Lucy y Stephen Hawking - La clave secreta del universo
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- Libro:La clave secreta del universo
- Autor:
- Editor:Montena
- Genre:
- Año:2008
- Índice:4 / 5
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La clave secreta del universo: resumen, descripción y anotación
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La clave secreta del universo — leer online gratis el libro completo
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Para William y George, con amor
os cerdos no desaparecen así como así, sin más, se dijo George, mirando embobado la desierta pocilga. Cerró los ojos y los volvió a abrir por si se trataba de una horrible ilusión óptica. Sin embargo, al mirar de nuevo, el cerdo no había aparecido milagrosamente, no vio por ninguna parte su mole rosada cubierta de barro hasta las orejas. De hecho, al reconsiderar la situación, comprendió que el asunto había empeorado en vez de mejorar: la puerta lateral de la pocilga se balanceaba sobre las bisagras, lo que significaba que alguien no se había preocupado de cerrarla. Y ese alguien seguramente había sido él.
—¡Georgie! —oyó que su madre lo llamaba desde la cocina—. Voy a empezar a hacer la cena, así que te queda una hora. ¿Ya has hecho los deberes?
—Sí, mamá —contestó, fingiendo tranquilidad.
—¿Cómo está el cerdo?
—¡Está bien! ¡Perfecto! —aseguró, con voz de pito.
Lanzó unos cuantos gruñidos de prueba para que pareciera que todo estaba bajo control en el pequeño patio trasero, ocupado por un huerto lleno a rebosar de todas las hortalizas imaginables y una pequeña pocilga con un enorme aunque misteriosamente desaparecido cerdo. Volvió a gruñir un par de veces a modo de efectos especiales; era vital que su madre no saliera al huerto antes de que George hubiera tenido tiempo de concebir un plan. No tenía ni la más remota idea de cómo iba a encontrar y devolver el cerdo a la pocilga, cerrar la puerta y entrar en casa a tiempo para cenar, pero ya estaba en ello y lo último que necesitaba era que uno de sus padres apareciera antes de haber dado con la solución.
George sabía que su mascota no era precisamente santo de la devoción de sus padres: no querían un cerdo en el huerto de casa. A su padre en particular solían rechinarle los dientes al recordar al personaje que vivía al otro lado del espacio destinado a las hortalizas. Había sido un regalo: una fría Nochebuena de unos años atrás, les habían dejado una caja de cartón delante de la puerta de casa, de la que salían chillidos y resoplidos. Cuando la abrió, George encontró en su interior un cochinillo rosado muy indignado. Lo sacó con cuidado de la caja y contempló embelesado cómo su nuevo amiguito patinaba sobre sus diminutas pezuñas para esconderse detrás del árbol de Navidad. La caja llevaba una nota pegada en la tapa que decía: «Querida familia: ¡Feliz Navidad! Este amiguito necesita un hogar, ¿podéis proporcionarle uno? Besos. La abuela».
Al padre de George no le entusiasmó la nueva incorporación a la familia. Que fuera vegetariano no implicaba que le gustaran los animales; de hecho, prefería las plantas, que eran más fáciles de manejar: no ensuciaban, no dejaban manchas de barro en el suelo de la cocina y no irrumpían en cualquier momento para dar cuenta de las galletas que hubieran quedado en la mesa. Sin embargo, George estaba emocionado con la idea de tener su propio cerdo. Los regalos que había recibido de sus padres ese año habían sido, como venía siendo habitual, bastante decepcionantes. Las mangas del jersey de rayas moradas y naranjas que le había hecho su madre le llegaban al suelo, jamás había querido tener un flautín rústico y le costó lo suyo fingir entusiasmo cuando desenvolvió el kit para construirse su propio terrario.
Lo que George deseaba de verdad, más que cualquier otra cosa en el mundo, era un ordenador, pero sabía que era muy poco probable que sus padres le compraran uno. No les gustaban los inventos modernos e intentaban ir tirando con los mínimos aparatos domésticos posibles. En consonancia con su deseo de vivir una vida más sana y sencilla, lavaban la ropa a mano, no tenían coche e iluminaban la casa con velas para no tener que usar electricidad.
