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Robert Silverberg - En la casa de las mentes dobles

Aquí puedes leer online Robert Silverberg - En la casa de las mentes dobles texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Ciudad: Barcelona, Año: 1977, Editor: Caralt, Género: Ciencia ficción. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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  • Libro:
    En la casa de las mentes dobles
  • Autor:
  • Editor:
    Caralt
  • Genre:
  • Año:
    1977
  • Ciudad:
    Barcelona
  • ISBN:
    84-217-5129-8
  • Índice:
    4 / 5
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En la casa de las mentes dobles: resumen, descripción y anotación

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Robert Silverberg

En la casa de las mentes dobles

Enseguida me traen a los pequeños, verdaderos reto­ños primaverales de diez años —seis chicos y seis chi­cas— y los dejan conmigo en el dormitorio que será su hogar durante los próximos doce años. El lugar es sen­cillo, austero, de techo de pizarra negra y paredes de la­drillo rudimentario; está amueblado según las circuns­tancias con algunas camas y armarios y poco más. El aire es frío y los niños, que están desnudos, se abrazan lle­nos de malestar.

—Soy la Hermana Mimise —les digo—. Seré vuestro guía y preceptor durante los primeros doce meses de vuestra nueva vida en la Casa de las Mentes Dobles.

Vivo en este lugar desde hace ocho años, desde que cumplí los catorce, y es el quinto año que tengo que ha­cerme cargo de los nuevos niños. De no haber sido desca­lificada por zurda, me habría graduado este año en orácu­los, pero hago por no pensar en ello. El cuidado de los niños entraña una recompensa en sí. Llegan macilentos y asustados y sólo lentamente se desenvuelven: florecen, maduran, crecen en busca de su destino. Todos los años hay alguno que me resulta especial, un favorito en quien me complazco particularmente. En el primer grupo, hace cuatro años, estaba la riente Jen, de largas piernas, que a la sazón es mi amante. Un año después apareció Jalil, de serena belleza, y luego Timas, de quien anticipé sería uno de los más grandes arúspices; pero después de dos años de aprendizaje, Timas se desmoronó y fue expulsa­do. Y el año último apareció Runild, de ojos brillantes, el travieso Runild, mi favorito, mi querido muchachito, mejor dotado que Timas y, mucho me temo, menos estable incluso. Contemplo a los nuevos y me pregunto cuál de ellos será especial para mí este año.

Los niños están flacos, pálidos, intranquilos; sus del­gados cuerpecillos desnudos parecen más desnudos toda­vía por sus cráneos rapados. A causa de lo que se les ha hecho en el cerebro se mueven con torpeza todavía. El brazo izquierdo lo mantienen en suspenso como si hu­bieran olvidado para qué sirve, y tienden a caminar mo­viéndose de lado, arrastrando un tanto la pierna izquier­da. Pronto desaparecerán estos problemas. La última de las operaciones practicadas a este grupo se llevó a cabo hace apenas dos días, precisamente en el cuerpo menu­do de una niña de anchos hombros cuyos pechos han co­menzado a crecer ya. Puedo ver la angosta línea roja que señala el lugar en que el instrumento del cirujano hen­dió su pericráneo para separar los hemisferios de su ce­rebro.

—Habéis sido elegidos —digo en tono formal y reso­nante— para el más elevado y sagrado oficio de nuestra sociedad. A partir de este momento y hasta que seáis adultos vuestras vidas y fuerzas están, consagradas a la obtención de la capacidad y sabiduría que ha de poseer un arúspice. Os felicito por haber sido elegidos.

Y os envidio.

Esto último no lo digo en voz alta.

Siento envidia pero lástima también. He visto que los niños vienen y se van una y otra vez. De cada docena anual, uno o dos suelen morir por causas naturales o accidentales. Tres por lo menos se vuelven locos bajo la terrible presión de la disciplina y hay que expulsarlos. De modo que sólo la mitad del grupo puede completar los doce años de aprendizaje y, aun así, la mayor parte acabará demostrando que tiene pocas disposiciones para ser arúspice. Los inútiles podrán quedarse, por supuesto, pero sus vidas serán insignificantes. La Casa de las Men­tes Dobles viene existiendo desde hace más de un siglo; en ella viven a la sazón apenas ciento cuarenta y dos arúspices —setenta y siete hembras y cuarenta y dos va­rones—, de los que todos salvo unos cuarenta son unos zánganos. Pésima recolecta de los mil doscientos novi­cios que han entrado desde el comienzo.

Los niños nunca se han visto antes. Los llamo por sus nombres y los presento. Ellos repiten los nombres en voz baja y con la mirada abatida.

—¿Cuándo podremos vestirnos? —pregunta un niño llamado Divvan.

