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Poul Anderson - Punto decisivo

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Poul Anderson

Punto decisivo

—Por favor, mister, ¿podría darme una galleta para mi camelloterio?

No eran exactamente las palabras que cabía esperar en el instante en que la Historia cambiaba de curso y el Universo no podía volver a ser nunca lo que era. La suerte está echada; éste es el signo de la conquista: no podemos quedarnos sentados aquí por más tiempo; tenemos a esas verdades como evidentes en sí mismas; el navegante italiano ha arribado al Nuevo Mundo; ¡Dios mío, la cosa funciona! Ningún hombre dotado de imaginación puede recordar esas o parecidas frases sin que un escalofrío recorra su espina dorsal. Pero las palabras que la pequeña Mierna nos dirigió, en aquella isla a medio millar de años-luz de la Tierra…

La estrella estaba catalogada AGC 4256836, una enana K2 de Casiopea. Nuestra nave efectuaba un rutinario reconocimiento preliminar de aquella región, y había surgido bastante misteriosamente —¡con cuánta facilidad olvidan los terrestres que cada planeta es un mundo completo!—, aunque el hecho no tenía nada de extraordinario en este fantástico cosmos. Los Comerciantes habían anotado los lugares que valía la pena investigar a fondo; lo mismo habían hecho los Federales; las listas no eran idénticas.

Al cabo de un año, la nave y los hombres estaban igualmente agotados. Necesitábamos un descanso, pasar unas cuantas semanas reponiéndonos y recuperándonos antes de emprender el largo vuelo de regreso. Encontrar un lugar apropiado es todo un arte. Hay que visitar los soles cercanos que parecen más adecuados. Si se llega a un planeta cuyas características físicas generales son terrestroides, se comprueban los detalles biológicos —muy cuidadosamente, aunque el hecho de que la operación sea casi enteramente automática la hace bastante rápida— y se establece contacto con los autóctonos, si existen. Los primitivos tienen preferencia. Y no porque se teman posibles peligros militares, como algunos creen. Los Federales insisten en que los nativos no se opongan a que los extranjeros acampen en su territorio, en tanto que los Comerciantes no comprenden que alguien, civilizado o no, que no haya descubierto la energía atómica, pueda ser una amenaza. Lo que ocurre es que los primitivos son menos dados a formular preguntas complicadas y a convertirse en una molestia. Las tripulaciones espaciales agradecen que no se les hable de civilizaciones mecánicas.

Bueno, Joril parecía ideal. El segundo planeta de aquel sol, con más agua que la Tierra, ofrecía un clima templado por doquier. El bioquímico estaba convencido de que podríamos comer alimentos indígenas, y no parecía haber más gérmenes de los que el UX-2 podía manejar. Mares, bosques, prados, nos hacían sentir como en casa, y las incontables diferencias con la Tierra añadían encanto a la cosa. Los indígenas eran salvajes, es decir, dependían de la caza, la pesca y la agricultura para procurarse las subsistencias. De modo que supusimos que existían millares de pequeñas culturas y escogimos la que nos pareció más avanzada: y no es que la observación aérea indicara mucha diferencia.

Aquella gente vivía en aldeas limpias y exquisitamente decoradas a lo largo del litoral occidental del mayor de los continentes, con bosques y colinas detrás de ellos. El contacto se estableció fácilmente. Nuestros semánticos tropezaron con muchas dificultades en lo que respecta a su idioma, pero los aldeanos no tardaron en entender el inglés. Su hospitalidad era de lo más cordial siempre que recurríamos a ella, pero permanecían alejados de nuestro campamento a menos que les invitáramos de un modo explícito. Nos instalamos con un profundo suspiro de felicidad.

Pero desde el primer momento hubo ciertos síntomas alarmantes. Aún admitiendo que tenían gargantas y paladares humanoides, no esperábamos que los indígenas hablaran un inglés sin acento en un par de semanas. Todos ellos. Y era evidente que lo hubieran aprendido con más rapidez, si se lo hubiésemos enseñado de un modo sistemático. De acuerdo con la costumbre, bautizamos al planeta con el nombre de Joril, después de averiguar que era la palabra local que correspondía a tierra… para descubrir más tarde que Joril significaba Tierra, con mayúscula, y que aquella gente poseía una excelente astronomía heliocéntrica. Aunque eran demasiado corteses para acosarnos a preguntas, no se limitaban a aceptarnos como algo inexplicable; la curiosidad ardía en ellos, y no tardarían en decidirse a interrogarnos.

