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Amos Oz - Una historia de amor y oscuridad

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Amos Oz Una historia de amor y oscuridad
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    Una historia de amor y oscuridad
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Una historia de amor y oscuridad: resumen, descripción y anotación

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Amor y oscuridad son dos de las fuerzas que interaccionan en este libro, una autobiografГ­a en forma de novela,
una obra literaria compleja que comprende los orГ­genes de la familia de Amos Oz, la historia de su infancia y
juventud, primero en JerusalГ©n y despuГ©s en el kibbutz de Hulda, la trГЎgica existencia de sus padres, una
descripciГіn Г©pica del JerusalГ©n de aquellos aГ±os, de Tel Aviv, que es su reverso, entre los aГ±os treinta y
cincuenta. La narraciГіn oscila hacia delante y hacia atrГЎs en el tiempo y refleja mГЎs de cien aГ±os de historia
familiar, una saga de relaciones de amor y odio hacia Europa, que tiene como protagonistas a cuatro generaciones
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entrega la historia de su infancia y adolescencia, una historia llena de aspiraciones poГ©ticas y afГЎn polГ­tico:
una novela que consigue llegar al corazГіn del lector.

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Amor y oscuridad son dos de las fuerzas que interaccionan en este libro, una autobiografía en forma de novela, una obra literaria compleja que comprende los orígenes de la familia de Amos Oz, la historia de su infancia y juventud, primero en Jerusalén y después en el kibbutz de Hulda, la trágica existencia de sus padres, una descripción épica del Jerusalén de aquellos años, de Tel Aviv, que es su reverso, entre los años treinta y cincuenta. La narración oscila hacia delante y hacia atrás en el tiempo y refleja más de cien años de historia familiar, una saga de relaciones de amor y odio hacia Europa, que tiene como protagonistas a cuatro generaciones de soñadores, estudiosos, poetas egocéntricos, reformadores del mundo y ovejas negras. Esta amplia galería de personajes prepara un «cocktail genético» del que nacerá un hijo único que descubrirá ser escritor. Amos Oz nos entrega la historia de su infancia y adolescencia, una historia llena de aspiraciones poéticas y afán político: una novela que consigue llegar al corazón del lector.

Amos Oz
Una historia de amor y oscuridad
Título original: Sippur al 'ahavah ve-?oshe?
Amos Oz, Febrero de 2002.
Traducción: Raquel García Lozano
Ediciones Siruela, S. A., 2012
ISBN: 978-84-9841-892-7

