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Banana Yoshimoto - Lagartija

Aquí puedes leer online Banana Yoshimoto - Lagartija texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2017, Editor: Tusquets, Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Banana Yoshimoto Lagartija

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BANANA YOSHIMOTO

LAGARTIJA


Sinopsis

Uniendo armónicamente el Japón tradicional y el moderno, Banana Yoshimoto ofrece en este volumen seis relatos cuyos protagonistas, jóvenes y no tan jóvenes, hombres y mujeres, se enfrentan al paso del tiempo y a la necesidad de superar sus traumas infantiles, sus amores atormentados, los abandonos. También la de contemplar lúcidamente sus vidas. Existencias que parecen discurrir sin rumbo, sin sentido, o sin apenas sorpresas, tienen de pronto la oportunidad de albergar por primera vez la esperanza en un futuro más feliz, en seis relatos tejidos en un Tokio donde al atardecer la luna se funde con el cielo y empiezan a parpadear las luces nocturnas.


Recién casados

En una ocasión me encontré a una persona extraordinaria en el tren. Ocurrió hace mucho tiempo, pero el recuerdo aún sigue vivo.

Había transcurrido un mes desde mi boda con Atsuko. Yo todavía tenía veintiocho años y esa noche estaba como una cuba. Hacía un buen rato que me había pasado de estación. Eran altas horas de la noche y en el vagón solo viajaban cuatro personas, incluyéndome a mí.

Creo que no tenía ganas de volver a casa, y por eso, cuando me di cuenta, no me había bajado. Poco antes, mis ojos ebrios habían visto cómo se aproximaba y cómo se detenía poco a poco el familiar andén de mi estación. Las puertas se abrieron y entró una fresca ráfaga de aire nocturno. Luego volvieron a cerrarse; lo hicieron con tal perfección que parecía que no fueran a abrirse nunca más, y el tren se puso en marcha lentamente. Las luces de neón que yo conocía tan bien empezaron a discurrir una tras otra. Yo las miraba fijamente desde mi asiento.

Al cabo de un rato, en cierta estación, se subió aquel anciano. Debía de ser un sin techo, porque llevaba un atuendo andrajoso, tenía el cabello y la barba largos e hirsutos, y despedía un hedor fuera de lo normal. Los otros tres pasajeros se fueron cambiando a los vagones contiguos, como si obedecieran a una orden. A mí ni siquiera me dio tiempo de moverme, me quedé arrellanado en el asiento lateral hacia la mitad del vagón. Me daba igual, y quizá sentía una ligera repulsión hacia quienes dispensaban con tanto descaro esa clase de trato a los demás.

Por algún motivo, el anciano fue a sentarse justo a mi lado. Contuve el aliento e hice todo lo posible para no mirarlo.

La ventana que tenía enfrente reflejaba nuestras caras, una al lado de la otra. Dos hombres, hombro con hombro, sobre el hermoso paisaje nocturno que afloraba oblicuo en la oscuridad. Yo, con una cara de incomodidad que resultaba cómica en mí.

—¿Por qué será que no te apetece ir a casa? —preguntó él con voz ronca pero estentórea.

Al principio no me di cuenta de que aquel comentario iba dirigido a mí. Puede que la pestilencia que despedía me hubiera paralizado el cerebro. Cerré los ojos y fingí estar dormido. Poco después, acercó su cara más a la mía y dijo:

—¿Qué motivo hay en realidad para que no quieras volver a casa?

No abrí los ojos, pues sabía que, efectivamente, me estaba hablando a mí. El acompasado traqueteo del tren resonaba en el vagón.

—Incluso viéndome con esta pinta, ¿no te dan ganas de marcharte? —preguntó.

Yo seguía con los ojos cerrados, pero noté claramente el cambio en la voz. El tono se distorsionó en medio de la frase y se volvió más agudo, como cuando se rebobina una cinta de casete hacia delante. Se me nubló la mente como si mi percepción del espacio se hubiera alterado. Luego, ese espantoso hedor desapareció de golpe y, poco a poco, empecé a sentir algo dulce..., un sutilísimo aroma a flores. Dado que tenía los ojos cerrados, pude identificarlo aún mejor. Una tenue mezcla de olor a piel femenina y flores frescas... Sucumbí a la tentación y abrí los ojos.

El corazón estuvo a punto de parárseme.

