Título en inglés: Thr3s
© 2003 por Ted Dekker
Traducción: Ricardo y Mirtha Acosta
Viernes
Al mediodía
LA OFICINA NO TENÍA VENTANAS, solo focos para iluminar los cientos de lomos de libros colocados en sus estanterías de madera de cerezo. Una sencilla lámpara difundía su tono amarillento sobre el escritorio coronado de cuero. El salón olía a aceite de linaza y páginas húmedas, pero para el Dr. John Francis era el aroma del conocimiento.
– La maldad está fuera del alcance del hombre.
– ¿Pero puede un hombre ponerse personalmente fuera del alcance del mal? -preguntó Kevin.
El decano de asuntos académicos, el Dr. Francis, miró por sobre los bifocales al hombre sentado frente a él, y permitió que le surgiera en los labios una ligera sonrisa. Esos ojos azules escondían un profundo misterio. Un misterio que se le había resistido desde que se vieron por primera vez tres meses atrás, cuando Kevin Parson se le acercó después de una clase de filosofía. Habían entablado una amistad única que incluía numerosas discusiones como esta.
Kevin se sentó con los pies juntos, las manos en las rodillas, la mirada penetrante y tranquila, el cabello alborotado a pesar de un hábito compulsivo de pasar los dedos entre los rizos sueltos color café. O debido a eso. El cabello era una anomalía; en todo lo demás el hombre se arreglaba perfectamente. Bien afeitado, a la moda, agradablemente perfumado… Old Spice, si el profesor suponía bien. El irregular cabello de Kevin desentonaba con un aire bohemio. Otros jugueteaban con lápices, hacían girar los dedos, o cambiaban de posición en sus asientos; Kevin se pasaba los dedos por el cabello y daba golpecitos con el pie derecho; no de vez en cuando o en pausas adecuadas de la conversación sino regularmente, al ritmo de un tambor oculto detrás de sus ojos azules. Alguien podría considerar molestas las pequeñas manías, pero el Dr. Francis las veía solo como claves enigmáticas de la naturaleza de Kevin. La verdad: pocas veces evidente y casi siempre hallada en sutilezas; en el golpeteo de pies, el jugueteo de dedos y el movimiento de ojos.
El Dr. Francis echó hacia atrás del escritorio su silla negra de cuero, se puso lentamente de pie, y fue hasta un estante lleno con las obras de eruditos antiguos. En muchos sentidos se identificaba tanto con estos hombres como con el individuo moderno. Póngale una toga y se parecería más bien a un barbado Sócrates, le había dicho una vez Kevin. Recorrió un dedo sobre una copia atada de los Rollos del Mar Muerto.
– En realidad -expresó el Dr. Francis-. ¿Puede un hombre estar fuera del alcance del mal? Creo que no. No en esta vida.
– Entonces todos los hombres están condenados a una vida de maldad -contestó Kevin.
El Dr. Francis se volvió hacia él. Kevin observaba inmóvil, a no ser por su pie derecho que seguía golpeteando. Sus redondos ojos azules permanecían fijos, mirando con la inocencia de un niño perspicaz, lleno de magnetismo, sin inmutarse. Estos ojos suscitaban prolongadas miradas de los seguros y obligaban a apartar la mirada a los menos seguros. Kevin tenía veintiocho años, pero poseía una extraña mezcla de brillantez e ingenuidad que el Dr. Francis no podía entender. Ese hombre totalmente desarrollado tenía la sed de conocimiento de un niño de cinco años. Algo que ver con una excepcional crianza en un hogar extraño, pero Kevin nunca había sido comunicativo.
– Una vida de lucha con la maldad, no una vida de maldad -clarificó el Dr. Francis.
– ¿Y escoge el hombre simplemente el mal, o lo crea? -inquirió Kevin, ya a muchos pensamientos de su pregunta inicial-. ¿Es la maldad una fuerza que nada en sangre humana, luchando por hallar su camino hacia el corazón, o es una posibilidad externa en espera de ser formada?