Nací y crecí en un piso muy pequeño, de techos bajos y unos treinta metros cuadrados: mis padres dormían en un sofá cama que ocupaba su habitación casi de pared a pared cuando lo abrían por las noches. Por la mañana temprano plegaban el sofá sobre sí mismo, escondían la ropa de cama en la oscuridad del cajón de abajo, daban la vuelta al colchón, cerraban, empujaban, lo cubrían con una funda gris clara y unos cuantos cojines bordados de estilo oriental, ocultando cualquier rastro de su sueño nocturno. Así pues, su habitación servía de dormitorio, estudio, biblioteca, comedor y salón.
Enfrente de esa habitación estaba mi cuarto, era pequeño y verdoso, y la mitad del espacio estaba ocupado por un armario barrigudo. Un pasillo oscuro, estrecho, bajo y algo sinuoso, parecido a un túnel hecho por presidiarios, unía la cocina y el retrete con las dos pequeñas habitaciones. Una débil bombilla encerrada en una jaula de hierro derramaba sobre el pasillo, también durante el día, una luz turbia. Había sólo una ventana en la habitación de mis padres y otra en la mía, las dos protegidas por contraventanas de hierro, las dos guiñaban a su manera para intentar mirar hacia oriente, pero sólo veían un ciprés polvoriento y una tapia de piedra sin tallar. Por una ventanilla enrejada, nuestra cocina y nuestro retrete veían un pequeño patio de presos rodeado de altos muros y con el suelo de cemento, un patio donde, sin un solo rayo de sol, agonizaba un pálido geranio plantado en una lata de aceitunas oxidada. En los alféizares de las ventanas había siempre frascos cerrados con pepinillos en vinagre y también un desdichado cactus dentro de un florero que se había roto y hacía de maceta.
Era un piso soterrado: el bajo del edificio excavado en la ladera de un monte. Ese monte era nuestro vecino, un inquilino recio, introvertido y silencioso, un monte viejo y melancólico que hacía vida de soltero y mantenía siempre un silencio absoluto. Era un monte adormecido, invernal, que nunca arrastraba muebles ni tenía invitados, no alborotaba ni molestaba, pero a través de las dos paredes que compartíamos con él se filtraba siempre, como un ligero y persistente olor a moho, el frío, la oscuridad, el silencio y la humedad de ese melancólico vecino.
Y por eso, a lo largo de todo el verano, un poco de invierno se quedaba en casa.
Las visitas decían: qué bien se está aquí los días de bochorno, está tan fresco y tan tranquilo, ¿pero cómo os las arregláis en invierno? ¿No traspasa la humedad? ¿No es un poco deprimente vivir aquí en invierno?
Las dos habitaciones, el hueco de la cocina, el retrete y sobre todo el pasillo eran oscuros. Los libros llenaban toda la casa: mi padre sabía leer en dieciséis o diecisiete idiomas y hablar en once (todos con acento ruso). Mi madre hablaba cuatro o cinco lenguas y leía en siete u ocho. Entre ellos conversaban en ruso y en polaco cuando querían que yo no los entendiera (casi siempre querían que no los entendiera. Una vez mi madre se confundió y dijo delante de mí «semental» en hebreo en vez de en algún otro idioma, entonces mi padre la regañó y le gritó en ruso: Shto se taboy! Videsh maltzik riadom se nami!). Por cultura leían sobre todo en alemán y en inglés, y por supuesto por la noche soñaban en yiddish. Pero a mí me enseñaron única y exclusivamente hebreo: quizá temían que si aprendía otros idiomas también yo quedaría expuesto a la seducción de la espléndida y mortífera Europa.
En la escala de valores de mis padres, cuanto más occidental fuera algo, más culto resultaba: Tolstói y Dostoievski eran afines a su alma rusa, pero creo que Alemania –a pesar de Hitler– les parecía más ilustrada que Rusia o Polonia, y Francia más que Alemania. Inglaterra estaba para ellos por encima de Francia. En cuanto a América, no estaban muy seguros: allí disparaban a los indios, saqueaban trenes correo, buscaban oro y cazaban chicas.
Europa era para ellos una tierra segura y prohibida, un lugar anhelado de campanarios y plazas pavimentadas con antiguas baldosas de piedra, de tranvías, puentes y torres de iglesia de pueblos remotos, aguas termales, bosques, nieve y prados.
Las palabras «cabaña», «prado», «pastora de ocas» me fascinaron durante toda mi infancia. Tenían el aroma sensual de un mundo auténtico, alejado de los polvorientos tejados de uralita, de los montones de chatarra, los cardos y los áridos terraplenes de una Jerusalén asfixiada por el yugo del verano abrasador. Bastaba con susurrar «prado» para oír el mugido de las vacas con pequeñas campanas al cuello y la corriente de los arroyos. Con los ojos cerrados veía a la pastora de ocas descalza, que me parecía sexy hasta la locura aun antes de saber nada.
Al cabo de los años supe que la Jerusalén bajo el Mandato Británico, en los años veinte, treinta y cuarenta, era una ciudad culturalmente fascinante; había grandes comerciantes, músicos, intelectuales y escritores: Martin Buber, Gershon Scholem, Agnón y otros muchos investigadores y artistas importantes. A veces, cuando pasábamos por la calle Ben Yehuda o por la avenida Ben Maimón, mi padre me susurraba: «Mira, por ahí va un intelectual de renombre». Yo no sabía a qué se refería. Creía que el renombre tenía que ver con una enfermedad de las piernas, pues muchas veces se trataba de un anciano, cuyo bastón le precedía tanteando la calle y cuyas piernas vacilaban ligeramente, vestido incluso en verano con un grueso traje de lana.
La Jerusalén que mis padres admiraban estaba lejos de nuestro barrio: estaba en la verde Rehavia llena de sonidos de piano, en los tres o cuatro cafés con lámparas doradas de la calle Yafo y Ben Yehuda, en las salas del YMCA y en el hotel Rey David, donde judíos y árabes amantes de la cultura se reunían con británicos amables e instruidos, por donde pululaban señoras fantásticas de largos cuellos vestidas de fiesta del brazo de señores con trajes claros, donde se mezclaban ingleses liberales con judíos cultos y árabes ilustrados, donde se organizaban recitales, bailes, jornadas literarias, recepciones y refinadas charlas artísticas. Es posible que esa Jerusalén de lámparas y recepciones sólo existiera en los sueños de los habitantes de Kerem Abraham, bibliotecarios, maestros, funcionarios y encuadernadores. Sea como fuere, no estaba en nuestro entorno. Kerem Abraham, nuestro barrio, pertenecía a Chéjov.
Al cabo de los años, cuando leí a Chéjov (traducido al hebreo), tuve la certeza de que él era uno de los nuestros: el tío Vania vivía justo encima de nosotros, el doctor Samuilenko se agachaba y me tocaba con sus anchas y fuertes manos cuando tenía anginas o difteria, Ibaski, con sus eternas migrañas, era primo segundo de mi madre, y los sábados por la mañana íbamos a oír a Trigorin en la Casa del Pueblo.
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