Jessica Hart
Cita sorpresa
Finn McBride levantó la mirada, irritado, cuando Kate llamó a la puerta de su despacho.
– ¿Qué hora es?
Ella miró su reloj.
– Las… diez menos cuarto.
– ¿Y a qué hora se supone que debes llegar a la oficina?
– A las nueve.
Kate tenía la cara colorada, pero no de vergüenza, sino porque había ido corriendo desde el metro a la oficina. Una mirada rápida al espejo del ascensor le confirmó sus peores miedos: su pelo, normalmente una masa de incontrolables rizos castaños, había enloquecido con el viento.
No era una buena forma de empezar el día, no. Comparada con Finn, estaba en desventaja. Con el serio traje de chaqueta y la camisa blanca, su nuevo jefe siempre le había parecido un estirado. Tenía una expresión severa, los ojos grises y unas cejas oscuras que solía tener levantadas en un gesto de desaprobación cada vez que se dirigía a ella.
– Sé que llego tarde y lo siento mucho -empezó a decir Kate, sin aliento por culpa de la carrera. Después se lanzó a explicar que había tenido que ayudar a una ancianita extranjera perdida en el metro.
– No podía dejarla allí sola, así que la llevé hasta la estación de Paddington.
– Paddington no está de camino a la oficina, ¿verdad?
– Pues no exactamente… -contestó Kate.
– Yo diría que está justo en dirección opuesta -remarcó Finn.
– Pues yo no diría tanto, pero…
– Así que venías para acá y te diste la vuelta, aunque sabías perfectamente que no llegarías a tiempo a trabajar.
– No podía dejar a la ancianita allí -protestó ella-. La pobre estaba perdida. Como no hablaba bien nuestro idioma, nadie la entendía y los del metro no le hacían ni caso. Y yo me pregunto: ¿cómo se sentiría un londinense si estuviera perdido en el Amazonas y…?
– Mira, Kate, a mí lo único que me importa es que esta empresa funcione -la interrumpió Finn-. Y no es fácil con una secretaria que aparece a la hora que le da la gana. Alison llega diez minutos antes de las nueve todos los días y siempre puedo contar con ella.
Sí, sí, podía contar con ella. Pero no había contado con que se rompería una pierna mientras esquiaba, pensó Kate, aunque no lo dijo en voz alta. Estaba harta de oír hablar de Alison, la perfecta ayudante ejecutiva: discreta, eficiente, vestida de forma elegante y que tecleaba a la velocidad de la luz. Y seguramente también podría leer los pensamientos de Finn McBride, pensó, recordando el día que su jefe se puso a gritar porque no encontraba un archivo. El escritorio de Alison, por supuesto, siempre estaba inmaculado..
Lo único sorprendente era que Alison se hubiera roto una pierna, dejándolo a su merced durante ocho semanas.
Y no era fácil. Dos secretarias temporales se habían marchado deshechas en lágrimas, incapaces de seguir su ritmo, y a Kate la sorprendía haber durado tanto. Llevaba allí tres semanas y, por la expresión de Finn, aquella podría ser la última.
No la sorprendía que las otras hubieran abandonado. Finn McBride siempre estaba de mal humor y sus sarcasmos no tenían final. Si no hubiera estado desesperada, también ella se marcharía.
– Ya te he dicho que lo siento. Aunque no tendría que disculparme por ser solidaria -murmuró, incapaz de encontrar la humildad que, sin duda, a Alison le daba tan buenos resultados.
Finn la miró de arriba abajo con sus fríos ojos grises, observando los rizos enloquecidos y la camisa mal abrochada.
– Pago a mi personal por hacer su trabajo. Tú, por otro lado, pareces creer que debo pagarte por aparecer cuando te da la gana y distraer al resto de las secretarias con tus cosas.
Kate contuvo una exclamación. Había hecho lo posible por conocer al resto del personal, pero sin mucho éxito. No parecían gustarles los cotilleos y, en las raras ocasiones en las que pudo entablar conversación, Finn estaba encerrado en su despacho.
Debía de tener rayos X. en los ojos si la había visto hablar con alguien.
– Yo no distraigo a nadie -protestó, indignada.
