Christine Feehan
Asesina Oscura
Nº 20 de la Serie Oscura-Cárpatos
El remolino de niebla veló las montañas y se arrastró hasta el profundo bosque, ensartando capas de blanco a través de los árboles cargados de nieve. Profundas depresiones llenas de nieve ocultaban la vida bajo la capa de cristales de hielo y a lo largo de las orillas de la corriente. Los arbustos y los campos de hierba se alzaban como estatuas, congelados en el tiempo. La nieve daba al mundo un tinte azulado. El bosque, donde colgaban carámbanos y la corriente de agua estaba congelado en formas extrañas, parecía un misterioso y extraño mundo.
Limpio, frío y vigorizante, el cielo de la noche relucía con el brillo de las estrellas, y una luna llena resplandeciente rociaba de luz plateada el suelo congelado. Las sombras silenciosas resbalaban por los árboles y los arbustos cubiertos de hielo, moviéndose con absoluta cautela. Unas grandes patas dejaban rastros en la nieve, de unos buenos quince centímetros de diámetro y en una sola fila, el rastro serpenteaba entre los árboles y la espesa maleza.
Aunque parecían en buena forma, fuertes, con músculos de acero curvándose bajo la piel gruesa, los lobos tenían hambre y necesitaban alimento para mantener a la manada viva a través del largo y brutal invierno. El alfa se detuvo repentinamente, quedándose muy quieto, olfateando el rastro a su alrededor, levantando la nariz para olisquear el viento. Los otros se detuvieron, sólo fantasmas, sombras silenciosas que se abrieron en abanico inmediatamente. El alfa se adelantó, permaneciendo a favor del viento mientras los otros se agachaban, esperando.
A un metro de distancia, un gran pedazo de carne cruda yacía en el sendero, fresca, el olor vagaba por el aire tentadoramente hacia el lobo. Cauteloso la rodeó, utilizando la nariz para detectar el peligro potencial. Al no olfatear nada excepto la carne, babeando saliva y con el vientre vacío, se acercó otra vez, aproximándose a favor del viento, orientándose hacia el gran pedazo de alimento salvador. Se acercó tres veces y se retiró, pero no se presentó ninguna insinuación de peligro. Se aproximó una cuarta vez y algo se deslizó sobre su cuello.
El alfa saltó atrás y el alambre se tensó. Cuanto más luchaba, más le cortaba el alambre, estrangulando el aire de sus pulmones y aserrando la carne. La manada lo rodeó, su compañera se apresuró a ayudarlo. Ella comenzó a luchar cuando otro alambre le atrapó el cuello, casi haciéndola caer.
Por un momento hubo quietud, rota sólo por el aliento jadeante de los dos lobos atrapados. Una ramita chasqueó. La manada se giró y se disolvió en una ráfaga de sombras huidizas, de vuelta a la gruesa cobertura de los árboles. Los arbustos se separaron y una mujer entró en el claro. Iba vestida con botas negras de invierno, pantalones negros bajos en las caderas, un chaleco negro sin mangas que le dejaba el estómago al descubierto y tenía tres juegos de hebillas de acero recorriendo la mitad de él. Las seis hebillas eran brillantes, casi decorativas, con diminutas cruces encajadas en las piezas cuadradas de plata.
El abundante pelo negro azulado se extendía más allá de la cintura, peinado hacia atrás en una gruesa trenza. El largo abrigo con capucha que llevaba, hecho de lo que parecía ser la piel de un solo lobo plateado, le caía por todo el cuerpo hasta los tobillos. Llevaba una ballesta en la mano, una espada en una cadera y un cuchillo en la otra. Asomaban flechas del carcaj que llevaba sobre el hombro, y bajando por el interior de la larga piel del lobo había pequeños lazos que contenían varias armas de hojas afiladas. Una pistolera baja, adornada con filas de diminutas puntas de flechas planas y afiladas, albergaba una pistola en su cadera.
Se detuvo por un momento, inspeccionando la escena.
– Estaos quietos -siseó, con enojo y autoridad en su voz suave.
