A Fernando Escribano, que me descubrió los túneles de Turín, y siempre está de «guardia» cuando sus amigos le necesitamos.
Con Gian Maria Nicastro también tengo una deuda de gratitud porque me guió a través de los secretos de Turín, su ciudad; ha sido mis ojos en la ciudad, además de suministrarme, con generosidad y rapidez, cuanta información le he pedido.
Carmen Fernández de Blas y David Trías apostaron por la novela. Gracias.
Y también a Olga, la voz amable de Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
Hay otros mundos, pero están en éste.
H . G . W ELLS
1
«Abgaro, rey de Edesa, saluda a Jesús, el buen Salvador que ha aparecido en Jerusalén.
Han llegado a mis oídos noticias referentes a ti y a las curaciones que realizas sin necesidad de medicinas ni de hierbas.
Y, según dicen, devuelves la vista a los ciegos, y la facultad de andar a los cojos; limpias a los leprosos, y expulsas espíritus inmundos y demonios; devuelves la salud a los que se encuentran aquejados de largas enfermedades, y resucitas a los muertos.
Al oír, pues, todo esto de ti he dado en pensar una de estas dos cosas: o que tú eres Dios en persona que has bajado del cielo y obras estas cosas, o bien que eres el Hijo de Dios y por eso realizas esos portentos.
Ésta es la causa que me ha impulsado a escribirte, rogándote al propio tiempo te tomes la molestia de venir hasta mí y curar la dolencia que me aqueja.
He oído decir, además, que los judíos murmuran de ti y que pretenden hacerte mal.
Sábete, pues, que mi ciudad es muy pequeña, pero noble, y nos basta para los dos.»
El rey descansó la pluma mientras clavaba la mirada en un hombre joven como él que inmóvil y respetuoso aguardaba en el otro extremo de la estancia.
—¿Estás seguro, Josar?
—Señor, creedme...
El hombre se acercó con paso rápido y se detuvo cerca de la mesa sobre la que escribía Abgaro.
—Te creo, Josar, te creo; eres el amigo más leal que tengo, lo eres desde que éramos niños. Nunca me has fallado, Josar, pero son tales los prodigios que cuentas de ese judío que temo que el deseo de ayudarme haya confundido tus sentidos...
—Señor, debéis creerme, porque sólo los que creen en el Judío se salvan. Mi rey, yo he visto cómo Jesús con sólo rozar con sus dedos los ojos apagados de un ciego recuperaba la vista; he visto cómo un pobre paralítico tocaba el borde de la túnica de Jesús y éste con una mirada dulcísima le instaba a andar y ante el asombro de todos aquel hombre se levantó y sus piernas le llevaban como las vuestras a vos. He visto, mi rey, cómo una pobre leprosa observaba al Nazareno oculta en las sombras de la calle mientras todos la huían y Jesús acercándose a ella decía: «Estás curada», y la mujer, incrédula, gritaba: «¡Estoy sanada! ¡Estoy sanada!». Porque verdaderamente su rostro volvía a ser humano y sus manos antes ocultas aparecían enteras...
»Y he visto con mis propios ojos el mayor de los prodigios cuando seguía yo a Jesús y a sus discípulos y nos tropezamos con el duelo de una familia que lloraba la muerte de un pariente. Entró Jesús en la casa y conminó al hombre muerto a que se levantase y Dios debería de estar en la voz del Nazareno, porque te juro, mi rey, que aquel hombre abrió los ojos, se incorporó y él mismo se asombraba de estar vivo...
—Tienes razón, Josar, he de creer para sanar, quiero creer en ese Jesús de Nazaret, que verdaderamente es hijo de Dios si puede resucitar a los muertos. Pero ¿querrá sanar a un rey que se ha dejado apresar por la concupiscencia?
—Abgaro, Jesús no sólo cura los cuerpos, también sana las almas; asegura que, con el arrepentimiento y el deseo de llevar una vida digna sin volver a pecar, es suficiente para ser perdonado por Dios. Los pecadores encuentran consuelo en el Nazareno...
—Ojalá sea así... Yo mismo no puedo perdonarme mi lujuria hacia Ania. Esa mujer me ha enfermado el cuerpo y el alma...
—¿Cómo ibas a saber, señor, que estaba enferma, que el regalo del rey de Tiro era una trampa? ¿Cómo ibas a sospechar que llevaba la semilla de la enfermedad y te la contagiaría? Ania era la mujer más bella que hayamos visto jamás, cualquier hombre hubiese perdido la cabeza por tenerla...
—Pero yo soy rey, Josar, y no debí perderla por muy bella que fuera la bailarina... Ahora ella pena por su hermosura, porque las huellas de la enfermedad van carcomiendo la blancura de su rostro, y yo, Josar, siento un sudor continuo que no me abandona y la vista se me nubla y temo sobre todo que la enfermedad pudra mi piel y...
Unos pasos sigilosos alertaron a los dos hombres. La mujer, de cuerpo ligero, rostro moreno y cabello negro, se acercaba esbozando una sonrisa.
Josar la admiraba. Sí, admiraba la perfección de sus facciones pequeñas y la sonrisa alegre que siempre tenía presta; admiraba también su fidelidad al rey, y que sus labios no hubieran esbozado ni un reproche al ser preterida por Ania, la bailarina del Cáucaso, la mujer que había contagiado a su marido la terrible enfermedad.
Abgaro no se dejaba tocar por nadie pues temía contagiar a su vez a los demás. Cada vez se mostraba menos en público.
Pero no había podido resistirse ante la voluntad férrea de la reina, que insistía en cuidarle personalmente; y, no sólo eso, también le insuflaba ánimo en el alma para que creyera en el relato que Josar hacía acerca de las maravillas que obraba el Nazareno.
El rey la miró con tristeza.
—Eres tú... Hablaba con Josar del Nazareno. Le llevará una carta invitándole a venir, compartiré con él mi reino.
—Josar debería viajar con escolta para que nada pueda acaecer en el viaje y pueda traer con él al Nazareno...
—Viajaré con tres o cuatro hombres; será suficiente. Los romanos son desconfiados y no les gustaría ver llegar a un grupo de soldados. Tampoco a Jesús. Yo espero, señora, poder cumplir la misión y convencer a Jesús para que me acompañe. Llevaré, eso sí, caballos veloces, que puedan traeros las nuevas en cuanto llegue a Jerusalén.
—Terminaré la carta, Josar...