– A mí me parece que sí. Siempre estás por los pasillos, cotorreando.
– Eso se llama interacción social -replicó Kate-. Es algo que hacen los seres humanos, aunque tú no sabes nada del tema, claro. En esta oficina, es como trabajar con robots -siguió, olvidando por un momento cuánto necesitaba aquel trabajo. Tengo suerte si me das los buenos días y a veces debo traducirlo porque parece un gruñido.
Finn arrugó el ceño, un gesto muy habitual en él.
– Alison nunca se ha quejado.
– A lo mejor a ella le gusta que la traten como a un mueble, pero a mí no. Y no estaría mal que mostrases un poquito de interés por tus empleados de vez en cuando.
Finn McBride la miró, sorprendido.
¿Nunca se lo habría dicho nadie?, se preguntó Kate.
– No tengo tiempo para charlar con mis empleados.
– No se necesita mucho tiempo para ser amable. Sólo tienes que decir algo como: «¿qué tal va, todo?». O «espero que pases un buen fin de semana». No es tan difícil. Y cuando te hayas acostumbrado, podrías probar con frases más complicadas, como: «gracias por tu colaboración».
– No creo que tenga que pronunciar esa frase cuando hable contigo -replicó Finn-. Y, francamente, no veo por qué tengo que hacerlo. En caso de que no te hayas dado cuenta, yo soy el jefe. Y si no puedes soportar cómo te trato dímelo y hablaré con el departamento de personal para que busquen otra secretaria.
Kate se mordió los labios. No podía perder aquel empleo. La agencia de trabajo temporal no encontraba gran cosa para ella, y si metía la pata posiblemente la dejarían de lado para siempre.
– Puedo soportarlo. Pero no me gusta.
– No tiene que gustarte, tienes que aguantarlo y en paz. Y ahora, a trabajar. Ya hemos perdido mucho tiempo -dijo él entonces.
Kate apenas tuvo tiempo de quitarse el abrigo antes de que Finn McBride empezase a dictarle cartas a una velocidad de vértigo sin ofrecerle siquiera un café. Había salido de casa con prisas y, como tuvo que acompañar a la ancianita hasta Paddington, no tuvo tiempo de tomar un mísero café. Y la necesidad de cafeína la ponía de mal humor.
Por eso, cuando sonó el teléfono dejó escapar un suspiro de alivio. ¡Por fin!
Sujetando su dolorida muñeca para que Finn se diera cuenta de que debía ir más despacio, Kate lo estudió por el rabillo del ojo. Estaba escuchando lo que le decían al otro lado del hilo, gruñendo como muestra de asentimiento de vez en cuando y dibujando distraídamente cuadraditos negros en el cuaderno.
Ese tipo de cosas revelaba mucho sobre una persona. ¿Qué significaban los cuadraditos negros?, se preguntó Kate. Seguramente que era una persona reprimida. Eso pegaba mucho con su aire reservado.
Aunque no con su fiera energía. O,con su boca, la verdad. Tenía una boca de pecado.
Kate apartó la mirada y se concentró en una fotografía que había sobre el escritorio, el único toque personal en aquel austero despacho. Era la foto de una mujer preciosa de pelo oscuro y fabulosos ojos azules, con una niña preciosa en brazos…
Debía de ser la mujer de Finn, pensó, maravillándose de que su jefe hubiera tenido el buen humor de pedirle a alguien que se casara con él. Le resultaba difícil imaginarlo sonriendo, besando o incluso sosteniendo un niño en brazos… haciendo el amor era sencillamente imposible.
Qué pensamiento tan raro, se dijo. Entonces notó que los fríos ojos grises de Finn McBride estaban clavados en ella. Había dejado de hablar por teléfono mientras estaba distraída con sus cosas y la miraba con exasperada resignación.
– ¿Estás despierta?
– Sí -contestó Kate, tomando el cuaderno de nuevo.
– Léeme el último párrafo.
«Por favor… qué hombre más insoportable». Pero aquél no era el mejor día para enseñarle buenas maneras. Su brusquedad la ponía nerviosa y cuando por fin la dejó ir, Kate se vengó con el ordenador, tecleando furiosamente hasta que sonó el teléfono.
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