conseguí llegar poco a poco hasta la presidencia de la Ford Motor Company. Una vez en el cargo tuve la impresión de que me hallaba en el techo del mundo; pero el destino me dijo: *Aguarda, que aún no hemos acabado contigo. ¡Ahora vas a saber lo que se siente cuando a uno le dan un patadón y le echan del monte Everest!».
El 13 de julio de 1978 me despidieron de la empresa. Llevaba ocho años al frente de la Ford y treinta y dos al servicio de la casa. No había trabajado en otro sitio, y he aquí que, de repente, me encontré en la calle. Era como para volverse loco.
Oficialmente, mi contrato de trabajo expiraba a los tres meses, pero a tenor de los acuerdos inherentes a mi «dimisión», transcurrido este lapso se me asignarían nuevas funciones hasta que encontrase otro empleo.
El 15 de octubre, fecha en que expiraba el plazo y que casualmente coincidía con mi cumpleaños (cumplía 54 años), mi chófer me llevó por última vez a la sede central de la firma en Dearborn. Al salir de casa me despedí con un beso de mi mujer y de mis dos hijas, Kathi y Lia. Durante los últimos y agitados meses de mi permanencia en la Ford, las tres habían sufrido mucho y esta circunstancia me llenaba de rabia. Es posible que yo fuera responsable de mi suerte, pero ¿qué culpa tenían Mary y las niñas? ¿Por qué tenían que pasar por aquel calvario? Eran las víctimas inocentes del déspota cuyo nombre figuraba en la fachada del edificio.
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