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Alberto Rojo - Borges y la Física Cuántica

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  • Libro:
    Borges y la Física Cuántica
  • Autor:
  • Editor:
    Siglo XXI
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  • Año:
    2014
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Borges y la Física Cuántica: resumen, descripción y anotación

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En uno de sus relatos más conocidos, Borges dice que la metafísica es una rama de la literatura fantástica: el discurso de la verdad y el de la ficción no serían sino dos caras de una misma moneda. Acaso haciéndose eco de esta singular hipótesis, Alberto Rojo aventura en este libro la provocadora idea de que la ciencia (discurso metafísico por excelencia) tal vez no esté del todo divorciada del arte. Tanto una, con su inteligencia razonada, como el otro, con sus juegos de la imaginación, se complementan y confunden para llevar el conocimiento humano —siempre parcial y limitado— un paso más allá.

Muestra de ello es el propio Borges, quien —sin saber de física, según él mismo bromeaba, más que el funcionamiento del barómetro— anticipó en sus ficciones las modernas teorías de la mecánica cuántica. Así, los ensayos aquí reunidos nos proponen un recorrido audaz y personalísimo por este territorio de convergencia: de la teoría de la relatividad a la antimateria, de la serie de Fibonacci a las partículas elementales, de Galileo a Einstein, y por supuesto, de Borges a Borges (tema recurrente a lo largo de estas páginas), Rojo nos explica con simpleza las complejidades del universo y nos revela cuánto hay de poesía en la ciencia y cuánto de ciencia en la poesía.

Una vez más, Alberto Rojo da muestras de su talento para conjugar rigurosidad, claridad y sensibilidad estética, con el propósito de acercar al lector a las sutilezas del arte y de la física moderna, y brindarle una original mirada sobre ambas.

Alberto Rojo Borges y la física cuántica Un científico en la biblioteca - photo 1

Alberto Rojo

Borges y la física cuántica

Un científico en la biblioteca infinita

(Copia distribuida con propósitos académicos y/o culturales)

Alberto Rojo, 2013

Editorial: Siglo XXI

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Prólogo Hay una región donde conviven el qué con el cómo lo real con lo - photo 2
Prólogo

Hay una región donde conviven el qué con el cómo, lo real con lo imaginario, el arte con la ciencia. No la entiendo como una región de antagonismos sino como un abrevadero común, una zona franca, un territorio de intercambios conceptuales, de mutua fertilización. Y hablo de antagonismos porque se dice y se escucha que el arte y la ciencia son alternativas antagónicas en la búsqueda de la verdad, que la ciencia y la literatura —la forma del arte que más me ocupa en estos textos— sirven a dos divinidades contrarias: la inteligencia y las emociones. El fundamento: el escritor se ocupa de conmovernos con sus mundos imaginados; el científico, de descifrar el mundo real. Sin embargo, las grandes obras literarias no son sino miradas profundas sobre la realidad y los grandes avances científicos redefinen los límites de la imaginación. Y en ese entrejuego creativo se complementan y se encuentran.

Los textos que siguen, algunos adaptados de publicaciones en medios gráficos, otros inéditos, visitan, algunos más que otros, ese territorio de convivencia; ejemplos de obras literarias que contienen —o inspiraron— soluciones a problemas científicos, instancias en que el criterio estético interviene en un avance científico, o donde la metáfora deja de ser una intuición de similitud entre lo disímil para constituirse en argumento sobre la naturaleza de lo real: momentos en que el poeta se vuelve científico y el científico, poeta.

El primer gran poeta de la ciencia es Galileo Galilei, la figura central en la creación del método científico. Según Italo Calvino (como refiero en «Acuarelas de Galileo»), Galileo es el más grande escritor en prosa de la lengua italiana y merecería igual fama como «inventor de fantasiosas metáforas» que como científico. Y su metáfora más gloriosa es también la más infausta: el universo como un libro. Si bien la idea del libro de la naturaleza no es suya, Galileo la perfecciona y, al hacerlo, complica su diálogo con el clero.

