Liz Fielding
El Milagro del Amor
El Milagro del Amor
Título Original: The Marriage Miracle (2005)
FUNERALES y bodas. Sebastian Wolseley los odiaba por igual. Al menos el primero lo había salvado de asistir a la parte más tediosa de la segunda. Y además, le proporcionaba una buena excusa para marcharse una vez cumplido su deber con uno de sus antiguos amigos.
Mientras contemplaba con pesadumbre la copa casi intacta que sostenía en la mano, pensó que lo último que le apetecía era participar en un festejo.
– Estás pensando en que te atreverías con algo más fuerte, ¿verdad?
Sólo en ese momento fue consciente de la presencia de la mujer que lo había arrancado de sus pensamientos.
Era la única ocupante de una mesa en la terraza, todavía con los restos de un exquisito bufé. La única que no se encontraba en la pista de baile en el jardín, bajo el toldo. Por su mirada directa e imperturbable, Sebastian tuvo la inquietante sensación de que hacía rato que lo observaba.
No era el tipo de mujer que llamara la atención. Su colorido era indefinido, pardusco. Era demasiado delgada para ser hermosa, y su técnica para ligar, demasiado trillada como para atraer su interés. Sin embargo, sus rasgos eran marcados y sus ojos brillaban de inteligencia; y fue algo más que la cortesía lo que le impidió dejar el vaso y marcharse de allí.
– ¿Y después de tu número le regalas al público un baile de claque?
Ella alzó las cejas, sin sonreír.
– ¿Bailar? -preguntó con seriedad.
– ¿No actúas en un cabaret? Entonces, tal vez tu número consista en adivinar los pensamientos del público.
Al notar el mordiente sarcasmo de sus palabras, Sebastian se culpó por no haberse marchado antes. No tenía por qué dejar caer su mal humor sobre los inocentes invitados que andaban por ahí. O que permanecían sentados, como ella.
– No se necesita ser adivina para darse cuenta de que no estás disfrutando de esta velada «hasta-que-la-muerte-nos-separe» -la mujer devolvió el golpe sin alterarse, pero sin sonreír-. Has estado tanto rato con ese vaso en la mano que seguramente su contenido ya se ha calentado. De hecho, me atrevería a pensar que te sentirías más a gusto en un velatorio que celebrando la bendición de una boda.
– Definitivamente adivinas los pensamientos -observó al tiempo que colocaba el vaso en la mesa de ella-. Aunque tengo la sensación de que el velatorio que acabo de dejar hará que esta fiesta parezca bastante más sosegada.
Y entonces se sintió verdaderamente culpable.
Primero, había sido grosero con la mujer, y al ver que permanecía inmutable, intentó molestarla, sin el menor éxito al parecer. Ella se limitó a ladear ligeramente la cabeza, un gesto semejante al de un pájaro curioso.
– ¿Era un familiar? -inquirió con naturalidad, evitando el típico tono reverente en circunstancias tan penosas.
Esa naturalidad fue como un extraño respiro a la locura que se había apoderado de su vida durante la última semana, y por primera vez sintió que desaparecía parte de su tensión.
– Sí, mi loco y malvado tío George, un primo lejano realmente, aunque mucho mayor que yo.
Ella apoyó la barbilla en las manos, con los codos sobre la mesa.
– ¿De qué modo era loco y malvado?
– Del mismo modo en que lo era su homónimo, lord Byron.
– Comprendo.
Incluso a la tenue luz del atardecer de un día de verano, con una cuantas velas encendidas en la mesa redonda, y el reflejo de la iluminación que habían puesto en los árboles, su rostro no era suave ni poseía una belleza convencional, pero la fina piel cubría unos huesos elegantes. Sebastian concluyó que la fuerza que emanaba de ella provenía de su interior. No, no estaba coqueteando con él. Sólo mostraba interés.
– Loco, malvado y peligroso. Una tentación para mujeres estúpidas. Así que, ¿el bullicioso funeral fue una expresión de alivio o la celebración de una vida vivida en plenitud? -preguntó, con la mayor seriedad.
