Robert Silverberg
El libro de los cráneos
A Saul Diskin
Llegamos a Nueva York viniendo del norte por el New England Thruway. Como de costumbre, Oliver conducía. Relajado, con la ventanilla medio bajada, el pelo largo y rubio ondeando al viento helado. Timothy, sentado a su lado, dormitaba. Segundo día de nuestras vacaciones de Semana Santa. Los árboles estaban desnudos todavía y algunas placas de nieve ennegrecida afeaban las cunetas. En Arizona no encontraríamos nieve pasada en el borde de las carreteras. Ned, sentado a mi lado, en el asiento trasero, garabateaba páginas y páginas en un bloc, con una luz demoníaca en sus pequeños y brillantes ojos negros. Nuestro querido Dostoievski. De pronto, a nuestras espaldas rugió un camión, por el carril de la izquierda; nos adelantó y se colocó bruscamente ante nosotros. No nos dio de milagro. Oliver apretó el freno. Crujió penosamente. A Ned y a mí nos faltó muy poco para salir disparados hacia el asiento delantero. Un segundo después, Oliver dio un bandazo a la derecha para evitar que chocaran con nosotros por detrás. Timothy se despertó:
—¡Mierda! ¿Es que ya no se puede dormir en paz?
—Casi nos matan —le dijo Ned gesticulando, desencajado, inclinándose hacia delante para soplarle las palabras al oído—. ¿Bromeas? Cuatro valerosos muchachos camino del Oeste, buscando la inmortalidad, aplastados por un camión en el New England Thruway. ¡Con todos nuestros jóvenes miembros esparcidos en las cunetas!
—La vida eterna… —dijo Timothy. Eructó. Olíver rió.
—Hay solamente una posibilidad entre dos —les recordé—. Una baza de poker existencial. Dos encuentran la vida eterna, dos la muerte.
—¡Una baza de póker de mi culo! —se burló Timothy—. Me hace gracia. ¡Sí! Hasta parece que te lo crees.
—¿Tú, no?
—¿En El Libro de los Cráneos? ¿En nuestro Shangri-La de Arizona?
—Si no crees en ello, ¿por qué vienes con nosotros?
—Porque en marzo hace buen tiempo en Arizona —nuevamente me obsequiaba con aquel tono altivo de miembro de country-club que sabe estar a la altura de las circunstancias en cualquier lugar; un estilo que odio. Ocho generaciones de culos dorados le preceden—. Un pequeño cambio de aires no me hará daño.
—¿Eso es todo? —pregunté—. ¿Es ésa toda tu aportación moral y filosófica a nuestro viaje? ¿Te estás burlando de mí, Timothy? ¿Con todo lo que está en juego y no puedes dejar ese aire de aristócrata desengañado, ese acento amargo, esa postura de que cualquier compromiso puede ser realmente comprometido…?
—¡Déjame en paz con tus monsergas, por favor! —dijo Timothy—. No estoy de humor para meterme en discusiones socioétnicas. En breves palabras, estoy demasiado cansado —empleaba aquel tono de paciencia amable, de anglosajón digno deseoso de librarse de la conversación molesta de un judío demasiado apasionado. Era la actitud que más detestaba de Timothy, cuando me daba en las narices con todos sus genes, explicándome, mediante inflexiones encopetadas, que sus antepasados habían fundado este país mientras los míos estaban plantando patatas en los bosques lituanos.
—Si me permites, me vuelvo a dormir —me dijo. Y a Oliver—: Ten cuidado con esta puta carretera, ¿quieres? Despiértame cuando lleguemos a la Calle 67.
Ahora que ya no se dirigía a mí —miembro irritante y complejo de una raza extranjera, repugnante, pero, quién sabe, tal vez superior—, un leve cambio se operó en su voz. Ahora era el country-squire que habla con un simple granjero: relación sin ambigüedad. No es que Oliver fuese tan sencillo, por supuesto, pero era la imagen existencial que Timothy se hacía de él, y, aquella imagen, bastaba para definir sus relaciones, cualquiera que fuera la realidad. Timothy bostezó y volvió a dormirse. Oliver aceleró y se lanzó tras el camión que antes nos había adelantado. Lo pasó, cambió de carril y se pegó a él, desafiando al conductor para que repitiese la jugada anterior. Miré hacia atrás con fastidio.
