Arkadi Bábchenko - La guerra más cruel
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- Libro:La guerra más cruel
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2006
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La guerra más cruel: resumen, descripción y anotación
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La guerra más cruel — leer online gratis el libro completo
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La guerra más cruel es un impactante libro sobre la reciente guerra de Chechenia. El título original, Alkhan-Yurt, hace referencia a la matanza efectuada por tropas rusas, bajo el mando del general Vladimir Shamánov, en dicha localidad Chechena en diciembre de 1999.
Bábchenko participó como soldado de reemplazo durante la guerra de Chechenia en 1996 y como voluntario en la segunda que comenzó tres años más tarde. El relato de su experiencia resulta impresionante y no puede ser más crítico con el gobierno y el ejército rusos. En sus meses de instrucción, antes de ser enviados al frente, los reclutas son sometidos a toda clase de humillaciones por los soldados veteranos y los mandos del ejército. Allí impera la llamada «dedovschina», un equivalente a lo bestia de lo que aquí conocemos como novatadas. Los soldados reciben continuas palizas de los veteranos, que se hacen extensivas a todos los militares de cualquier graduación por parte de sus superiores. Además, entre todos los estamentos militares las borracheras son continuas y la corrupción absoluta. Hay una completa falta de control sobre las armas y los hombres. Las deserciones son abundantes y los soldados trafican vendiendo munición, incluso al enemigo, para conseguir comida, vodka o marihuana. Los soldados pasan en algunos momentos tanta hambre que llegan a comer carne de perro o pasta de dientes con sabor a fresa. Todo el que puede pagar el correspondiente soborno se libra de ir al frente, y los militares hacen negocio con una guerra en la que mueren sobre todo jóvenes reclutas que ni siquiera saben para qué han sido enviados al frente.
Arkadi Bábchenko volvió, pero convertido en una persona distinta. La necesidad de superar aquel horror sin caer en la locura se tradujo en dejar testimonio de lo sucedido en una serie de relatos duros, amargos, crueles. Con una sensibilidad literaria extraordinaria —a la que sectores de la crítica han calificado como lo mejor de la literatura rusa contemporánea—, Arkadi Bábchenko reúne en este volumen una serie de relatos sobre su experiencia en la guerra de Chechenia. De ese trágico descenso a los infiernos surgió un escritor cuyo primer libro se sitúa ya en la tradición de Sin novedad en el frente de Erich Maria Remarque o Trampa 22 de Joseph Heller.
Arkadi Bábchenko
ePub r1.2
Titivillus 06.11.2017
Título original: Alkhan-Yurt
Arkadi Bábchenko, 2006
Traducción: Joaquín Fernández-Valdés Roig-Gironella
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
La brigada de la montaña
Sólo quien ha combatido en las montañas puede hacerse una idea de lo jodidas que son. Todo lo que necesitas para vivir tienes que llevarlo a cuestas: si te hace falta comida, llenas tu mochila de rancho seco para cinco días y dejas todo lo que no sea imprescindible; si necesitas municiones, cartuchos y granadas, los repartes por todos tus bolsillos, los embutes en la mochila y en la cartuchera, y te los cuelgas del cinturón. Cuando caminas, te molestan horrores: te rozan las ingles y los riñones, y su peso te oprime el cuello… Cargas tu lanzagranadas AGS sobre el hombro derecho y, sobre el izquierdo, cargas el de tu compañero Andriuja Volozhanin, que no puede con él porque está herido. Sobre el pecho te cruzas dos correas con granadas, como hacía el marinero Zhelezniak en las películas sobre la revolución. Si te queda una mano libre, llevas en ella un «caracol», la caja para las correas. Además de todo esto, tienes que cargar con las cosas imprescindibles para la vida del pelotón: la tienda de campaña, las estacas, las hachas, la sierra, las palas… Y también con las que lo son para ti: el arma, el capote, la manta, el saco de dormir, la fiambrera, unos treinta paquetes de cigarrillos, una muda, peales, etcétera. Al final, resulta que llevas encima setenta kilos. Cuando das el primer paso y empiezas a subir la montaña, te das cuenta de que no vas a poder avanzar, ni aunque te fusilen. Pero das el segundo, y luego el tercero, y empiezas a trepar y a arrastrarte como puedes. De pronto resbalas, te caes, pero sigues trepando y agarrándote con los dientes y las entrañas a todo lo que alcanzas: arbustos, pequeñas ramas… Aturdido y sin pensar en nada, sigues avanzando, concentrándote sólo en el siguiente paso, en dar un paso más.
