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Jane Hawking - Hacia el infinito

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Jane Hawking Hacia el infinito
  • Libro:
    Hacia el infinito
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2016
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Hacia el infinito: resumen, descripción y anotación

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Luz

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Agradecimientos

En Music to Move the Stars, la primera edición de mis memorias, expresaba mi honda gratitud a todas las personas que figuraban en ella: amigos, parientes, compañeros de trabajo y estudiantes, cuya ayuda y apoyo a lo largo de los años habían ejercido una influencia positiva en nuestra vida familiar. También daba las gracias a mis amigos científicos, Kip Thorne, Jim Hartle, Jim Bardeen, Brandon Carter y Bernard Carr por ayudarme a aclarar algunos de los temas científicos más impenetrables y enrevesados que tuve que abordar en la redacción del libro, y agradecía el asesoramiento de Peter Dronke en algunos de los aspectos más sutiles de los estudios medievales.

Para Hacia el infinito, la versión abreviada de las memorias originales, quiero volver a expresar mi gratitud a todas las personas mencionadas y añadir el nombre de las que han hecho posible esta edición. Anthony McCarten me ha dado siempre aliento y, entusiasmado por Music to Move the Stars, me presentó a Alessandro Gallenzi y Elisabetta Minervini, de Alma Books, quienes abordaron este nuevo proyecto con ilusión, prontitud y eficacia. Les estoy extremadamente agradecida por hacer posible que mi biografía vuelva a ver la luz del día. Estoy en deuda con Mike Stocks, quien, pese a ser un escritor de gran éxito, dedicó parte de su tiempo a ayudarme a poner en orden los excesos de mi prosa. Aprecio y valoro muchísimo sus críticas, siempre consideradas y constructivas.

Por último, debo dar las gracias a mi familia por permitirme de nuevo hurgar en sus vidas y mostrar paciencia y sentido del humor mientras lo hacía.

JANE HAWKING escritora y conferenciante fue la esposa de Stephen Hawking - photo 1

JANE HAWKING, escritora y conferenciante, fue la esposa de Stephen Hawking durante más de veinte años. Es autora del At Home in France, publicado en 1994, y de Music to Move the Stars, las primeras memorias sobre su matrimonio, publicadas en 1999, libro que tuvo una gran repercusión y generó mucha controversia.

Con Hacia el infinito Jane entrega una segunda y definitiva aproximación a su matrimonio, más sosegada y optimista. El texto ha sido llevado al cine de la mano del director James Marsh, y la película es candidata a los premios Oscar de Hollywood.

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Alas para volar

La historia de mi vida con Stephen Hawking comenzó el verano de 1962, aunque quizá empezara unos diez antes sin que yo fuera consciente de ello. A principios de la década de los cincuenta, entré con siete años en la escuela femenina de Saint Albans como alumna de primero y, durante un breve período, un niño de pelo castaño dorado muy lacio se sentó junto a la pared de la clase contigua a la mía. La escuela admitía a chicos, entre ellos mi hermano Christopher, en los primeros cursos, pero yo solo veía al niño del pelo lacio cuando, si faltaba nuestra profesora, nos juntaban en un aula con los alumnos mayores. Jamás cruzamos una palabra, pero estoy segura de que este recuerdo de infancia es fiel a la realidad, pues en aquella época Stephen estudió un trimestre en la escuela antes de ir a un colegio privado que se hallaba a unas millas.

Las hermanas de Stephen eran más fáciles de reconocer, porque se quedaron más tiempo en la escuela. La mayor de las dos, Mary, a quien Stephen llevaba solo dieciocho meses, era una figura inconfundible por su excentricidad: rolliza, siempre desaliñada, despistada, propensa a trabajar en solitario. Su mayor atractivo, un cutis transparente, quedaba enmascarado por unas gafas de cristales gruesos nada favorecedoras. Philippa era cinco años menor que Stephen; nerviosa y excitable, tenía los ojos vivos, la cara redonda y sonrosada, y el pelo rubio, recogido en trenzas cortas. La escuela no toleraba la diferencia ni en el aspecto académico ni en la disciplina, y los alumnos, como los de cualquier otro colegio, podían ser crueles e intransigentes cuando se topaban con algo insólito. Tener un Rolls Royce y una casa en el campo se veía con buenos ojos, pero los alumnos —como yo— cuyo medio de transporte era un Standard 10 de antes de la guerra —o, aún peor, un taxi londinense antiquísimo, como en el caso de los Hawking— se convertían en el hazmerreír de todos o en el objeto de una compasión desdeñosa. Los Hawking se tumbaban en el suelo del taxi para que sus compañeros no los vieran. Por desgracia, en el suelo del Standard 10 no había espacio para esa táctica evasiva. Las dos hermanas Hawking dejaron la escuela antes de llegar a los cursos superiores.

