Jessica Hart
Entre llamas de pasión
Título Original: The beckoning flame (1993)
El viento agitaba el cabello rubio platino alrededor del rostro de Gisella cuando ésta se inclinó sobre la verja destartalada de la granja. Respiró profundamente disfrutando la pureza del aire. Olía a tierra mojada y se percibía el aroma penetrante del otoño y de las hojas caídas.
El cielo estaba cubierto. Al otro lado del río, las montañas se levantaban escarpadas y austeras. La belleza salvaje y árida de las colinas más altas se suavizaba cuando se descendía hacia la tierra cultivada a lo largo del valle, donde los campos verdes estaban divididos por muros de piedra y salpicados por alguna granja blanca.
No había podido pedir un sitio más tranquilo; sin ruido, sin tráfico, sin editores enfurecidos ni fechas límite. Allí sólo había una cabaña sólida con techo inclinado y ese paisaje tranquilo. Después de la presión de los últimos meses, eso era justo lo que necesitaba. Sólo tenía que escribir otro artículo más y estaría libre el resto del invierno para escribir esa novela prometida desde hacía tanto tiempo. En esa parte aislada de Escocia era probable que hubiera pocas distracciones.
De no ser por esa carta, pensó, todo sería perfecto.
Frunció el ceño ligeramente y sus ojos color gris se oscurecieron al recordar la nota que había recibido del dueño de Kilnacroish sólo dos días antes. Yvonne Edwards, editora de Focus, la había insistido para que escribiera el artículo lo más pronto posible y le había llamado el día anterior para saber cuándo podría enviárselo.
– Corre el rumor de que Week By Week también planea publicar una serie de artículos sobre viejos mitos y supersticiones. Supongo que no lo van a hacer tan bien como tú, Gisella, pero como están las cosas, no podemos ceder en nada. Por lo tanto, tenemos que adelantar la publicación de tus artículos. Envíanos cuanto antes ese último acerca del Castillo Kilnacroish…
La joven tamborileó con los dedos sobre la parte superior de la reja y por un momento se olvidó de la belleza del paisaje. Ella sugirió que se olvidaran del artículo sobre Kilnacroish, si había tan poco tiempo, pero Yvonne insistió.
– Es una muy buena historia y es diferente. Lo importante es no repetirse. Estoy segura de que Week By Week va a sacar a relucir el monstruo del Lago Ness, pero tus artículos son originales, en especial, porque has pasado la noche en todas esas habitaciones hechizadas… No, Gisella, creo que necesitamos la historia de Kilnacroish para completar la serie. Lo único malo es que mi jefe me está presionando, por lo tanto, ¿podrías hacerlo pronto?
El problema era que tal vez no fuera tan fácil entrar en el Castillo Kilnacroish. Ella le había enviado una carta encantadora al dueño, pero éste no se había impresionado en lo más mínimo y su respuesta había sido muy descortés.
No obstante, ella no se había convertido en una periodista de prestigio cediendo ante la primera muestra de oposición. Resultaba frustrante ser detenida a estas alturas, pero si deseaba triunfar escribiendo artículos importantes, tenía que entrar de alguna manera en el Castillo Kilnacroish.
Meg le había dicho que el castillo no quedaba lejos de la cabaña. Gisella se esforzó para abrir la puerta y al fin cedió. Cruzó el campo, hacia el río. Tal vez pudiese ver la vieja construcción desde allí. Tropezó con una rama y sonrió cuando vio que sus tacones se habían hundido en el césped, recordando cuánto le habían costado los zapatos.
Tenía unas botas en el coche, pero al llegar estaba demasiado impaciente por ver la cabaña y sus alrededores y no se había detenido a buscarlas. Titubeó un poco y después se encogió de hombros. No merecía la pena regresar ahora. Sólo quería echar un vistazo al famoso castillo.
Ensimismada en ver donde caminaba sobre el suelo lodoso, se dio cuenta demasiado tarde de que no estaba sola allí. Un sexto sentido la hizo mirar por encima del hombro y se detuvo en seco al ver que su camino hacia la verja estaba bloqueado por una manada de toros, que se habían acercado desde un extremo lejano del campo, atraídos por el colorido de su ropa.