– Yo diría que el hombre escoge el mal en vez de crearlo. La naturaleza humana está saturada de maldad como resultado de la caída. Todos somos malos.
– Y todos somos buenos -concluyó Kevin, golpeteando con su pie-. Lo bueno, lo malo y lo bello.
El Dr. Francis asintió ante el uso de una frase de su propia cosecha, la cual se refería al hombre creado a la naturaleza de Dios, el hombre bello, luchando entre el bien y el mal.
– Lo bueno, lo malo y lo bello. Es verdad -repitió, y se dirigió a la puerta-. Acompáñame, Kevin.
Kevin se pasó las dos manos por las sienes y se puso de pie. Siguió al Dr. Francis desde la oficina y subió un tramo de peldaños hacia el mundo de lo alto, como a Kevin le gustaba llamarlo.
– ¿Cómo avanza tu artículo sobre las naturalezas? -indagó el Dr. Francis.
– Sin duda le hará arquear las cejas -contestó Kevin mientras ingresaban al vacío salón principal-. Estoy utilizando una historia para ilustrar mi conclusión. Nada convencional, lo sé, pero ya que Cristo prefería usar parábolas para comunicar la verdad me imaginé que a usted no le importaría si lo imito a él.
– Mientras sea interesante. Estoy deseando leerla.
***
Kevin caminó por el salón con el Dr. John Francis, pensando que le caía bien este hombre. El sonido de sus zapatos al golpear el piso de madera dura resonaba en aquel aposento saturado de tradición. El hombre mayor caminaba con indiferencia, su viva sonrisa daba a entender una sabiduría mucho más allá de sus palabras. Kevin miró hacia arriba las fotos de los fundadores de la facultad de teología a lo largo de la pared a su derecha. El Dr. Francis los llamaba los intrépidos caballeros colosos.
– Hablando de maldad, ¿cree usted que todos los hombres sean capaces de chismear? -inquirió Kevin.
– Indudablemente.
– Aun el obispo es capaz de chismear.
– Por supuesto
– ¿Cree usted que el obispo chismea? ¿A veces?
La respuesta del decano esperó tres peldaños.
– Todos somos humanos.
Llegaron a la enorme puerta que daba al campus central y el Dr. Francis la abrió. A pesar de las brisas marinas, Long Beach no podía escapar a períodos de calor agobiante. Kevin salió a la brillante luz del sol del mediodía, y por un instante sus bromas filosóficas parecieron triviales a la luz del mundo que se extendía ante ellos. Una docena de estudiantes del seminario cruzaban el arreglado parque con las cabezas inclinadas en reflexión o ladeadas hacia atrás riendo. Dos docenas de álamos formaban un sendero arbolado a través del amplio césped. El campanario de la capilla se descollaba por sobre los árboles más allá del parque. A su derecha, la Biblioteca Augustine Memorial refulgía bajo el sol. El Instituto de Teología del Pacífico Sur era, con solo echar un vistazo, más majestuoso y moderno que su matriz, el Seminario Episcopal en Berkeley.
Aquí estaba el verdadero mundo, formado por personas normales con historias sensibles y familias comunes que luchaban por una profesión excelente. Kevin, por otra parte, era un converso de veintiocho años de edad que en realidad nunca pensó para nada en asistir al seminario, y mucho menos pastorear algún día una grey. No porque no tuviera propósitos nobles, sino a causa de quién era. Debido a que era Kevin Parson, quien solo hacía tres años que descubrió su lado espiritual. A pesar de haber abrazado incondicionalmente a la iglesia aún no se sentía más santo -tal vez menos- de lo que podría ser cualquier borracho en la calle. Ni siquiera el decano conocía toda su historia, y Kevin no estaba seguro de que ayudara mucho el que la conociera.
– Tienes una mente brillante, Kevin -elogió el decano, mirando fijamente al exterior-. He visto muchas personas ir y venir, pero pocas con tu misma tenacidad por la verdad. Pero créeme, las cuestiones más profundas pueden enloquecer a un hombre; el asunto de la maldad es uno de ellos. Serías prudente en exponerlo sin prisa.
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