Poul Anderson
Tiempo de fuego
Es una cosa temible caer en manos de un hombre completamente justo.
Su imagen había sido suficientemente escalofriante en el tribunal. Ahora éramos convocados a su presencia. Anochecía cuando descendimos del aparato, con un azul grisáceo a nuestro alrededor, que convertía en negro la línea en donde la ladera de la montaña se alzaba del valle, estando todavía su cumbre rodeada de un violeta punteado por las primeras estrellas. Un satélite guardián se precipitaba entre ellas, entrando en la sombra de la Tierra y desvaneciéndose como si el tenue viento frío que soplaba sobre nosotros lo hubiera apagado. Allí manaba un aroma de glaciares y distancias.
La casa estaba construida en piedra del planeta, enorme, integrada en el paisaje. Pocos hombres en el planeta madre del ser humano podían afrontar aquella vida solitaria. El presidente del Tribunal la gobernaba. Una luz en un soporte de bronce iluminaba una puerta de roble con marco de hierro. Nuestro piloto nos señaló en esa dirección. Todo su cuerpo indicaba que era mejor no hacer esperar a Daniel Espina.
Aunque mi corazón palpitaba en exceso, caminamos ordenadamente. La puerta se abrió para mostrarnos a un servidor, vivo e inhumano.
—Buenas tardes —dijo el ser—. Síganme ustedes, por favor.
Le seguimos por un corredor recubierto de madera oscura, hasta una habitación destinada quizás a encuentros como aquel.
Era amplia y de techo alto, llena de antigüedades y de silencio. La alfombra amortiguaba nuestras pisadas. Habían sillas y un sofá de piel, tras de una mesa de teca y marfil. Un reloj de péndulo de hacía siglos marcaba el tiempo encarado a un búho tallado en mármol. Las estanterías delineaban las paredes, soportando centenares de libros, entre los que abundaban los códices. Una mesilla con una moderna consola de comunicaciones, consulta de datos, computación, grabación, proyección, impresión y disposición, parecía también estar integrada en el lugar.
El extremo más apartado de la entrada era transparente. A través de él se veían la montaña, el bosque y el valle ya en tinieblas, remotas cumbres nevadas y más estrellas a cada minuto. Ante el, en su sillón móvil, estaba Espina. Como siempre, iba vestido descuidadamente de negro, y no mostraba más que su cabeza y sus manos esqueléticas. Una mirada suya nos detuvo.
Y entonces dijo, átona pero tranquilamente, como si fuéramos invitados y no criminales a los que debía sentenciar.
—Buenas noches. Por favor, siéntese.
Cada uno de nosotros nos sentamos en una de las sillas que había enfrente suyo.
—Creo que el inglés será el lenguaje más conveniente, ¿no?
Pensé que la pregunta era puramente retórica. ¿Cómo podía desconocer la respuesta? Para enmascarar el silencio, repliqué.
—Sí, su señoría. Recuerde… en Ishtar ha sido el lenguaje humano más común durante mucho tiempo. La mayoría de los residentes permanentes no se defendían bien ni con el español, por carecer de práctica. Lo que pasó fue que el personal de la base original era principalmente angloparlante y estuvieron aislados desde entonces.
—Hasta hace poco —dijo, atajando mi loco discurso. Dik, marcaba el reloj. Dik, Dik.
Pasado un minuto, Espina se estiró levemente y dijo: —Bien, ¿quién prefiere café o quién té? Mascullamos nuestras preferencias. Hizo una seña a su criado y le dio el encargo. Mientras éste abandonaba la estancia, cogió una caja plateada, puso un cigarrillo entre sus dedos amarillentos y lo inhaló mientras lo encendía.
—Fumen si lo desean —invitó, ni hostil ni cordial, informándonos meramente que no le importaba.
No hicimos ningún movimiento. Su mirada era como el viento alpino.
—Ustedes se están preguntando por qué les he llamado aquí —dijo por fin—. ¿No es esto muy irregular? Y si un juez tiene la necesidad de entrevistar a los prisioneros confidencialmente. ¿Por qué obligar a sus cuerpos a recorrer medio mundo?