La desnudez les turba. Mantienen los muslos unidos y adoptan extraños ángulos en su posición, como si fue­ran cigüeñas, distanciados los unos de los otros, procu­rando ocultar sus pelvis inmaduras. Lo hacen porque se sienten extraños. Cuando pase el tiempo olvidarán la ver­güenza. Al cabo de unos meses acabarán siendo más ínti­mos que hermanos.

—Esta tarde se os dará ropa —le respondo—. Pero no hay que conceder mucha importancia a la ropa en este lugar y no tenéis por qué ocultar vuestro cuerpo. —El úl­timo año, cuando salió a relucir este mismo punto (siem­pre sale a relucir), el malévolo Runild sugirió que yo también me desnudara en un gesto de solidaridad. Lo hice, naturalmente, pero fue un error: la vista del cuer­po de una mujer madura les resultó más perturbadora que la de la desnudez propia.

Es la hora de los primeros ejercicios, de modo que pueden aprender qué efectos ha tenido la operación ce­rebral en los reflejos físicos. Elijo al azar a una niña lla­mada Hirole y le digo que dé un paso al frente, en tanto el resto forma un círculo alrededor. Es alta y frágil, y sin duda le atormenta el saber que los ojos de los demás se mantienen clavados en ella.

Sonriendo, le digo con dulzura:

—Hirole, alza la mano.

La niña levanta una mano.

—Dobla la rodilla.

Mientras flexiona la pierna hay una interrupción. Un muchacho desnudo y ágil irrumpe en la habitación, li­gero como una araña, desmañado como un mono, y se planta en medio del círculo, dando un empellón a Hiro­le. ¡Otra vez Runild! Es un niño extraño y caprichoso, extraordinariamente inteligente, que, como está ya en su segundo año, se ha venido comportando últimamente de manera descuidada e impredecible. Da vueltas alre­dedor del círculo, coge a los nuevos niños durante segundos tránsfugas, acerca su rostro al de los otros y los mira con intensidad demente en la mirada. Enseguida se asustan. Estoy tan asombrada que tardo algunos se­gundos en reaccionar. Entonces voy hasta él y lo sujeto.

El muchacho forcejea con brío. Farfulla, me silba, me araña en los brazos y lanza sonidos guturales que nada significan. Poco a poco acabo por gobernarlo. Y en voz baja le digo:

—¿Qué te ocurre, Runild? Sabes que no tendrías que estar aquí.

—Déjame marchar.

—¿Acaso quieres que se lo cuente al Hermano Sleel?

—Sólo quería ver a los nuevos.

—Pues los has asustado. Podrás verlos de aquí a pocos días, pero no te está permitido molestarlos ahora. —Lo conduzco hacia la puerta. El muchacho sigue resistién­dose y en determinado momento está a punto de soltarse. Los niños de once años son desconcertantemente fuer­tes a veces. Me da puntapiés con furia: esta noche tendré cardenales. Intenta morderme en el brazo. Por fin con­sigo sacarlo de la sala y, ya en el pasillo, su cuerpo se distiende de súbito y se echa a temblar, como si se hu­biera sentido presa de un ataque y que ya se le hubiera pasado. También yo me echo a temblar. Le digo con voz ronca:

—¿Qué te ocurre, Runild? ¿Quieres que te echen co­mo a Timas y Jurda? ¡No puedes seguir haciendo es­tas cosas! Tú...

Me mira con ojos fieros y empieza a decir algo, se interrumpe, se vuelve y sale corriendo. Al cabo de un instante desaparece, ráfaga morena y desnuda que se difumina camino del recibidor. Me asalta una gran tris­teza: Runild era mi favorito y se ha vuelto loco; tendrán que expulsarlo. Debería informar en el acto del incidente, pero soy incapaz de hacerlo y, diciéndome a mí misma que mi responsabilidad concierne a los nuevos, vuelvo al dormitorio.

—Muy bien —digo con precipitación, como si nada fuera de lo común hubiera ocurrido—. Estaba hoy ju­guetón, caramba. Era Runild. Está un año por encima de vosotros. Lo veréis junto con los demás dentro de poco. Ahora, Hirole...

Los niños, preocupados por su propia alteración, se calman con rapidez; dijérase que la intrusión de Runild les ha alterado menos que a mí. De manera que empiezo de nuevo, no sin estremecimientos, y pido a Hirole que alce una mano, que flexione la rodilla, cierre un ojo. Le doy las gracias y llamo a un muchacho llamado Mulliam para que se sitúe en el centro del círculo. Le digo que alce un hombro, que se toque la mejilla con una mano, que cierre el puño. Tomo entonces a una muchacha lla­mada Fyme y hago que salte sobre un pie, que se lleve un brazo a la espalda, que mantenga una pierna en el aire.

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