Robert Silverberg
El hombre en el laberinto
Muller ya conocía bien el laberinto. Se había familiarizado con sus trampas y sus espejismos, sus añagazas, sus celadas mortales. Había vivido nueve años en el laberinto y ese tiempo había sido suficiente para aceptar sus condiciones, aunque no le había reconciliado con la situación que le había obligado a refugiarse allí.
Todavía andaba con cautela. Tres o cuatro veces había comprobado que su conocimiento del laberinto era adecuado y aplicable, pero no completo. Una vez había estado al borde de la destrucción y se había salvado gracias a un increíble golpe de suerte, justo en el momento en que un inesperado rayo de fuerza brotaba delante de él, creando una corriente de energía pura e hirviente que atravesó su camino. Muller había anotado en un plano la situación de ese rayo y de cincuenta más, pero mientras se movía a través de la ciudad laberinto, sabía que no podía estar seguro de que no encontraría un rayo nuevo y desconocido.
Arriba, el cielo se estaba oscureciendo; el verde intenso y profundo de la tarde se estaba transformando en el negro de la noche. Muller se detuvo un momento y miró los dibujos que formaban las estrellas. Hasta ello se estaba volviendo familiar. Había establecido sus propias constelaciones en aquel mundo desolado, explorando los cielos en busca de combinaciones de brillos que fueran satisfactorios para sus duras y amargas preferencias.
Estaban apareciendo: la Daga, la Espalda, la Saeta, el Mono, el Sapo. En la frente del Mono parpadeaba una estrellita insignificante; Muller suponía que era el Sol de la Tierra. No estaba seguro, porque había destruido sus mapas después de aterrizar, pero, de todos modos, intuía que aquella bolita de fuego debía de ser el Sol. La misma estrella borrosa formaba el ojo izquierdo del Sapo. A veces, Muller se decía que el Sol no podía ser visible en el cielo de aquel mundo, situado a noventa años luz de la Tierra, pero otras veces creía que sí. Más allá del Sapo estaba la constelación que Muller llamaba Libra, la Balanza. Por supuesto, aquella balanza estaba completamente desequilibrada.
Tres lunas pequeñas brillaban en el cielo. El aire era tenue, pero respirable; hacía mucho que Muller había dejado de notar que contenía demasiado nitrógeno y poco oxígeno. También le faltaba un poco de dióxido de carbono; una de las consecuencias era que casi nunca bostezaba. Eso no le preocupaba. Aferrando con fuerza la culata de su pistola, anduvo lentamente a través de la ciudad extraña, buscando su cena. Eso también formaba parte de una rutina fija. Tenía comida para seis meses almacenada en un depósito antirradiactivo a medio kilómetro de distancia, pero todas las noches salía de caza, para poder reponer inmediatamente lo que retiraba de su escondrijo. Era una forma de matar el tiempo. Y necesitaba que el escondrijo estuviese lleno, el día en que el laberinto le hiriera o le paralizara. Sus ojos penetrantes observaron las calles angulosas. A su alrededor se levantaban los muros, pantallas, trampas e ilusiones del laberinto dentro del que vivía. Respiró hondo. Apoyaba cada pie con firmeza antes de levantar el otro. Miró en todas las direcciones. El triple claro de luna analizaba y disecaba su sombra, dividiéndola en imágenes que se multiplicaban, que danzaban y se extendían ante él.
El detector de masas que llevaba sobre su oreja izquierda emitió un sonido agudo. Eso dijo a Muller que había captado la emisión térmica de un animal que pesaba más de 50 kilos y menos de 100. El detector estaba programado para buscar en tres niveles; éste era el nivel medio, el de los animales alimento. El detector también informaba de la proximidad de criaturas entre 10 y 20 kilos — el nivel de los animales dentados — o de las bestias de más de 500 kilos, el nivel de la caza mayor. Los más pequeños tenían el hábito de lanzarse velozmente a la garganta y los grandes eran como apisonadoras; Muller cazaba los del medio y evitaba a los demás.