Para la doctrina cristiana de entonces, el mundo contenía dos libros fundamentales y complementarios: la Naturaleza por un lado, la Biblia por el otro. Leer la Biblia era una manera de estudiar la naturaleza, compatible con la ciencia. Hasta que Galileo postula que el libro de la naturaleza, de origen divino,

está escrito en lenguaje matemático, y sus caracteres son triángulos, círcul os y otras figuras geométricas, sin los cuales es humanamente imposible entender una sola palabra; sin ellos uno deambula en un oscuro laberinto.

Los detalles de la gran obra de Dios están vedados, insinúa Galileo, a aquellos que desconocen las matemáticas. Su visión era compatible con la teología, pero la metáfora eleva el libro de la naturaleza a una categoría de texto fundamental, de lenguaje técnico; la Biblia pasa a ser un texto auxiliar, de lenguaje popular, y de ese modo los científicos quedan en una suerte de pie de igualdad con los clérigos.

La metáfora no acortó la ruta de tormento hacia los tribunales de la Inquisición, pero el gran Galileo sigue vivo en el punto de encuentro entre la literatura y la ciencia: si el método científico es el de la comprensión del libro del universo, entonces el comienzo mismo de la física es un hecho literario.

Me interesa la literatura en su rol de ingenua provocadora de preguntas penetrantes; me gusta cuando la ficción es la puerta hacia la libertad para una imaginación acorralada por los límites del conocimiento parcial. Y celebro cuando esa libertad permite anticipar preguntas y respuestas científicas. En 1823, el físico alemán Heinrich Wilhelm Olbers planteó la siguiente paradoja (me ocupo del tema en «Física en los tangos»): si el tamaño del universo es infinito y las estrellas están distribuidas por todo el universo, entonces deberíamos ver una estrella en cualquier dirección que miremos y el cielo nocturno debería ser brillante. Sin embargo, el cielo es oscuro. ¿Por qué? Si bien no existe una respuesta satisfactoria, la mejor solución hasta el momento supone que el universo no existe desde tiempo indefinido sino que tuvo un comienzo. Por lo tanto, nuestra visión del cielo solo abarca la distancia que la luz recorre en un tiempo igual a la edad del universo. No vemos las estrellas que están más allá de esa distancia porque la luz que empezaron a emitir en el momento de originarse todavía no llegó a la Tierra. La extensión del universo es infinita o, si no infinita, por lo menos de una vastedad más allá de toda mesura; sin embargo, el universo visible es comparativamente pequeño y no alcanza a cubrir el cielo de estrellas. El primero en imaginar esta solución (de manera cualitativa pero correcta) no fue un físico ni un astrónomo sino un escritor: Edgar Allan Poe, que en Eureka: un poema en prosa, publicado en 1848, dice:

La única forma [… ] de entender los huecos [voids] que nuestros telescopios encuentran en innumerables direcciones sería suponiendo una distancia de fondo [background] invisible tan inmensa que ningún rayo proveniente de allí fue todavía capaz de alcanzarnos.

Ernesto Cardenal, muchos años después, lo cita en «La música de las esferas»: «Pero es oscura la noche, y el universo ni infinito ni eterno».

Antes de Poe, Dante, en la Divina comedia, anticipa una noción que la física solo admitirá en el siglo XX: la curvatura del espacio. Y sobre los refinamientos geométricos de la cosmología dantesca trata, en parte, el capítulo «Relatividad para borgeanos»: en el Paraíso, Dante y su amada Beatriz ascienden a los cielos y van cruzando, una por una, las concéntricas esferas celestes: la de la luna, la de los planetas, la de las estrellas (la octava esfera) hasta llegar al Primum mobile [Primer móvil]: la novena esfera, el límite del universo aristotélico. Y aquí, como describe el físico Mark Peterson en su libro

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