Un extraño caso de asesinato y corrupción en el año en que el hombre llegó a la Luna
Esta novela estádedicada a mis padres, Paco y Milagros, donde quiera que estén.
Cuando yo era niño, casi todos los domingos subíamos a la Cresta del Gallo. Iba de excursión con mi padre y con mis sobrinas, y más adelante, cuando él se hizo mayor, con mi cuñado.
Allí había una explanada con una especie de pista deportiva y un fuerte construido con troncos en el que viví grandes aventuras. Casi siempre subíamos hasta «la Cresta», un murallón calizo que corona la sierra y que da nombre a la misma. Cuando llegábamos arriba nos asomábamos al otro lado y nos sentábamos satisfechos a descansar, tras el esfuerzo, contemplando la planicie que llega hasta el Mar Menor. Abajo, al pie de la montaña, destacaba un panorama árido y feo como él solo. Desde siempre supe que se trataba de algo especial, pues me dijeron que era un paisaje lunar.
Jerónimo Tristante
Santiago de la Ribera, junio de 1968
Antonia se sentía feliz. El domingo era, sin duda, su día favorito. Robert libraba y podían aprovechar la jornada para bañarse en la playa, comer en el Hermanos Rubio mirando el mar y hacer el amor en la habitación 207 del hotel Los Geranios.
A Robert le encantaba el Mar Menor, el sol, la paella y la sangría. Comía como si se lo fueran a quitar, como un fugado de un campo de concentración, y decía entre risas y«ohs»de admiración que en Indiana ni soñaban con algo parecido.
El camarero trajo los cafés. Allí, bajo el entoldado del restaurante, la brisa hacía soportable la tarde.Él, ligeramente achispado, la llevaría a la habitación, su habitación, la más amplia del pequeño hotel de una estrella, y lo harían. Varias veces. Era un portento: ardiente, musculoso, de amplias entradas, rostro colorado de turista extranjero y profundos y gélidos ojos azules. Un partidazo que vivía en un país donde todos eran ricos y las casas tenían un parterre precioso delante de la entrada. Todas con su valla blanca, su garaje y una casita para el perro. Lo había visto en las películas y en las revistas. El era su billete de salida de aquel pueblucho y no lo dejaría escapar, seguro. Aquella misma tarde, cuando la dejara en la puerta de casa para despedirse hasta el domingo siguiente, se lo diría: estaba embarazada.
– ¿Una foto? -dijo Julián, un pobre tullido, muy conocido en el pueblo, que se ganaba la vida haciendo fotografías a los turistas. Ella levantóla cabeza abandonando por un momento aquellos hermosos pensamientos sobre un futuro feliz y lleno de comodidades.
Robert asintióy la rodeócon su brazo. Eran felices. Julián disparósu desvencijada máquina y dijo que les dejaría la instantánea en recepción en cuanto estuviera revelada.
Antonia y Robert se besaron. Entonces el americano pagó, dejando una generosa propina, y se encaminaron hacia el hotel cruzando la calle, sin que Antonia supiera que con aquella maldita foto había firmado su sentencia de muerte.
Julio Alsina nunca creyó que pudiera ocurrirle algo así, nunca.
Y menos aún que reaccionara como lo hizo, porque, la verdad, ni siquiera el más imprudente, el más valiente de los hombres que había conocido, hubiera actuado de manera tan irresponsable, tan inconsciente, tan heroica, quizá.
Sí, ¿por qué no decirlo?, tan heroica.
Sólo los imbéciles no tienen miedo, en efecto, los imbéciles, los tontos, los idiotas. Él siempre había pensado que los héroes no eran más que unos pobres descerebrados, gente sin sustancia, unos tipos incapaces de medir los riesgos a que se enfrentaban. Por eso actuaban así, por memos.
Los inteligentes son cobardes por definición, miden las consecuencias de sus actos y, sobre todo, piensan. Un tipo listo nunca arriesgaría el pellejo de aquella manera, jamás.
Pero él lo hizo. Idiota.
Eso le llevaba a pensar que no siempre se actúa heroicamente por estupidez, por un impulso irresistible, por luchar contra la injusticia o por salvar a alguien, no. Sino que a veces son las circunstancias las que te empujan a hacerlo así, a no evaluar los peligros, a actuar como un necio imprudente sin saber muy bien por qué. Quizá era cosa del azar.
Era un consuelo. O no.
Pero aun así, a pesar de todo, tenía que reconocer que cuando todo comenzó era impensable. No cabía en cabeza humana que él…
Impensable.
Nadie podía imaginar que actuara de aquella manera. Al menos, él, no. Un no hombre, un castrado mental, la irrisión del cuerpo. Seguro que ellos también lo imaginaban de aquella manera: «Dejadle el tema a Alsina». dirían entre carcajadas.
«Asunto resuelto», bromearían en el vestuario palmeándose los muslos muertos de risa. Malditos bastardos.
Pues no. No fue así.
Le parecía imposible, pero ocurrió y punto. Resucitó.
Porque Julio Alsina estaba muerto en vida.
Aquella Nochebuena estaba de servicio. Todos sabían que cubría siempre las guardias de las fechas más señaladas porque no tenía familia y vivía en una pensión. Desde que Adela se fue, parecía un fiambre, no sentía, sólo hacía por respirar y veía pasar los días inmerso en una especie de neblina gris. Habían terminado por relegarle a tareas administrativas, aunque al menos seguía llevando «el hierro». Un policía manso, un don nadie. Ese era él.
Todos lo sabían y venían a pedirle el favor. No le importaba, la verdad: Nochevieja, la noche de Reyes, Jueves Santo, Viernes Santo, el Corpus y el día del Alzamiento, el 18 de julio, eran fechas fijas en su agenda. Nunca fallaba.
Aquellas guardias eran lo más parecido al trabajo policial que le dejaban hacer y él no tenía a nadie. Se había convertido en un chupatintas, un oficinista que pasaba el día entre papeles enfrentado a peligros como una grapadora atascada o un golpe en la espinilla con el borde de la mesa. Jesús.
Así lo veían ellos. Y él mismo también, para qué engañarse.
Día 24 de diciembre de 1968. La comisaría, desierta. Alsina, en su despacho, con la sempiterna botella de Licor 43 que le acompañaba como una extensión de su ser y la radio, al fondo, emitiendo, monótona y constante, villancicos insufribles y loas al nacimiento de Jesús.
A veces se dormía bajo la cálida luz del flexo metálico. Cabeceaba, yendo y viniendo de su plácido y voluble mundo onírico a la realidad en decenas de viajes que se repetían una y otra vez. Le gustaba más el mundo de los sueños; allí él era un hombre con todas las de la ley, un policía auténtico, y su mujer, Adela, lo respetaba y amaba.
De vez en cuando ojeaba el periódico que tenía delante: «Esta mañana entrarán los cosmonautas en órbita lunar», rezaba el titular. Le parecía increíble que alguien pudiera llegar tan lejos. Aquellos tipos, decididamente, estaban locos. Una fotografía mostraba a un tipo sonriente, el astronauta del Apolo VIII William Anders, que mostraba orgulloso su cepillo de dientes.
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