Gianrico Carofiglio
Testigo involuntario
A lo que el gusano llama el fin del mundo,
el resto del mundo lo llama mariposa.
Lao-Tse, El libro de la Vía y de la Virtud
Recuerdo muy bien el día anterior -mejor dicho, la tarde anterior- a que todo empezara.
Había llegado a la oficina hacía un cuarto de hora y no tenía ninguna intención de ponerme a trabajar. Ya le había echado un vistazo al correo electrónico, a la correspondencia, había ordenado algunas de las cartas traspapeladas y realizado un par de llamadas inútiles. En definitiva, había agotado todos los pretextos y había encendido un cigarrillo.
Ahora disfruto tranquilamente del cigarrillo y después ya empezaré.
Cuando acabe el cigarrillo ya encontraré cualquier otra cosa que hacer. Tal vez salga si me acuerdo de que tengo que ir a la librería Feltrinelli a recoger un libro, algo que he ido postergando.
Mientras fumaba sonó el teléfono. Era la línea interna, mi secretaria desde la recepción.
Había un señor que no tenía cita, pero decía que era urgente.
Casi nadie tiene cita nunca. La gente va a ver al abogado penalista cuando tiene problemas serios y urgentes, o cuando está convencida de que los tiene. Lo que es, obviamente, lo mismo.
De todas maneras mi despacho funcionaba así: mi secretaria me llamaba, en presencia del señor o de la señora que tenía necesidad urgente de hablar con el abogado. Si estaba ocupado -por ejemplo con otro cliente- les hacía esperar hasta que no hubiera terminado.
Si no estaba ocupado, como aquella tarde, les hacía esperar igual.
Que quede claro que en esta oficina se trabaja, y le atiendo sólo porque se trata de un caso urgente.
Le dije a María Teresa que le comunicara al señor que lo atendería al cabo de diez minutos, pero que no podría dedicarle mucho tiempo porque a continuación tenía una reunión importante.
Los abogados -piensa la gente- a menudo tienen reuniones importantes.
Transcurridos diez minutos entró el señor. Tenía el pelo largo y negro, la barba larga y negra y los ojos abiertos de par en par. Se sentó y se apoyó en la mesa, acercándose hacia mí.
Por unos instantes estuve seguro de que diría: «Acabo de matar a mi mujer y a mi suegra. Están abajo en el coche, en el maletero. Por suerte tengo un coche familiar. Abogado, ¿qué debemos hacer ahora?»
No dijo eso. Tenía una caravana en la que cocinaba salchichas y hamburguesas. Los inspectores sanitarios se la habían confiscado porque las condiciones higiénicas eran más o menos las de las alcantarillas de Benarés.
El barbudo quería que le devolvieran su caravana. Sabía que yo era un buen abogado porque se lo había dicho un amigo suyo que era cliente mío. Con una especie de sonrisa asquerosa de complicidad pronunció el nombre de un traficante para quien yo había conseguido pactar una condena vergonzosamente reducida.
Le pedí un anticipo desproporcionado y él se sacó del bolsillo de los pantalones un fajo de billetes de cien y de cincuenta.
No me dé los que están manchados con mayonesa, por favor, pensé resignado.
Él contó con el índice y el pulgar la cantidad que le había pedido. Me dejó la copia del decomiso y todos los demás papeles. No, no quería un recibo, y para qué me sirve, abogado. Otra sonrisa de complicidad. Lógico, entre nosotros, evasores fiscales, nos comprendemos.
Tiempo atrás mi trabajo me gustaba bastante. Ahora, por el contrario, me producía una vaga sensación de náusea. Y cuando encontraba tipos como el vendedor de hamburguesas la náusea aumentaba.
Pensé que me merecía una cena con las salchichas del señor
Rasputín para luego acabar en urgencias. Allí habría encontrado esperándome al doctor Carrassi.
El doctor Carrassi, ayudante del jefe de urgencias, había dejado morir de peritonitis a una chica de veintiún años, diciendo que eran dolores menstruales.