A su orden, ambos lobos dejaron de luchar instantáneamente, esperando, con cuerpos temblorosos, los costados moviéndose pesadamente y las cabezas bajas para aliviar la terrible presión alrededor de las gargantas. La mujer se movió con fluida gracia, deslizándose sobre la superficie en vez de hundirse en la cama de nieve helada. Estudió las trampas, una multitud de ellas, con disgusto en sus oscuros ojos.
– Han hecho esto antes -regañó-. Te las he mostrado, pero estabas demasiado ansioso, buscando una comida fácil. Debería dejarte morir aquí en agonía. -Incluso mientras reprendía a los lobos, retiró un par de cutters de dentro de la piel del lobo y cortó los alambres, liberando a los animales. Enterró los dedos en el pelaje, sobre los profundos cortes en sus gargantas y colocó la palma de la mano sobre los tajos, canturreando suavemente. Una luz blanca ardió bajo la mano, resplandeciendo a través de la piel de los lobos.
– Esto debería haceros sentir mejor -dijo, el cariño se arrastró en su tono mientras rascaba las orejas de ambos lobos.
El alfa gruñó una advertencia y su compañera mostró los dientes, ambos miraban más allá de la mujer. Ella sonrió.
– Lo huelo. Es imposible no oler el nauseabundo hedor del vampiro.
Giró la cabeza y miró por encima del hombro al alto y poderoso macho que emergió del tronco torcido y nudoso de un gran abeto. El tronco estaba abierto, casi partido en dos, ennegrecido y pelado, las agujas en los miembros extendidos se marchitaban mientras el árbol expulsaba a la criatura venenosa de sus profundidades. Los carámbanos llovieron como pequeñas lanzas mientras las ramas tiritaban y se sacudían, temblando ante el contacto con una criatura tan asquerosa.
La mujer se levantó elegantemente, girándose para encarar a su enemigo, indicando por gestos a los lobos que se fundieran con el bosque.
– Veo que tienes que recurrir a poner trampas para conseguir sustento estos días, Cristofor. ¿Eres tan lento y nauseabundo que no puedes atraer a un humano para usarlo como alimento?
– ¡Asesina! -La voz del vampiro parecía oxidada, como si sus cuerdas vocales fueran raramente utilizadas-. Sabía que si atraía a tu manada hacia mí, vendrías.
La ceja de ella se disparó hacia arriba.
– Una bonita invitación entonces, Cristofor. Te recuerdo de los antiguos días, cuando eras un joven todavía considerado guapo. Te dejé en paz por consideración a los viejos tiempos, pero veo que anhelas el dulce alivio de la muerte. Bien, viejo amigo, que así sea.
– Dicen que no se te puede matar -dijo Cristofor-. La leyenda que obsesiona a todo vampiro. Nuestros líderes dicen que te dejemos en paz.
– ¿Tus líderes? ¿Os habéis unido entonces, os habéis juntado contra el Príncipe y su gente? ¿Por qué buscas la muerte cuando tienes un plan para gobernar todo los países? ¿El mundo? -Rió suavemente-. Me parece que eso es un deseo tonto, y mucho trabajo. En los viejos tiempos, simplemente vivíamos. Esos fueron días felices. ¿No los recuerdas?
Cristofor estudió el rostro perfecto.
– Me dijeron que fuiste reconstruida, una tira de carne cada vez, más la cara y el cuerpo son como eran en los viejos tiempos.
Ella se encogió de hombros, negándose a permitir las imágenes de aquellos años oscuros, el sufrimiento y el dolor… auténtica agonía… cuando su cuerpo se negaba a morir y yacía profundamente en la tierra, despojado de carne y abierto a los abundantes insectos que se arrastraban en la tierra. Mantuvo la cara serena, sonriendo, pero por dentro estaba inmóvil, enroscada, preparada para explotar a la acción.
– ¿Por qué no te unes a nosotros? Tienes más razones que cualquier otro para odiar al Príncipe.
– ¿Y unirme a los que me traicionaron y mutilaron? Creo que no. Emprendo la guerra donde se debe. -Flexionó los dedos dentro de los ceñidos guantes delgados-. Realmente no deberías haber tocado a mis lobos, Cristofor. Me has dejado poca elección.
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