Gisella se estremeció. Tenían una apariencia terrible a tan corta distancia. Con la mayor tranquilidad posible, empezó a retirarse, pero los toros la siguieron sin dejar de mirarla. La joven se mordió el labio y se detuvo. Los animales también se detuvieron, bajaron la cabeza y rascaron la tierra con las patas.
¿Significaría eso que estaban a punto de atacar?
¡Giselle nunca se había sentido tan urbana! Dio otro paso precavido hacia atrás y notó que el tacón de su zapato se hundía en el lodo. Movió el pie despacio tratando de desenterrar el zapato, y el movimiento atrajo la mirada del toro más curioso, que avanzó hacia ella. La joven gritó, abandonó su zapato, y corrió a la pata coja a refugiarse detrás de un árbol, sin dejar de mirar a los animales.
– ¡Fuera! -gritó y miró con anhelo hacia la reja.
Los toros no obedecieron. Se detuvieron muy cerca y formaron un semicírculo en torno a ella. Gisella se reprendió con enfado, humillada por su nerviosismo. Se había enfrentado a situaciones más terribles como periodista. Lo único que tenía que hacer era apartarlos del camino.
La corteza áspera del árbol se le clavaba en la espalda y el viento agitaba su cabello rubio sobre su cara, mientras ella miraba sin esperanza hacia el castillo.
De pronto, escuchó un grito que venía desde la verja.
Gisella volvió la cabeza y se apoyó contra el árbol con un suspiro de alivio.
Un hombre venía hacia ella con el ceño fruncido. Apartó a las bestias y se volvió hacia la joven.
– Oh, gracias… -empezó a decir ella con gratitud, mas él la interrumpió.
– ¿Qué hace aquí?
La sonrisa de Gisella se borró por la sorpresa, ante ese tono hostil.
– ¿Cómo dice? -lo miró perpleja.
Estaba ante un hombre moreno, fuerte y agresivo y se sintió extrañamente tensa. El impulso de abrazar por el cuello a su salvador y darle las gracias se disipó al ver su expresión.
– Le he preguntado que qué está haciendo en mi campo -repitió él. Su suave acento escocés se agudizó por la impaciencia. Tenía el mentón cuadrado y, unos ojos del color azul más intenso que ella había visto en su vida.
Gisella pensó que eran unos ojos con una expresión muy poco amistosa. Aunque él no hubiera dicho que era el dueño del campo, ella habría sabido que se trataba de un granjero por su expresión austera y la gorra que cubría su cabello negro. Su ropa también era típica: una chaqueta impermeable curtida por la intemperie y unos pantalones de pana verde gastados. Calzaba botas de goma cubiertas de lodo.
Él la inspeccionaba con mirada hostil y de pronto Gisella comprendió lo tonta que debía parecer, erguida sobre un pie, en mitad de un campo lodoso.
– No estoy haciendo nada -respondió a la defensiva.
– Ha invadido propiedad ajena, para empezar. No tiene derecho de entrar en mi tierra y mucho menos a inquietar a mi ganado.
– Le puedo asegurar que su precioso ganado no estaba en absoluto inquieto. ¡Estas bestias iban a atacarme!
– Si lo hubieran hecho, lo cual me parece improbable, le hubiera estado bien empleado. ¡Ha dejado la verja abierta, ya sea por ignorancia o por descuido!
Resultaba claro que estaba furioso con ella. Gisella miró la verja con expresión de culpa, pero se negó a ser intimidada por un simple granjero.
– ¿Y? No he causado ningún daño -se encogió de hombros y al volverse, se encontró con la mirada iracunda del granjero.
– ¡Es un ganado valioso! -gritó él-. ¡Demasiado valioso para ser arriesgado por su estupidez! Supongo que no ha pensado en lo que hubiera sucedido si el ganado se hubiese salido a la carretera -señaló con enfado hacia un sendero angosto que pasaba cerca de la cabaña.
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