(Izquierda y derecha): © David Jacobs.
INTRODUCCIÓN
Manos a la obra
Jennifer Doudna no era capaz de conciliar el sueño. Berkeley, la institución universitaria de la que se había convertido en una superestrella gracias al papel que había desempeñado en la invención de la técnica de edición genética conocida como CRISPR, había echado el cierre al campus debido
Doudna recuerda que fue en aquel momento cuando comprendió que el mundo que la rodeaba, así como el mundo de la ciencia, había cambiado. El Gobierno titubeaba con la respuesta a la COVID, de forma que era el momento de que
Jeff Gilbert/Alamy.
Tenía sentido que un equipo que iba a enfrentarse al virus estuviese dirigido por una pionera de la CRISPR, pues la herramienta para la edición de los genes que Doudna y otros habían desarrollado en 2012 se fundamentaba en un truco que las bacterias han estado utilizando para combatir a los virus desde hace más de mil millones de años. En su ADN hay una serie de secuencias repetidas y agrupadas, lo que se conoce como CRISPR, que pueden recordar y más adelante destruir a los virus que las atacan. En otras palabras, se trata de un sistema inmune que puede adaptarse para combatir cada nueva oleada de virus, justo lo que los seres humanos necesitamos en un momento en que nos hallamos asolados, como si estuviéramos en plena Edad Media, a causa de unas epidemias víricas recurrentes.
Siempre preparada y metódica, Doudna pasó una serie de diapositivas en las que se presentaban distintas opciones con las que podrían encargarse del coronavirus. Ejercía su liderazgo mediante la escucha atenta. Aunque se había convertido en una celebridad científica, la gente se sentía cómoda al colaborar con ella, que había llegado a ser una maestra en el arte de trabajar con los plazos más ajustados y, aun así, encontrar tiempo para empatizar con los demás.
Al primer equipo que juntó le encomendó la tarea de montar un laboratorio de pruebas del coronavirus. Uno de los responsables a quien puso a cargo era Jennifer Hamilton, una posdoctoranda que solo unos meses antes había dedicado todo un día a enseñarme a utilizar la CRISPR para editar genes humanos. Me quedé encantado, aunque también un poco desconcertado, al ver lo fácil que era. ¡Hasta yo podía hacerlo!
A otro equipo se le encomendó la misión de desarrollar nuevos tipos de pruebas para el coronavirus con base en la CRISPR. La inclinación de Doudna hacia las iniciativas comerciales vino de perlas. Tres años antes, había fundado una empresa junto con dos de sus estudiantes de posgrado para utilizar la CRISPR como herramienta de detección de enfermedades víricas.
Al poner en marcha esta labor con el fin de ingeniar nuevas pruebas para detectar la presencia de coronavirus, Doudna abría un nuevo frente en su encarnizado pero fructífero conflicto con un competidor del otro lado del país, el investigador Feng Zhang, un encantador joven nacido en China y criado en Iowa que desempeñaba sus tareas en el Instituto Broad del MIT y Harvard y que había sido su rival en la carrera de 2012 por convertir la CRISPR en una herramienta de edición genética. Desde entonces, se habían obstinado en una impetuosa competición por hacer descubrimientos científicos y formar empresas que girasen en torno a la CRISPR. Ahora, con el estallido de la pandemia, se iban a enzarzar en una nueva carrera, cuyo acicate no sería el de la obtención de patentes, sino el deseo de hacer el bien.
Doudna puso en marcha diez proyectos, propuso un responsable para cada uno y pidió a los demás que se repartiesen en los distintos equipos. Debían emparejarse con alguien que pudiese llevar a cabo las mismas tareas, de manera que se estableciera una especie de sistema de promoción en el campo de batalla por el que, si alguien se veía afectado por el virus, otra persona pudiese hacerse cargo de inmediato de su trabajo. La colaboración entre los equipos se materializaría mediante Zoom y Slack.
—Me gustaría que todo el mundo se pusiese manos a la obra lo antes posible —dijo—; en serio, lo antes posible.
—No se preocupe —respondió uno de los participantes—; no teníamos planeado ir de viaje a ninguna parte.
Lo que nadie puso en duda fue la perspectiva a largo plazo de efectuar modificaciones hereditarias en los seres humanos mediante la CRISPR, las cuales harían a nuestra prole, y en general a toda nuestra descendencia, vulnerable a las infecciones víricas. Semejantes mejoras genéticas podrían suponer una alteración irreparable de la especie humana.
—Eso es cosa de ciencia ficción —aseveró Doudna con desdén cuando saqué el tema tras la reunión. Yo estaba de acuerdo, sería un poco como Un mundo feliz o Gattaca. Sin embargo, como suele ocurrir con la buena ciencia ficción, algunos aspectos ya se habían hecho realidad. En noviembre de 2018, un joven científico chino que había asistido a algunas de las conferencias de Doudna sobre la edición de genes recurrió a la CRISPR para modificar embriones y eliminar un gen que codifica un receptor para el VIH, el virus causante del sida. De ellos nacieron dos hermanas gemelas, las primeras «bebés de diseño» de toda la historia.
De inmediato se siguió un arrebato de admiración, y luego cierta conmoción. Cundió la agitación y comenzaron a reunirse comités por todas partes. La vida llevaba evolucionando en este planeta desde hacía más de tres mil millones de años y, de repente, una especie (la nuestra) había desarrollado el talento y la osadía de controlar su propio futuro genético. Reinaba la sensación de que se había traspasado el umbral a una nueva era, quizá «un mundo feliz», como cuando Adán y Eva mordieron la manzana o cuando Prometeo robó el fuego a los dioses.
Esta capacidad recién hallada de editar nuestros genes arroja una serie de preguntas fascinantes. ¿Debemos modificar a nuestra propia especie para hacernos menos susceptibles a virus mortales? ¡Sería un maravilloso don!, ¿no es cierto? ¿Y recurrir a la edición genética para eliminar desórdenes graves como la enfermedad de Huntington, la anemia de células falciformes o la fibrosis quística? También suena bastante bien. ¿Y si hablamos de sordera o ceguera? ¿O de la baja estatura? ¿O de la depresión? Reflexionemos... ¿Cómo deberíamos pensar en todo esto? Dentro de unas pocas décadas, si llega a ser posible y seguro, ¿debería permitirse a los padres mejorar el cociente intelectual o la musculatura de sus hijos?, ¿o decidir el color de los ojos, el de la piel o la altura?
¡Demasiadas cosas! Vamos a detenernos un momento, antes de escurrirnos hasta el final de esta cuesta tan resbaladiza. ¿Qué ocurriría con la diversidad de nuestras sociedades? Si ya no estamos sujetos a la aleatoriedad de la lotería natural en lo que respecta a nuestras dotaciones genéticas, ¿implicará esto una reducción de la empatía y la capacidad de aceptación? Si las ofertas del supermercado genético no son gratuitas (y no lo serán), ¿supondrá esto un importante aumento de la desigualdad? En definitiva, ¿codificará de hecho y de forma permanente a la especie humana? Dados estos problemas, ¿habrían de dejarse tales decisiones al criterio de cada individuo o es la sociedad en conjunto la que debe hablar? Quizá sea conveniente que demos forma a algunas normas.