Su abogado -yo- había logrado su absolución sin hacerle perder ni un solo día de trabajo, ni una lira de sueldo. No había sido un juicio difícil. La fiscal era una idiota y el abogado de la acusación particular un analfabeto terminal.
Carrassi, cuando fue absuelto, me abrazó. Tenía el aliento pesado, estaba acalorado y pensaba que se había hecho justicia.
Al salir de la sala evité la mirada de los padres de la chica.
El barbudo se fue y yo, ahogando la náusea, preparé el recurso contra la confiscación de su valioso restaurante móvil.
Luego fui a casa.
El viernes por la tarde normalmente íbamos al cine y luego a cenar, siempre con el mismo grupo de amigos.
Nunca participaba en la elección del cine y del restaurante. Hacía lo que decidían Sara y los demás y pasaba la velada aletargado, esperando que terminara. Era distinto sólo cuando la película en cuestión me interesaba de verdad, pero eso era cada vez menos frecuente.
Aquel viernes, al volver a casa, Sara ya estaba lista para salir. Dije que necesitaba por lo menos un cuarto de hora, el tiempo para ducharme y cambiarme.
Ah, ella salía con sus amigos. ¿Qué amigos? Los del curso de fotografía. Me lo podía haber dicho antes, y yo me habría organizado. Ya me lo había dicho ayer y no podía hacer nada si yo no la escuchaba cuando hablaba. Bueno, de acuerdo, no hacía falta enfadarse, intentaría hacer algo por mi cuenta si me daba tiempo. No, no tenía intención alguna de que se sintiera culpable, sólo quería decir exactamente lo que había dicho. De acuerdo, era mejor zanjar la discusión.
Ella salió y yo me quedé en casa. Pensé en llamar a los amigos de siempre y salir con ellos. Después me pareció absurdamente difícil explicar por qué no venía Sara, y adónde había ido, y pensé que me mirarían como a un bicho raro y, finalmente, lo dejé correr.
Intenté llamar a una amiga con la que me veía -a escondidas- en aquella época, pero ella me dijo en voz baja desde el móvil que estaba con su novio. ¿Qué podía esperar un viernes? Me sentí incómodo y entonces decidí que alquilaría un buen film policiaco, sacaría de la nevera una pizza congelada, una cerveza grande, fría, y de una manera u otra aquel viernes habría pasado.
Alquilé Black Rain, aunque la había visto dos veces. La vi por tercera vez y todavía me gustó. Me comí la pizza, me bebí toda la cerveza. Luego bebí un whisky y me fumé varios cigarrillos. Miré varios canales y descubrí que en las televisiones locales habían vuelto a poner películas porno. Esto me hizo darme cuenta de que ya era la una pasada, así que me fui a dormir.
No sé a qué hora me dormí y no sé cuándo regresó Sara, porque no la oí volver.
A la mañana siguiente me desperté cuando ella ya se había levantado. Entré en la cocina con cara de sueño, y ella, sin decir nada, me sirvió una taza de café americano. El café americano, abundante, siempre nos había gustado a los dos.
Bebí dos sorbos y estaba a punto de preguntarle a qué hora había regresado la noche anterior cuando me dijo que quería la separación.
Lo dijo así, simplemente: «Guido, quiero que nos separemos».
Tras muchos segundos de silencio ensordecedor me vi abocado a la pregunta más banal.
¿Por qué?
Me dijo el porqué. Estuvo tranquila e implacable. Quizá yo pensaba que no se había dado cuenta de cómo había transcurrido mi vida por lo menos en los últimos, digamos, dos años. Pero ella sí se había dado cuenta y no le había gustado. Lo que la había humillado más no era mi infidelidad -aquella palabra me golpeó el rostro como un escupitajo- sino el hecho de que le hubiera faltado realmente al respeto tratándola como a una estúpida. Ella no sabía si yo siempre había sido así o si había ido cambiando. No sabía qué hipótesis prefería y tal vez tampoco le importaba mucho.
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