Llenó sus pulmones de humo y lo expulsó de nuevo para velar su rostro faraónico.
—Respecto del segundo punto —prosiguió—, el holograma me salva de un viaje que no deseo hacer. Pero no tiene nada que ver con la vida carnal —observó su mano— que a ustedes aún les queda en abundancia. Tenerlos a ustedes aquí, en mi presencia, no es lo mismo que un confrontamiento entre nuestras sombras coloreadas. Desearía que más oficiales entendieran la diferencia.
La tos le sacudió. Había visto grabaciones de sus decisiones históricas y discursos. Ninguna de tales impresiones de mortalidad habían sido mostradas. ¿Había acaso instruido a los computadores 3V para microretrasar y revisar sus transmisiones? Esa era la práctica política generalizada, naturalmente, junto con otros embellecedores. Pero el Tribuno Espina siempre había atacado cualquier suavizamiento, ¿no?
Exhaló el aire, respiró de nuevo su veneno y continuó:
—Y en cuanto al primer punto, en mi oficina no hay acciones regulares. Cada caso es un fenómeno diferente. Piensen —dijo para nuestro asombro—. La mía es la última instancia de las cosas que no caen bajo una sola jurisdicción. Por tanto, los precedentes exactos nunca existen. No sólo el sistema legal puede contener contradicciones, sino también la filosofía. —Continuó hablando con desprecio —. «Humanidad» es una palabra con tanto significado como «Phlogiston». Díganme, si son capaces, qué tienen en común en esta presuntamente unificada Federación Mundial un próspero ingeniero japonés, un jefe de banda de un suburbio Norteamericano, un místico ruso y un campesino de Africa. Además, cada vez más cantidad de nuestros negocios y trabajos tienen su origen completamente fuera de la Tierra —su voz cayó— en un maldito y peculiar universo.
Nuestras miradas siguieron la suya. Pulsó un control de su sillón, y las luces interiores disminuyeron, permitiendo ver la noche que caía rápidamente.
Las estrellas poblaban la negrura, casi tan brillantes y numerosas como en el espacio. El cinturón galáctico cruzaba el horizonte; recordé que en Haelen lo llamaban la Vía Invernal. Al sur, Sagitario lucía a través de ella. Allí vi, y creí que había descubierto, las manchas de luz que inundan, fuera de la visión de la Tierra, la estrella triple llamada Anubelea. Cerca, el rastro de luz quedaba oculto por el polvo oscuro. En todas partes, invisibles para nosotros, nacían nuevos mundos, mundos vivos, con cuerpos y espíritus distintos a los nuestros, y pasaban por delante nuestro vertederos de neutrones incinerados, y esos pozos de extrañeza que los hombres llaman agujeros negros, y galaxia tras galaxia alrededor de la curva de la realidad. Y la pregunta, incontestada e informulable, de dónde vinieron y adonde retornarán y por qué.
La seca pronunciación de Espina me volvió a la realidad.
—He estudiado, en profundidad, todo lo referente a ustedes que hay en los archivos, así como he oído los testimonios. Mis instruidos colegas deploran el tiempo que he gastado. Me recuerdan los problemas que consideran más urgentes, especialmente ahora que estamos en guerra. El motín fue un asunto muy pequeño, dicen, y obviamente, no tuvo efectos importantes. Los defensores no han negado los cargos. Castiguémoslos y pasemos a otra cosa. «Sin embargo, he persistido. Sin duda, puedo tener a mi alcance cualquier hecho relacionado con ustedes, y una buena cantidad de detalles adicionales. —Hizo una pausa antes de finalizar.
»Sí, mucha información sobre pocos. Pero ¿cuánto hay de verdad en ella?»
Me arriesgué a tomar la palabra:
—Señor. Si se refiere a los aspectos morales, la justificación; pedimos una oportunidad para explicarnos y nos fue denegada.
Su exasperación crujió:
—Ciertamente. ¿Se cree que un tribunal que maneja problemas interculturales, a menudo interespecíficos, podría tener la más mínima eficacia si permitiera escenas emocionales en las declaraciones preliminares?