Cuando Rosa Montero leyó el maravilloso diario que Marie Curie comenzó tras la muerte de su esposo, y que se incluye al final de este libro, sintió que la historia de esa mujer fascinante que se enfrentó a su época le llenaba la cabeza de ideas y emociones. La ridícula idea de no volver a verte nació de ese incendio de palabras, de ese vertiginoso torbellino. Al hilo de la extraordinaria trayectoria de Curie, Rosa Montero construye una narración a medio camino entre el recuerdo personal y la memoria de todos, entre el análisis de nuestra época y la evocación íntima. Son páginas que hablan de la superación del dolor, de las relaciones entre hombres y mujeres, del esplendor del sexo, de la buena muerte y de la bella vida, de la ciencia y de la ignorancia, de la fuerza salvadora de la literatura y de la sabiduría de quienes aprenden a disfrutar de la existencia con plenitud y con ligereza. Vivo, libérrimo y original, este libro inclasificable incluye fotos, remembranzas, amistades y anécdotas que transmiten el primitivo placer de escuchar buenas historias. Un texto auténtico, emocionante y cómplice que te atrapará desde sus primeras páginas.
Rosa Montero
La ridícula idea de no volver a verte
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Samarcanda 27.08.14
Título original: La ridícula idea de no volver a verte
Rosa Montero, 2013
Editor digital: Samarcanda
Comprobación y corrección de erratas: lezer
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Para toda mi gente querida, con amor. Sabéis quiénes sois aunque no os nombre.
La ridícula idea de no volver a verte
El verdadero dolor es indecible. Si puedes hablar de lo que te acongoja estás de suerte: eso significa que no es tan importante. Porque cuando el dolor cae sobre ti sin paliativos, lo primero que te arranca es la #Palabra. Es probable que reconozcas lo que digo; quizá lo hayas experimentado, porque el sufrimiento es algo muy común en todas las vidas (igual que la alegría). Hablo de ese dolor que es tan grande que ni siquiera parece que te nace de dentro, sino que es como si hubieras sido sepultada por un alud. Y así estás. Tan enterrada bajo esas pedregosas toneladas de pena que no puedes ni hablar. Estás segura de que nadie va a oírte.
Ahora que lo pienso, en esto es muy parecido a la locura. En mi adolescencia y primera juventud padecí varias crisis de angustia. Eran ataques de pánico repentinos, mareos, sensación aguda de pérdida de la realidad, terror a estar enloqueciendo. Estudié psicología en la Universidad Complutense (abandoné en cuarto curso) justamente por eso: porque pensaba que estaba loca. En realidad creo que esta es la razón por la que hacen psicología o psiquiatría el noventa y nueve por ciento de los profesionales del ramo (el uno por ciento restante son hijos de psicólogos o psiquiatras y esos están aún peor). Y que conste que no me parece mal que sea así: acercarse al ejercicio terapéutico habiendo conocido lo que es el desequilibrio mental puede proporcionarte más entendimiento, más empatía. A mí esas crisis angustiosas me agrandaron el conocimiento del mundo. Hoy me alegro de haberlas tenido: así supe lo que era el dolor psíquico, que es devastador por lo inefable. Porque la característica esencial de lo que llamamos locura es la soledad, pero una soledad monumental. Una soledad tan grande que no cabe dentro de la palabra soledad y que uno no puede ni llegar a imaginar si no ha estado ahí. Es sentir que te has desconectado del mundo, que no te van a poder entender, que no tienes #Palabras para expresarte. Es como hablar un lenguaje que nadie más conoce. Es ser un astronauta flotando a la deriva en la vastedad negra y vacía del espacio exterior. De ese tamaño de soledad estoy hablando. Y resulta que en el verdadero dolor, en el dolor-alud, sucede algo semejante. Aunque la sensación de desconexión no sea tan extrema, tampoco puedes compartir ni explicar tu sufrimiento. Ya lo dice la sabiduría popular: Fulanito se volvió loco de dolor. La pena aguda es una enajenación. Te callas y te encierras.