Una vez superado el ajetreo inicial y remansadas nuestras impresiones, llegamos a la conclusión de que habíamos caído en un sitio que valía la pena estudiar más a fondo. En primer lugar, necesitábamos examinar algunas otras zonas para asegurarnos de que aquella cultura Dannicar no era un fenómeno aislado. Después de todo, los Mayas neolíticos habían sido buenos astrónomos; y los hierroagrícolas griegos habían desarrollado una filosofía de alto nivel. Estudiando los mapas que habíamos trazado mientras estábamos en órbita, el capitán Barlow escogió una gran isla que se encontraba a unos 700 kilómetros al Oeste. Preparamos un bote espacial que debían tripular cinco hombres.

Piloto: Jacques Lejeune. Mecánico: yo. Representante militécnico federal: comandante Ernest Baldinger, de la Fuerza Espacial del Gobierno Solar. Representante civil del Gobierno: Walter Vaughan. Agente comercial: Don Haraszthy. Este último y Vaughan eran los jefes, en tanto que los demás debíamos ocuparnos de las múltiples tareas planetográficas.

Emprendimos el vuelo inmediatamente después de la salida del sol, de modo que teníamos ante nosotros dieciocho horas de luz diurna. Recuerdo lo bello que era el mar debajo de nosotros, semejante a una enorme bola de metal, plateada en los lugares bañados por el sol, cobalto y verde cobre más allá. Luego apareció la isla, cubierta de espesos bosques, con inmensas manchas de vegetación carmesí. Lejeune escogió como lugar de aterrizaje un claro del bosque, a unos dos kilómetros de una aldea que se alzaba junto a una amplia bahía. El aterrizaje fue perfecto. Lejeune es un piloto excelente.

—Bueno… —Haraszthy irguió sus dos metros de estatura y se desperezó hasta que todas sus articulaciones crujieron. Su peso era el que correspondía a su estatura, y su rostro aquilino conservaba las huellas de antiguas batallas. La mayoría de Comerciantes son rudos y pragmáticos extravertidos; tienen que serlo del mismo modo que los representantes civiles tienen que ser lo contrario. Aunque ello provoca conflictos—. Vamos para allá.

—No tan aprisa —dijo Vaughan: un joven delgado, con una mirada incisiva—. Esa tribu no ha oído hablar nunca de los seres de nuestra especie. Si se han dado cuenta de nuestro aterrizaje, pueden estar asustados.

—Razón de más para que vayamos a sacarles de su error —dijo Haraszthy, encogiéndose de hombros.

—¿Todos nosotros? ¿Habla usted en serio? —preguntó el comandante Baldinger. Reflexionó un poco—. Sí, supongo que sí. Pero el responsable soy yo, Lejeune y Cathcart se quedarán aquí. Los demás iremos a la aldea.

—¿Por qué tengo que quedarme? —protestó Vaughan.

—¿Conoce usted alguna solución mejor? —preguntó Haraszthy.

—En realidad…

Pero nadie le escuchó. El gobierno actúa de acuerdo con teorías preestablecidas, y Vaughan era demasiado novato en el Servicio de Reconocimiento para comprender cuán a menudo hay que prescindir de las teorías. Estábamos impacientes por salir al exterior, y yo lamentaba no formar parte de la expedición que iría a la aldea. Desde luego, alguien tenía que quedarse, dispuesto a reclamar ayuda si se presentaban dificultades graves.

El claro estaba cubierto por una hierba muy alta y la brisa olía exclusivamente a canela. Los árboles se erguían contra un cielo intensamente azul; la rojiza luz del sol se derramaba a través de flores silvestres de tonos púrpura y de insectos voladores de color bronce. Saboreé la perfumada brisa antes de unirme a Lejeune para comprobar que todos los aparatos del bote estaban en orden. Todos íbamos ligeramente vestidos; Baldinger llevaba un rifle desintegrador, y Haraszthy una emisora portátil con la potencia suficiente para establecer contacto con Dannicar, pero lo mismo el rifle que la emisora parecían ridículamente inadecuados.

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