Un peso pesado, un monstruo rojo y verde, roía el parachoques. Sobre nosotros estaba la cara obstinada, seria, rígida, del conductor: pómulos salientes, sin afeitar, ojos pequeños y fríos, labios apretados. Si pudiera, nos pasaría por encima. Vibraciones de odio. Odio porque somos jóvenes, porque somos guapos (¿guapo, yo?), porque tenemos tiempo y dinero para ir a la universidad a llenarnos la cabeza con cosas inútiles. El escarabajo encaramado encima de nosotros: el buen ciudadano. Cabeza plana bajo la gorra grasienta. Más patriota, con más moral que nosotros. Un buen americano. Jodido por tener que esperar detrás de cuatro vagos. Quise pedirle a Oliver que acelerara antes de que nos embistiera, pero Oliver se obstinaba en seguir delante del camión, con el cuentakilómetros clavado en ochenta. Oliver, cuando quiere, sabe ser tozudo.
Entramos en Nueva York por no sé qué autopista que corta el Bronx. Un territorio poco familiar para mí. Soy hijo de Manhattan; sólo conozco el «metro». Ni siquiera sé conducir. Autopistas, peajes, gasolineras, toda una civilización con la que no he mantenido más que ocasionales contactos. En el Instituto miraba a los chicos de los barrios residenciales cuando llegaban el sábado a la ciudad, todos tras el volante, todos con su chica de dorados cabellos sentada a su lado: aquel no era mi universo, no. Sin embargo, todos tenían dieciséis o diecisiete años, la misma edad que yo. Para mí eran algo así como los semidioses. Hacían el strip de las nueve de la noche a la una y media de la madrugada; después cogían el coche hasta Larahmont, Lawrence, Upper Montclair, se escondían bajo la bóveda frondosa de alguna tranquila alameda y saltaban con sus chicas al asiento de atrás. Reflejos de nalgas blancas al claro de luna, braguetas desabrochadas, penetración rápida, gruñidos y gemidos. Mientras tanto, yo cogía el «metro»; West Side/ I.R.T. Todo aquello hubiera marcado profundamente vuestra mente con todo lo relacionado con el sexo. Es difícil hacerle el amor a una chica yendo en el «metro». O de pie, en un ascensor mientras sube al octavo piso de algún rascacielos de Riverside Drive. Por no hablar de hacerlo sobre el techo asfaltado de cualquier edificio de la West End Avenue, a cien metros del suelo, metiéndola y moviéndote mientras las palomas critican tu técnica y te picotean el furúnculo que tienes en el culo. Cuando uno crece en Manhattan es diferente. Un montón de inconvenientes le joden a uno la adolescencia. Mientras tanto, los demás chicos se divierten en sus moteles de cuatro ruedas. Por supuesto, nosotros, acostumbrados a los sinsabores de la vida ciudadana, tenemos por contrapartida nuestras pequeñas ventajas. Nuestras almas, nutridas con la fuerza de la adversidad, son más ricas y más interesantes. Cuando establezco categorías, siempre separo a los conductores de los no conductores. Los Oliver y los Timothy por un lado, los Eli por otro. Por derecho, Ned entra en la misma categoría que yo, la de los pensadores, los leídos, los atormentados, los introvertidos del «metro». Pero Ned tiene carnet de conducir. Lo que no constituye más que otro ejemplo de la perversa naturaleza de su carácter.
De todas formas, estaba contento de estar otra vez en Nueva York. Aunque sólo fuera de paso, camino del dorado Oeste. Era mi terreno, o, más bien, lo sería una vez atravesáramos el Bronx para entrar en Manhattan. Los libreros, los puestos de perritos calientes y salsa de papaya, los museos, las salas de arte y ensayo, la gente. Su textura, su densidad. Bienvenido al país kascher. Un espectáculo que anima el corazón después de meses de cautiverio en las soledades pastorales de Nueva Inglaterra, los árboles imponentes, las anchas avenidas, las iglesias congregacionistas completamente blancas, las personas de ojos azules. ¡Qué alivio escapar de la aristocrática pureza de nuestro campus para respirar una bocanada de aire contaminado! Una noche en Manhattan y, después, hacia el Oeste. El desierto, los Guardianes de los Cráneos. Volví a ver iluminadas páginas del viejo manuscrito, las letras arcaicas, los ocho cráneos haciendo muecas al borde de la página (siete de ellos no tenían mandíbula inferior, pero, pese a todo, conseguían hacer muecas), cada uno en su pequeño nicho en la columna.