Eso es lo que hizo Marie Curie cuando le trajeron el cadáver de Pierre: encerrarse en el mutismo, en el silencio, en una aparente, pétrea frialdad. Llevaban once años casados y tenían dos hijas, la menor de catorce meses. Pierre había salido esa mañana como siempre camino del trabajo; tuvo una comida con colegas y, al volver al laboratorio, resbaló y cayó delante de un pesado carro de transporte de mercancías. Los caballos lo sortearon, pero una rueda trasera le reventó el cráneo. Falleció en el acto.
Entro en el salón. Me dicen: «Ha muerto». ¿Acaso puede una comprender tales palabras? Pierre ha muerto, él, a quien sin embargo había visto marcharse por la mañana, él, a quien esperaba estrechar entre mis brazos esa tarde, ya sólo lo volveré a ver muerto y se acabó, para siempre.
Siempre, nunca, palabras absolutas que no podemos comprender siendo como somos pequeñas criaturas atrapadas en nuestro pequeño tiempo. ¿No jugaste, en la niñez, a intentar imaginar la eternidad? ¿La infinitud desplegándose delante de ti como una cinta azul mareante e interminable? Eso es lo primero que te golpea en un duelo: la incapacidad de pensarlo y de admitirlo. Simplemente la idea no te cabe en la cabeza. ¿Pero cómo es posible que no esté? Esa persona que tanto espacio ocupaba en el mundo, ¿dónde se ha metido? El cerebro no puede comprender que haya desaparecido para siempre. ¿Y qué demonios es siempre? Es un concepto inhumano. Quiero decir que está fuera de nuestra posibilidad de entendimiento. Pero cómo, ¿no voy a verlo más? ¿Ni hoy, ni mañana, ni pasado, ni dentro de un año? Es una realidad inconcebible que la mente rechaza: no verlo nunca más es un mal chiste, una idea ridícula.
A veces [tengo] la idea ridícula de que todo esto es una ilusión y que vas a volver. ¿No tuve ayer, al oír cerrarse la puerta, la idea absurda de que eras tú?
Después de la muerte de Pablo, yo también me descubrí durante semanas pensando: «A ver si deja ya de hacer el tonto y regresa de una vez», como si su ausencia fuera una broma que me estuviera gastando para fastidiarme, como a veces hacía. Entiéndeme: no era un pensamiento verdadero y del todo asumido, sino una de esas ideas a medio hacer que cabrillean en los bordes de la conciencia, como peces nerviosos y resbaladizos. Del mismo modo, de todos es sabido que muchas personas creen ver por la calle al ser querido que acaban de perder (a mí nunca me ha pasado). Lo cuenta muy bien Ursula K. Le Guin en un desnudo poema titulado «On Hemlock Street» (En la calle Cicuta):
I see broad shoulders,
a silver head,
and I think: John!
And I think: dead.
(Veo una espalda ancha, una cabeza plateada, y pienso: ¡John! Y pienso: muerto).
He tenido la inmensa suerte y el privilegio de desarrollar cierta amistad con Ursula K. Le Guin, que es uno de los escritores cuyo magisterio sobre mi obra reconozco de manera consciente (el otro es Nabokov). Cuando le escribí hace unos meses contando que quería hacer un libro sobre Madame Curie, contestó:
Leí una biografía de Marie Curie cuando tenía quince o dieciséis años. Incluía bastantes citas de su diario. Me dejó impresionada, admirada y aterrada. Quizá me esté traicionando la memoria, pero lo que recuerdo es que, después de que Pierre muriera en la calle, ella guardó un pañuelo con el que había tratado de limpiarle la cara. Parte de su sangre y de sus sesos se habían quedado en el tejido, y ella se lo guardó, escondiéndolo de todo el mundo, hasta que tuvo que quemarlo. Esa imagen me ha perseguido angustiosamente todos estos años.