A mi lado había una mujer. Me apresuré a echar un vistazo a los vagones contiguos, pero la gente se hallaba lejos, como en otra dimensión, nadie me miraba y sus caras tristes seguían meciéndose al compás del tren igual que hacía un rato, como si hubiese una pared invisible entre vagón y vagón. Volví a mirar a la mujer preguntándome qué había ocurrido, en qué momento se había producido el cambio.

Estaba sentada mirando al frente.

No supe de qué nacionalidad era. Ojos marrones, melena castaña. Vestido negro. Piernas largas y esbeltas, zapatos de tacón de charol negro. Aquella cara me era conocida. Tenía la sensación de que se parecía a «alguien de otro tiempo»: a una artista que me había gustado, a mi primer amor, a una prima, a mi madre o a una chica mayor con la que había fantaseado durante la pubertad. Sobre su prominente pecho llevaba un broche con un ramillete de flores frescas. Me imaginé que vendría de una fiesta. ¡Y pensar que hasta hacía un instante había un hombre mugriento sentado a mi lado!

—¿Sigues sin querer marcharte?

Dijo ella con una voz dulce y fragante. Intenté convencerme de que estaba borracho y de que aquello era la continuación de la pesadilla que había tenido. Un sueño sobre la transformación de un patito feo: de vagabundo a mujer bellísima. No entendía nada, así que tenía que fiarme de lo que veían mis ojos.

—Ahora que te veo, me apetece todavía menos irme a casa —contesté.

Me sorprendió con qué desparpajo había hablado. Era como si mi boca hubiera cobrado vida propia y hubiera desnudado mis sentimientos. El tren se detuvo de nuevo, pero, curiosamente, nadie se subió en nuestro vagón. Las personas que poco a poco iban entrando en los vagones contiguos tenían una expresión sombría y aburrida, y ninguna de ellas miró hacia nosotros. Puede que, en realidad, quisieran cruzar la noche y marcharse lejos de allí.

—Eres tozudo —dijo ella.

—Las cosas no son tan sencillas —contesté yo.

—¿Por qué?

Ella me miró a los ojos. Las flores que llevaba prendidas en el pecho temblaron. Me percaté de las espesas pestañas que rodeaban sus grandes ojos. Luego recordé la cúpula redonda, honda y extensísima del planetario cuando lo visité por primera vez siendo niño. Aquel espacio tan pequeño abarcaba todo el universo.

—Pero si hasta hace un instante eras un señor andrajoso.

—Seguro que sigo dándote miedo —dijo ella—. ¿Cómo es tu mujer?

—Pequeña.

Tuve la sensación de estar viéndome de lejos, hablando por los codos. Era como si me estuviera confesando.

—Es muy bajita, tiene el pelo liso y los ojos tan rasgados que, aunque esté enfadada, parece que sonría.

—¿Qué pasa cuando abres la puerta de casa al volver por la noche? —recuerdo perfectamente que me preguntó.

—Cuando llego a casa siempre me recibe con una sonrisa. Lo hace casi como si fuera su deber, como una misión sagrada. Sobre la mesa hay flores o dulces. Se oye el ruido del televisor al fondo. Hace ganchillo. En nuestro pequeño altar budista siempre hay arroz recién preparado. Cuando me levanto los domingos, oigo el aspirador y la lavadora. Charla alegremente con la vecina. Todas las noches da de comer a los gatos del barrio. Llora viendo una serie, canturrea en la bañera. Habla con los peluches mientras les quita el polvo. Cuando una amiga me llama por teléfono, fuerza una sonrisa y me pasa el aparato. Con sus amigas de la infancia habla largo y tendido por teléfono y se parte de risa, como una colegiala. Todo eso le otorga al piso un aura de particular alegría, pero a mí, no sé, me dan ganas de gritarle que pare ya, que ya es suficiente. Me pone furioso.

Yo hablaba por los codos. Ella asentía.

—Te entiendo, te entiendo.

—¿Qué vas a entender? —dije yo.

Ella se rio. Tenía una manera de reírse distinta a la de mi mujer, pero me resultaba familiar, como si la conociera de hacía muchísimo tiempo. Me acordé de un día en pleno invierno, cuando era un crío y vestía pantalón corto, en el que, de camino al colegio con un amigo, hacía tanto frío que ni siquiera podíamos abrir la boca para decir que hacía frío y los dos nos echamos a reír. Luego recordé varias escenas de mi vida en las que me había reído con alguien del mismo modo y, de pronto, me puse de buen humor.

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