Arkadi y Boris Strugatski
DECIDIDAMENTE TAL VEZ
Manuscrito descubierto en circunstancias inusuales
Título original: Za milliard let do kontsa sveta
Traducción: Franco Marcelo
© 1976 by Arkadi y Boris Strugatski
© 1978 Grupo Editor de Buenos Aires
José E. Uriburu 578 — Buenos Aires
Edición digital: urijenny
Revisión: Sadrac
EXTRACTO 1…el blanco calor de julio, el más intenso que hubiese habido en doscientos años, engolfaba a la ciudad. El aire temblaba sobre los techos al rojo. Todas las ventanas de la ciudad se hallaban abiertas de par en par, y a la tenue sombra de árboles marchitos las ancianas sudaban y se derretían en bancos, cerca de las puertas de los patios.
El sol avanzó más allá del meridiano y hundió sus zarpas en las sufridas encuadernaciones de los libros, y en el vidrio y la madera lustrada de las bibliotecas; furiosos retazos calientes de luz refleja se estremecían en el empapelado. Ya era casi la hora del asedio de la tarde, de que el sol colérico pendiese, inmóvil, en el cielo, sobre la casa de doce pisos del otro lado de la calle, y disparase interminables ráfagas de calor al departamento.
Maliánov cerró la ventana — los dos marcos— y corrió las pesadas cortinas amarillas. Luego, subiéndose los calzoncillos, se dirigió, descalzo, a la cocina y abrió la puerta del balcón. Eran apenas las dos pasadas.
En la mesa de la cocina, entre las migas de pan, se veía una naturaleza muerta compuesta de una sartén con los restos secos de una omelet, un vaso de té sin terminar y un trozo de pan roído, untado con manteca que rezumaba. El fregadero desbordaba de platos sin lavar… hacía mucho tiempo que no se lavaban los platos.
Crujieron las tablas del piso y Kaliam apareció de la nada, irritado por el calor. Miró a Maliánov con sus ojos verdes, y abrió y cerró la boca en silencio. Luego, moviendo la cola, fue hacia su plato, bajo el horno. En el plato no había nada, aparte de unos huesos de pescado pelados.
— Tienes hambre — dijo Maliánov, desdichado.
Kaliam respondió enseguida en una forma que quería decir bueno, sí, no me vendría mal comer alguna cosita.
— Esta mañana comiste — dijo Maliánov, acuclillándose delante de la refrigeradora—. O no, no es cierto. Te alimenté ayer por la mañana.
Sacó el cacharro de Kaliam y lo examinó… había un par de restos, y una espina de pescado pegada a un costado. Y en la refrigeradora misma, ni siquiera eso. Una caja vacía, que había contenido un poco de queso Yantar, un frasco de aspecto horrible con residuos de kéfir, y una botella de vino llena de té helado. En el recipiente de las verduras, entre las cáscaras de cebolla, un trozo arrugado de col, del tamaño de un puño, se pudría junto a una papa brotada, que languidecía, olvidada. Maliánov miró en el congelador: un trocito minúsculo de tocino, en un plato, se disponía a pasar el invierno en medio de las montañas de escarcha. Y eso era todo.
Kaliam ronroneaba y frotaba los bigotes en la rodilla desnuda de Maliánov. Este cerró la refrigeradora y se irguió.
— Está bien — dijo a Kaliam—. De cualquier modo, ahora todo está cerrado, han ido a almorzar.
Es claro que podía ir al bulevar Moscú, donde la tienda volvía a abrir después del almuerzo, a las dos. Pero allí siempre había colas, y quedaba demasiado lejos para ir con ese calor. ¡Y además, qué ridícula resultó ser la integral! Bueno, está bien, digamos que es la constante… no depende de omega. Está claro que no. Maliánov imaginó la esfera y vio la integración viajando sobre toda la superficie. Desde la nada, la fórmula de Zhukovski le saltó en la cabeza. Así, sin más. Maliánov la ahuyentó, pero la fórmula volvió. Probemos con la representación conformal, pensó.
El teléfono volvió a sonar, y Maliánov se encontró de nuevo en la sala, para su gran sorpresa. Maldijo, se dejó caer en la otomana y tendió la mano hacia el teléfono.
—¿Sí?
