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Siddhartha Mukherjee - El gen

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Siddhartha Mukherjee El gen

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«Abhed»»

Genio y figura, hasta la sepultura.

Dicho español

Soy el rostro de la familia:

la carne perece, yo sigo viviendo,

transmitiendo rasgos y rastros

de tiempo en tiempo,

y salto de aquí allá

por encima del olvido.

THOMAS HARDY, «Heredity»

El día anterior a la visita que hice a Moni, mi padre y yo nos dimos una vuelta por Calcuta. Empezamos cerca de la estación Sealdah, donde, en 1946, mi abuela había descendido del tren de Barisal con cinco niños y cuatro baúles metálicos que arrastraban entre todos. Desde la salida de la estación recorrimos sus pasos; anduvimos por la calle Prafulla Chandra, pasamos por el animado y húmedo mercado, con sus puestos al aire libre de pescado y de verduras a la izquierda, y su estanque con jacintos de agua a la derecha, y luego torcimos a la izquierda en dirección a la ciudad.

La calle se estrechaba y la multitud se espesaba. A ambos lados de la vía, los grandes apartamentos se dividían en dos por efecto de un furioso proceso biológico (una habitación dividida en dos, luego en cuatro y después en ocho). Las calles se reticulaban y el cielo desaparecía de la vista. Se oían ruidos de cacerolas y el aire se saturaba del olor mineral del carbón. Tras pasar por delante de una farmacia, accedimos al lugar donde comenzaba la carretera de Hayat Khan y nos encaminamos hacia la casa que mi padre y su familia habían ocupado. El montón de basura seguía allí proporcionando alimento a una población multigeneracional de perros asilvestrados. La puerta de entrada se abría a un pequeño patio. En las escaleras que daban a la cocina había una mujer tratando de cortar un coco con una guadaña.

—¿Es usted la hija de Bibbhuti? —le preguntó directamente mi padre en bengalí. Bibbhuti Mukhopadhyay había sido el dueño de la casa, y se la había alquilado a mi abuela. Ya no vivía, pero mi padre recordaba a sus dos hijos, un niño y una niña.

La mujer miró a mi padre con recelo. Él ya había cruzado el umbral y subido a la veranda, que se hallaba a pocos metros de la cocina. «¿Vive aún aquí la familia de Bibbhuti?» Hacía las preguntas sin antes presentarse formalmente. Noté un cambio deliberado en su acento —el siseo mitigado de las consonantes en sus palabras, la «chh» dental del bengalí occidental suavizada por la «ss» silbante del oriental— para comprobar las identidades de sus interlocutores. Para detectar sus simpatías, para confirmar sus lealtades.

—No, yo soy la nuera de su hermano —respondió la mujer—. Hemos vivido aquí desde que murió el hijo de Bibbhuti.

Es difícil describir lo que sucedió a continuación, excepto que fue un momento que se vive únicamente en las historias de refugiados. Un fino hilo de entendimiento los unió. La mujer reconoció a mi padre; no al hombre real, al que nunca había visto, sino la «forma» del hombre, la de alguien que regresa a casa. En Calcuta —en Berlín, Peshawar, Delhi, Dacca— hombres como este se dejan caer todos los días en alguna casa; surgen inesperadamente de las calles y entran sin avisar en las casas, cruzando umbrales de su pasado.

Las maneras de aquella mujer se suavizaron.

—¿Son ustedes de la familia que tiempo atrás vivió aquí? ¿No había muchos hermanos? —preguntó directa, como si hubiésemos retrasado largo tiempo nuestra visita.

Su hijo, de unos doce años, se asomaba a la ventana de la planta superior con un libro de texto en la mano. Yo conocía esa ventana. Jagu se había enrocado allí durante años, y por ella miraba sin parar al patio.

—No pasa nada —le dijo su madre moviendo las manos. Él se metió dentro, y ella se volvió hacia mi padre—. Suba si quiere. Puede echar un vistazo, pero deje los zapatos en el hueco de la escalera.

Me quité las zapatillas deportivas, y las plantas de mis pies enseguida intimaron con el suelo, como si hubiese vivido siempre allí.