Cerca de ti se arrastra el pelotón antitanque. Ellos lo tienen aún peor: nuestros AGS pesan dieciocho kilos, mientras que sus cohetes dirigibles PTUR pesan cuarenta y dos. Mientras subimos, el gordo de Andriuja, a quien todo el mundo llama Culograsa por su constitución y su carácter alegre, gimotea.
—Jefe, ¿por qué no nos deshacemos de uno de los PTUR? ¡Aunque sólo sea de uno!
Y el jefe del pelotón, un teniente que cumple el servicio militar, le contesta con lágrimas en los ojos, debido al esfuerzo.
—Pero Andriuja, ¿de qué les servimos sin los PTUR? Dime, ¿de qué? Nuestra infantería la está palmando allá arriba.
Sí, allá arriba nuestra infantería muere, y nosotros nos arrastramos hacia ellos. Aullamos por el esfuerzo y el dolor, pero seguimos avanzando…
Cuando llegamos, relevamos a los chavales de la brigada de asalto de Buinaksk. Vivían en la saklia de un pastor, una pequeña choza de barro. A nosotros, que habíamos estado en aquellos pisos tan elegantes de Grozni, con sus sillones de piel y espejos en los techos, aquel cobertizo nos pareció miserable: paredes de barro, suelo de tierra, una pequeña ventana que apenas daba luz… Pero para ellos ésta era la primera vivienda de verdad, tras largas noches durmiendo en fosos y en nidos de ratas. Llevaban siete meses, día tras día, escalando montañas, echando a los chej de las cimas y durmiendo donde caían, y cuando se despertaban, tenían que seguir escalando… Se parecían ya a los chej: barbudos, sin asear, enfundados en mugrientos capotes, brutalizados y maldiciendo todo cuanto existía. Nos miraron con odio; nuestra llegada significaba el fin de su breve dicha, tenían que abandonar su «palacio» y partir de nuevo a las montañas. Les quedaba por delante una marcha de nueve horas y, después, el asalto de algún cerro de importancia estratégica. Sin embargo, hablaban de ello con alegría; nueve horas no era nada, normalmente la travesía duraba uno o dos días. Fue entonces cuando lo comprendimos: nuestro suplicio había sido un camino de rosas en comparación con lo que ellos habían llegado a sufrir.
Se marcharon. Les seguimos con la mirada y sentimos pavor: pronto tendríamos que ir tras ellos. Las alturas nos estaban esperando.
El río Argún
El primero de mayo, mi pelotón se trasladó a las afueras de Shatói. Nuestra misión era custodiar el puente que cruza el río Argún. Como no teníamos agua, la cogíamos de allí: era sulfurosa, tenía el color del cemento y apestaba a huevo podrido, pero nos la bebíamos, tranquilizándonos con la idea de que el azufre es bueno para los riñones. El río era para nosotros lo que un manantial para un beduino: en él nos aseábamos, bebíamos, y con su agua cocinábamos. En aquella región no había guerrilleros, así que nuestra vida discurría plácidamente. Por las mañanas bajábamos a la orilla como bañistas, con los torsos desnudos y con unas toallas floreadas al hombro. Nos lavábamos, chapoteábamos como niños, nos echábamos sobre las piedras y nos bronceábamos, poniendo nuestras pálidas barrigas al sol brillante de invierno.
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