Su madre era una figura familiar desde hacía ya tiempo. Menuda y enjuta pero fuerte, envuelta en un abrigo de pieles esperaba en la esquina de mi escuela, junto al paso de peatones, a que su hijo menor, Edward, llegara en autobús del colegio privado al que iba, situado en el campo. Mi hermano también acudió a aquel colegio masculino después del curso de preescolar en Saint Albans; se llamaba Aylesford House y los alumnos vestían de rosa: chaquetas rosas y gorras rosas. Por lo demás, era un paraíso para los chiquillos, sobre todo para los que no tenían inclinación por los estudios. Cuando conocí a los Hawking, Edward, un niño adorable y muy guapo de ocho años, tenía ciertas dificultades para relacionarse con su familia adoptiva, posiblemente porque, a la hora de cenar, todos acostumbraban a tener un libro delante y a ignorar a quienes no fueran lectores ávidos como ellos.

Diana King, una compañera mía de la escuela, había sufrido aquella costumbre de los Hawking, lo que tal vez explique por qué, al enterarse más tarde de mi compromiso con Stephen, exclamó: «¡Vaya, Jane! ¡La familia de tu futuro marido está muy pero que muy loca!». Fue Diana quien primero me llamó la atención sobre Stephen aquel verano de 1962, cuando, después de los exámenes, ella, Gillian —mi mejor amiga— y yo disfrutábamos del feliz período de relativa inactividad antes del final del trimestre. Gracias al cargo de alto funcionario de mi padre, yo ya había realizado un par de incursiones en el mundo de los adultos fuera de la escuela, los deberes y los exámenes. Había asistido a una cena en la Cámara de los Comunes y, un día de verano muy caluroso, a una recepción en los jardines del palacio de Buckingham. Diana y Gillian dejaban la escuela ese verano, mientras que yo seguiría como delegada durante el trimestre de otoño, y luego presentaría solicitudes para entrar en la universidad. Ese viernes por la tarde recogimos los bolsos y, tras ponernos los canotiers, decidimos ir a merendar al centro. Apenas habíamos recorrido cien yardas cuando vimos una curiosa estampa al otro lado de la calle: un joven desgarbado caminaba de un modo extraño en dirección opuesta, con la cabeza gacha y la cara protegida del mundo por una rebelde masa de pelo castaño lacio. Absorto en sus pensamientos, no miraba ni a derecha ni a izquierda, por lo que no vio a las tres chicas de la otra acera. Era un verdadero bicho raro en el conservador y tranquilo Saint Albans. Asombradas, Gillian y yo nos lo quedamos mirando con bastante descaro, pero Diana no se inmutó.

—Es Stephen Hawking. He salido con él, por cierto —anunció a sus estupefactas compañeras.

—¡No me digas! —exclamamos entre risas, sin terminar de creerla.

—Pues sí. Es raro pero muy inteligente. Es amigo de Basil [el hermano de Diana]. Me llevó una vez al teatro y he estado en su casa. Va a manifestaciones a favor del desarme nuclear.

Enarcando las cejas, reanudamos nuestro paseo, pero yo no lo disfruté porque, si bien no sabía explicar el motivo, el joven al que acabábamos de ver me había inquietado. Puede que su excentricidad resultara fascinante para alguien que, como yo, llevaba una existencia bastante convencional. Quizá tuviera la extraña premonición de que volvería a verlo. Fuera lo que fuese, aquella escena se me grabó profundamente en la memoria.

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