Kate Hoffmann
Bajo El Disfraz
Under the Disguise
Vengo a solicitar el puesto de paje de Santa Claus.
Diez palabras que Claudia Moore jamás habría esperado decir en su vida. Ni esas palabras ni; «Sí, por favor, hágame una endodoncia» o «Jo, tengo que engordar un poco» o «Sé exactamente qué le pasa a mi coche».
Dejó la solicitud sobre la mesa de la secretaria y sonrió, aparentemente esperanzada. Aquel era el momento más bajo de su carrera como periodista. Tantos años estudiando para acabar intentando convencer al jefe de personal de los almacenes Dalton de que ella sería el paje perfecto para Santa Claus.
Claudia casi deseó que le negaran el puesto por falta de experiencia aunque esa sería la peor humillación de todas.
La secretaria de pelo gris miró la solicitud un momento y después levantó los ojos.
– El señor Robbins llegará enseguida. Siéntese un momento; voy a decirle que está aquí.
Claudia obedeció, manteniendo la espalda bien recta. Al menos debía aparentar que quería dar una buena impresión, que ser uno de los pajes de Santa Claus era el sueño de su vida. Recordó entonces el currículum que había inventado para solicitar el puesto. Intentó imaginar qué clase de pasado debía poseer el ayudante de tan importante personaje y esperó que sus referencias fueran tan vagas y antiguas que el jefe de personal no se molestase en comprobarlas: tutora de niños, ayudante de clínica, salvavidas en una piscina… Si hubiera tenido los veranos libres en la universidad podría haber hecho todos esos trabajos.
Aunque inventarse aquello era un problema para su integridad periodística no creía que unas mentirijillas como esas importancia. Después de todo estaba en una encrucijada en su carrera. Harta de vivir como en la universidad, con el dinero justo para llegar a fin de mes, Claudia Moore había decidido dar un paso adelante.
Desde que editó su primer periódico a los ocho años El Crónica de la calle Maple supo que estaba destinada a ser periodista. Hija única de una pareja infeliz que nunca ganó suficiente dinero, Claudia estaba destinada a vivir la vida que su madre había deseado: graduarse en el instituto, casarse con un chico de buena posición y tener una gran familia.
Pero dejó la vida social en el instituto para trabajar en el Buffalo Beacon, cambiando los partidos de fútbol y las discotecas por el olor de la tinta y el sonido de las prensas.
Se fue de casa a los diecisiete años y ella misma se pagó la carrera de periodismo haciendo todo tipo de trabajo y vendiendo algún artículo de vez en cuando. Y desde la universidad había trabajado como corresponsal freelance, para la mayoría de los periódicos de Nueva York.
Pero encontrar trabajo empezaba a ser cada vez más difícil. Los propietarios de los periódicos habían dejado de ser personas de carne y hueso y eran, en su mayoría, grandes empresas con una relación de veteranos en su nómina.
Pero Claudia tenía valor y tenacidad y no se detenía ante nada para conseguir lo que quería. Algunos podrían llamarla testaruda, pero ella consideraba eso una cualidad para ser una buena periodista de investigación… si algún día volvía a encontrar una historia decente…
Solían darle artículos difíciles de corrupción política, vertidos químicos, fraudes empresariales… Pero últimamente se había visto obligada a aceptar cualquier encargo, por ejemplo: «Cómo divorciarte de tu peluquero» o «Guarderías para perros».
A pesar de todo, Claudia era una mujer de recursos, una mujer que podía oler una historia donde no la había, una mujer que podía convertir limones en limonada. Una auténtica Woódward y Bernstein.
– Sí, como que esta historia es tan importante como el Watergate-murmuró para sí misma, irónica-. La llamaré «Santa Gate».
La idea había llegado del Saratoga Springs Chronícle, una historia de buen corazón que mezclaba cierto misterio con el altruismo y la alegría de la Navidad.