Mi padre anduvo conmigo por la casa. Era más pequeña de lo que me había imaginado —como inevitablemente lo son los sitios que la memoria reconstruye—, pero también más aburrida y grisácea. Los recuerdos mejoran el pasado; es la realidad la que falla. Subimos por una escalera estrecha hasta llegar a un par de pequeñas habitaciones. Los cuatro hermanos menores, Rajesh, Nakula, Jagu y mi padre, habían compartido una de esas habitaciones. El mayor, Ratan —padre de Moni—, y mi abuela habían compartido la habitación adyacente, pero a medida que la mente de Jagu iba degenerando, ella mandó a Ratan con sus hermanos y se quedó con Jagu. Jagu no volvería a salir de esa habitación.

Subimos a la azotea. Al fin pudimos ver gran parte del cielo. Ya estaba anocheciendo, y tan rápidamente que casi se podía apreciar la curvatura de la Tierra arqueándose con la puesta de sol. Mi padre miraba las luces de la estación. Un tren silbó a lo lejos como un pájaro solitario. Sabía que yo estaba escribiendo sobre la herencia.

—Genes —dijo con el ceño fruncido.

—¿Existe una palabra en bengalí? —le pregunté.

Buscó en su léxico interno. No había ninguna palabra, pero tal vez podría encontrar un equivalente.

Abhed —propuso. Yo nunca le había oído usar ese vocablo. Significa «indivisible» o «impenetrable», pero también se utiliza libremente con el significado de «identidad». La elección me maravilló; era una caja de resonancia de una palabra. Mendel o Bateson habrían quedado admirados de sus muchas resonancias: «indivisible», «impenetrable», «inseparable», «identidad».

Le pregunté a mi padre qué pensaba de Moni, Rajesh y Jagu.

Abheder dosh —dijo.

Una imperfección en la identidad, una enfermedad genética, una mancha que no se puede separar del yo; la misma frase abarcaba todos esos sentidos. Y los había conciliado con la indivisibilidad.

A pesar de todas las discusiones que hubo a finales de los años veinte sobre la relación entre los genes y la identidad, el gen parecía poseer escasa identidad propia. Si a un científico se le preguntaba de qué estaba hecho un gen, de qué manera cumplía su función o en qué lugar de la célula residía, la respuesta era poco satisfactoria. Aunque se estaba utilizando la genética para justificar cambios radicales en la ley y la sociedad, el gen seguía siendo una entidad enteramente abstracta, un fantasma al acecho en la máquina biológica.

Esta caja negra de la genética la abrió, casi accidentalmente, un científico improbable que estudiaba un organismo improbable. En 1907, cuando William Bateson visitó Estados Unidos para dar unas charlas sobre el descubrimiento de Mendel, se detuvo en Nueva York para conocer al biólogo celular Thomas Hunt Morgan.

Ruidoso, activo, obsesivo y excéntrico —con una mente que, dando vueltas como un derviche, continuamente pasaba de una cuestión científica a otra—, Thomas Morgan era profesor de zoología en la Universidad de Columbia. Le interesaba sobre todo la embriología. Al principio, ni siquiera quería saber si las unidades de la herencia existían, o cómo y dónde se almacenaban. El objeto principal de su interés era el desarrollo de los organismos, cómo se forma un organismo a partir de una sola célula.

Morgan se había opuesto inicialmente a la teoría de la herencia de Mendel argumentando que era poco probable que la compleja información embriológica pudiera estar almacenada en unidades discretas dentro de la célula (de ahí que Bateson lo llamara «borrico»). Pero, finalmente, las pruebas de Bateson lo convencieron; era difícil argumentar contra el «bulldog de Mendel», que había llegado armado de gráficos y datos. Pero, aunque llegó a aceptar la existencia de los genes, se quedó perplejo en cuanto a su forma material. Como dijo una vez el científico Arthur Kornberg, «los biólogos celulares miran, los genetistas cuentan y los bioquímicos limpian».

Pero, ¿en qué lugar de las células se encontrarían los genes? Intuitivamente, los biólogos siempre habían supuesto que el mejor sitio para visualizar un gen sería el embrión. En la década de 1890, un embriólogo alemán que trabajaba con erizos de mar en Nápoles, Theodor Boveri, había propuesto que los genes residían en los cromosomas, unos cuerpos filiformes que podían teñirse de azul con anilina y que se encontraban, enrollados como resortes, en el núcleo de las células (la palabra «cromosoma» la acuñó Wilhelm von Waldeyer-Hartz, un colega de Boveri).

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