Se agazapó, con el arma dispuesta. Los animales que vagabundeaban por el laberinto, allí en Lemnos. Podían ser cazados sin necesidad de estratagemas: se vigilaban mutuamente, pero pese a los largos años que Muller llevaba allí, no habían aprendido que éste era un predador. Evidentemente, hacía varios millones de años que ninguna forma de vida inteligente cazaba en el planeta, y Muller había estado matándolos para llenar el morral todas las noches sin que hubiesen aprendido nada sobre la naturaleza de los hombres. Cuando cazaba, su única preocupación era disparar desde un lugar de observación seguro, de modo que, al concentrarse en su presa, no corriera el riesgo de ser víctima de otro animal más peligroso. Con una especie de espuela que estaba montada en el talón de su bota izquierda exploró la pared que había detrás de él, asegurándose de que no se abriría para tragarlo. Era sólida. Mejor así. Muller retrocedió lentamente hasta que su espalda tocó las piedras frescas y pulimentadas. Su rodilla izquierda se apoyó en el suelo, que cedió apenas. Tomó puntería. Estaba a salvo. Podía esperar. Pasaron, quizá, tres minutos. El detector de masas continuó gimiendo; eso indicaba que el animal estaba dentro de un radio de cien metros. El tono subía ligeramente a medida que la emisión térmica era más fuerte. Muller no tenía prisa. Estaba a un lado de una vasta plaza rodeada por brillantes paneles de cristal, y cualquier cosa que surgiera bajo aquellos brillantes cuarzos crecientes sería un blanco fácil. Aquella noche, Muller estaba cazando en la zona E del laberinto, el quinto sector desde el centro y uno de los más peligrosos. Raramente iba más allá de la zona D, relativamente inocua, pero un estado de ánimo temerario le había empujado esa tarde hasta E. Desde que había conseguido entrar en el laberinto nunca se había arriesgado a volver a G o a H y sólo dos veces había llegado a F. Iba a E cinco veces al año, quizá.
Las líneas convergentes de una sombra aparecieron a su derecha, sobresaliendo de una de las paredes curvas de cristal. El zumbido del detector de masas llegó al punto más alto del espectro tonal para animales de aquel tamaño. La luna más pequeña, Atropos, moviéndose rápidamente en el cielo, cambió el dibujo de las sombras; las líneas ya no eran convergentes y ahora una barra negra atravesaba a las otras dos. Muller sabía que era la sombra de un hocico. Un instante más tarde vio a su víctima. El animal tenía el tamaño de un perro grande, hocico gris y cuerpo leonado, hombros cargados; era feo y espectacularmente carnívoro. Durante sus primeros años allí, Muller había evitado cazar carnívoros, pensando que su carne no sería sabrosa. En cambio, había perseguido a los equivalentes locales de las vacas y ovejas, pacíficos ungulados que se desplazaban alegremente por el laberinto, comiendo la hierba de los jardines. Sólo cuando su suave carne le hartó, se decidió a perseguir a una de las criaturas con zarpas que cazaban a los herbívoros y, para su sorpresa, su carne resultó excelente. Vigiló al animal que entraba en la plaza. Su largo hocico se contraía. Muller le oía olfatear desde su escondite, pero el olor de un hombre no significaba nada para la bestia.
El carnívoro se adelantó por el elegante pavimento de la plaza, confiado y presuntuoso; sus garras golpeaban y rascaban el suelo. Muller afinó su rayo hasta que tuvo el diámetro de una aguja y apuntó con cuidado, fijando la mira primero en los hombros y luego en los cuartos traseros. La pistola estaba sensibilizada a la proximidad del blanco y era capaz de matar automáticamente, pero Muller siempre conectaba el disparador manual. El y su pistola se proponían fines diferentes: a la pistola le preocupaba matar, y a Muller, comer. Era más fácil apuntar por su cuenta que tratar de convencer al arma de que un golpe a través de la tierna y jugosa paletilla le privaría del trozo más sabroso. La pistola, buscando el blanco más simple, apuntaría a la espina dorsal a través del hombro, para matar a la bestia. Muller aspiraba a una mayor fineza.