El artículo, titulado Un Santa Claus que convierte los sueños en realidad, contaba la historia de un niño que le había pedido al Santa Claus de los almacenes Dalton en Schuyler Falis un regalo especial para Navidad: una nueva silla de ruedas para su hermana. Además de la silla, una reluciente furgoneta apareció frente a la casa el día de Navidad. Nadie sabía de dónde había salido y el director de los almacenes se negaba a decir una palabra.
En un momento de la historia en el que los grandes empresarios contaban a los cuatro vientos dónde iba el dinero que daban para causas benéficas, un acto tan altruista era casi increíble. Claudia imaginaba que un artículo sobre el misterioso Santa Claus sería publicado con toda seguridad y decidió ofrecérselo al mejor de todos: el New York Times.
La editora aceptó la idea y le dio dos semanas para descubrir la identidad del anónimo benefactor y entrevistar a los que hubieran recibido sus regalos. Y Claudia pensaba saber su número de zapato y las notas que había sacado en primero de bachiller antes del tercer día. Además, había una bonificación. Si el artículo era bueno, le prometió Anne Costello, la editora, su nombre entraría en la lista de los candidatos para ocupar un puesto fijo en el Times.
– Está usted esperando para una entrevista?
Claudia se levantó de un salto, sorprendida por la profunda voz masculina. Pero no tuvo tiempo de contestar. El hombre, con un traje de chaqueta oscuro, pasó a su lado a toda prisa permitiéndole apenas ver su espalda: anchos hombros, cintura estrecha, largas piernas…
– ¿Viene o no? No tengo todo el día.
– Ya empezamos-murmuró Claudia-Aún no ha empezado la entrevista y ya eres incapaz de obedecer una orden.
Entró corriendo en el despacho y se sentó frente al enorme escrito. Solo cuando vio el nombre en la placa de metal se dio cuenta de que no estaba en el despacho del señor RobbiflS
Thomas Dalton. El director de los almacenes Dalton.
Claudia esperaba que fuese mayor, quizá con el pelo, gris y una barriguita escondida bajo la chaqueta del traje. Pero aquel hombre la pilló por sorpresa.
Thomas Dalton era un hombre guapísimo. Alto, moreno, atlético, llevaba la ropa con una elegancia natural, aunque el traje gris le daba un pronunciado aire de autoridad, no podía disimular su atractivo juvenil. Tenía la piel bronceada y el pelo un poco demasiado largo. Con toda seguridad no pasaba de los treinta años.
Y había otra cosa, algo que Claudia había visto muchas veces en los hombres poderosos algo que también tenía Thomas Dalton. En unos segundos se dio cuenta de que esperaba controlar todo lo que había a su alrededor simplemente con un gesto de impaciencia. Lo estaba haciendo en aquel momento, mirándola con expresión distante y ligeramente irritada.
¿Por qué se molestaba en entrevistar a una chica que quería ser paje de Santa Claus?, se preguntó. Pero no pensaba tentar a la suerte. Y tampoco dejaría que un hombre la asustase. Si aprovechaba el malentendido, quizá ni siquiera tendría que pasar un par de días como paje de Santa.
Claudia empezó a diseñar una estrategia periodística. Dejaría que hablase y cuando lo viera más concentrado, le haría una pregunta capciosa. Al mismo tiempo, intentaría convencerlo de que ella era la mejor para el puesto, por si acaso.
– Lencería-dijo él, tomando una carpeta-. Hábleme de su experiencia en el negocio de la lencería.
Claudia parpadeó. Evidentemente se había equivocado de oficina. Aunque si estuviera en una isla desierta o atrapada en un estrecho ascensor, Thomas Dalton sería el hombre perfecto para hacerle compañía.
– Pues… todo el mundo lleva ropa interior.
Aquella frase resumía todo lo que sabía sobre el tema.
– En realidad, los informes de márketing muestran que cada vez hay más gente que no la usa-replicó él, levantando una ceja.
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