—¿Vitia? — preguntó una enérgica voz femenina.
—¿Con qué número quiere hablar?
—¿No es Inturist?
— No, es un departamento particular.
Maliánov colgó y permaneció inmóvil un rato, sintiendo la mordedura de la manta contra el costado desnudo, y comenzando a chorrear sudor. La pantalla amarilla relucía, llenando el cuarto de una desagradable luz amarilla. El aire era como gelatina. Debía trasladarse a la habitación de Bóbchik, eso. Ese cuarto era un baño de vapor. Miró su escritorio, cubierto de papeles y libros. Había seis volúmenes nada más que de Valdímir Ivánovich Smirnov. Y todos los papeles dispersos en el suelo. Se estremeció ante la idea de tener que moverse. Espera un minuto, hace un instante pesqué algo. Maldita, tú y tu estúpido Inturist, pedazo de zoquete. Veamos, me encontraba en la cocina y terminé aquí. ¡Ah, sí! ¡La representación conformal! Una idea estúpida. Pero supongo que habrá que examinarla.
Se levantó de la cama con un gruñido bajo, y el teléfono volvió a sonar.
— Idiota — le dijo al teléfono, y tomó el receptor—. ¿Hola?
—¿Es la estación? ¿Quién habla? ¿Es la estación?
Maliánov colgó y disco el número del servicio de reparaciones.
—¿Hola? Mi número es nueve-tres-nueve-ocho-cero-siete. Escuche, ya los llamé ayer por la noche. No puedo trabajar, a cada rato recibo llamados a números equivocados.
—¿Cuál es su número? — preguntó una malévola voz femenina.
— Nueve-tres-nueve-ocho-cero-siete. Recibo llamados para Inturist y para la estación y…
— Cuelgue. Lo examinaremos.
— Por favor — dijo Maliánov al tono de discar.
Luego se encaminó hacia el escritorio, se sentó y tomó la pluma. Ahá, ¿dónde vi esa integral? Una cosita tan pulcra, simétrica por todos los costados… ¿dónde la vi? ¡Y ni siquiera una constante, un simple y viejo cero! Bueno, está bien. Dejémosla en la retaguardia. No me gusta dejar nada atrás, es tan desagradable como una muela cariada.
Se dedicó a repasar los cálculos de la noche anterior, y de pronto se sintió bien. ¡Era muy inteligente, por Dios! ¡Ese Maliánov! ¡Qué cabeza! Por fin estás llegando. Y hermano, se ve muy bien. Esa no era una rutinaria «figura de los pivotes en un gran instrumento de tránsito»; ¡era algo que nadie había hecho hasta entonces! Toco madera. Esta integral. ¡Maldita sea la integral, adelante a toda marcha!
Hubo un timbrazo. El timbre de la puerta. Kaliam bajó de la cama de un salto y corrió al vestíbulo con la cola en el aire. Maliánov dejó la pluma con cuidado.
— Están trabajando con todos los efectivos — dijo.
Kaliam describió impacientes círculos en el vestíbulo, metiéndose entre los pies.
—¡Ka-al-liam! — dijo Maliánov con tono contenido pero amenazador—. ¡Vete de aquí, Kaliam!
Abrió la puerta. Al otro lado había un hombre desaseado, sin afeitar y sudoroso; llevaba una chaqueta de color indefinido, que le quedaba demasiado chica. Echado hacia atrás para sostener la enorme caja de cartón que acarreaba, mascullando algo incomprensible, marchó hacia Maliánov.
— Usted, este… — masculló Maliánov, apartándose.
El sujeto astroso ya había entrado en el vestíbulo. Miró a la derecha, hacia la habitación, y dobló con decisión a la izquierda, a la cocina, dejando polvorientas huellas blancas, con los pies, en el linóleo.
— Este, espere un… — murmuró Maliánov, pisándole los talones.
El hombre depositó la caja en un banquito y sacó del bolsillo un manojo de recibos.
—¿Usted es de la Comisión de Inquilinos, o qué? —Quién sabe por qué, Maliánov pensó que tal vez había llegado por fin el plomero para arreglar la pileta del cuarto de baño.
— De la tienda de comestibles — dijo el hombre con voz ronca, y le entregó dos recibos unidos con un alfiler—. Firme aquí.