El objetivo último era proporcionar a George una educación natural e instructiva, libre de toxinas, aditivos, radiaciones y otros agentes nocivos por el estilo. El único problema era que, al renunciar a todo lo que pudiera perjudicar a George, sus padres habían conseguido eliminar montones de cosas que también le habrían resultado estimulantes. Tal vez a los padres de George les gustara bailar en la plaza del pueblo, manifestarse en las protestas ecologistas o moler la harina para hacerse su propio pan, pero a George no. Él deseaba ir a un parque temático y montarse en la montaña rusa, jugar con el ordenador o viajar en avión a algún lugar, lejos, muy lejos de allí. No obstante, por el momento, tendría que contentarse con su cerdo.
¡Y menudo cerdo! George lo llamó Freddy, y se pasaba las horas muertas mariposeando junto a la pocilga que su padre había construido en el huerto, contemplando cómo husmeaba la paja o removía el barro. Con el paso de las estaciones y los años, el cochinillo de George fue haciéndose cada vez más y más grande hasta que llegó un momento en que, con poca luz, podía confundirse con la cría de un elefante. Cuanto más crecía, más daba la sensación de que la pocilga se le quedaba pequeña. Freddy aprovechaba cualquier ocasión para escaparse y arrasar el huerto, pisotear las zanahorias, mordisquear los cogollos de los repollos y triturar las flores de la madre de George; y a pesar de que ella solía decirle lo importante que era amar a todos los seres vivos, George sospechaba que los días que Freddy destrozaba el huerto su madre no amaba demasiado al cerdo. Era vegetariana, igual que su padre, pero estaba seguro de haberla oído mascullar «salchichas» en un tono nada halagüeño mientras ponía orden después de una de las más desastrosas incursiones de Freddy.
Sin embargo, ese día en concreto, Freddy ni siquiera había tocado las verduras. En vez de embestir como un loco contra lo que se le pusiera por delante, el cerdo había hecho algo mucho peor. En ese momento, George se fijó en el agujero que había en la valla que separaba el huerto del jardín de la casa de al lado y que tenía un tamaño sospechosamente parecido al de un cerdo. Estaba convencido de que el día anterior ese agujero no estaba ahí; claro que el día anterior Freddy descansaba tranquilamente en la pocilga. Además, Freddy había desaparecido por arte de magia y eso solo podía significar una cosa: que había abandonado la seguridad que le proporcionaba el huerto en busca de aventuras y había ido a parar a algún sitio prohibido.
La casa de al lado era un lugar misterioso. Por lo que George recordaba, allí no había vivido nadie antes. Mientras que el resto de las casas adosadas de su misma calle tenían unos jardines traseros bien cuidados, unas ventanas por las que salía la luz del interior al anochecer y puertas que se abrían y cerraban con el trajín diario, esa casa era un remanso de paz: inanimada, silenciosa y a oscuras. Por la mañana no se oían gritos alborozados de niños, ni ninguna madre se asomaba a la puerta de atrás para anunciar la cena. Los fines de semana no se oían martillazos, ni se olía a pintura, porque nadie iba a arreglar los marcos de las ventanas ni a desatascar los canalones combados. Los años de abandono y crecimiento incontrolado habían conducido a la rebelión del jardín, y en ese momento parecía que una selva amazónica crecía al otro lado de la valla.
En el lado de George todo estaba bien cuidado y alineado: un jardín de lo más soso. Había hileras de judías verdes debidamente atadas a unas cañas y surcos sembrados de lánguidas lechugas, exuberantes hojas de zanahoria verde oscuro y disciplinadas patateras. George ni siquiera podía darle una patada a un balón sin que este aterrizara en medio de una mata de frambuesa bien cuidada y la aplastara.
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