Sebastian se dio cuenta de que, aunque lo hubiera deseado, ya era demasiado tarde para marcharse, así que optó por sentarse frente a ella.
– Eso depende del punto de vista de cada cual. La familia se inclinó por lo primero y los amigos por lo último.
– ¿Y tú?
– Todavía no lo tengo claro pero, ¿cuántas personas, conscientes de su inminente final, se tomarían la molestia de disponer un funeral a lo grande para alegría de los amigos y escándalo de la familia? Como te digo, un suceso que dará que hablar durante años.
– A mí me parece muy bien.
– Tío George dejó instrucciones para que todo el mundo se divirtiera. En el velatorio no se sirvió más que excelente champán, salmón ahumado y caviar. Unas instrucciones que sus amigos se están tomando muy a pecho.
– ¿Y por qué tú no? Eso es maravilloso.
– Quizá porque llevo luto por mi propia vida -comentó. Ella esperó. Era la perfecta interlocutora, consciente de su necesidad de hablar, aunque fuera con una desconocida como ella-. Verás, metafóricamente hablando, me han encargado poner todo en orden cuando se acabe la fiesta.
– ¿De veras? ¿Eres abogado?
– No, banquero.
– Han hecho una elección acertada.
– No, si uno es el banquero en cuestión.
Ella hizo una mueca.
– Evidentemente se trata de algo más que pagar unas cuantas cajas de champán.
– Me temo que sí. Pero tienes razón, es de mala educación traer mis problemas a una boda. A decir verdad, mis intenciones eran hacer acto de presencia y brindar con la feliz pareja. Y como eso ya está hecho, debería llamar un taxi.
Pero no se movió.
– ¿Crees que un whisky podría contribuir a aplacar tus fantasmas?
En ese momento, Sebastian concluyó qué no había nada pardusco en sus ojos. Eran de un raro color, más ámbar que marrones, bordeados de espesas pestañas, y su boca era amplia, de labios abultados.
– Podría ser, sólo si bebes tú también -dijo al tiempo que miraba hacia el sector entoldado, y de inmediato deseó haberse callado la boca. Lo último que deseaba era abrirse paso entre los alegres invitados para llegar al bar.
– No hace falta que libres una batalla entre la horda de bailarines. Cruzando ese ventanal encontrarás un frasco en la mesa junto al sofá -dijo mientras señalaba hacia la casa.
– ¿No sería abusar de la hospitalidad de nuestro anfitrión? -preguntó mirándola con más detenimiento, y se sintió vagamente sorprendido al ver que ella sonreía.
– No pondrá objeciones. En este caso, la hospitalidad corre por mi cuenta. Vivo ahí, en el apartamento del jardín -dijo al tiempo que le tendía la mano-. Soy Matty Lang, prima de la novia y su madrina de boda.
– Sebastian Wolseley -saludó al tiempo que le estrechaba la mano que, aunque pequeña, respondió con firmeza.
– ¿El pez gordo de la banca de Nueva York? Me preguntaba cómo serías cuando escribí las invitaciones.
– ¿Tú las hiciste? -preguntó en tanto recordaba la exquisita escritura en letra caligrafiada que adornaba la tarjeta de invitación a la boda de Francesca y Guy Dymoke y la recepción que celebrarían en el jardín de la casa-. ¿No es tarea de la novia escribir las invitaciones?
– No tengo ni idea, pero la novia estaba muy atareada en esos días sufriendo todas las molestias de un parto.
– Ésa sí que es una excusa legítima. Hiciste un hermoso trabajo. Espero que te lo haya agradecido debidamente.
– La gratitud no cuenta aquí. ¿Eres amigo de Guy? ¿O ésta es una visita obligada para paliar un pésimo día?
– Nunca he dicho que sea una visita obligada. Dije que no era mi intención quedarme demasiado tiempo. Y en cuanto a la primera pregunta, somos amigos desde los tiempos de la universidad en que compartimos nuestro mutuo interés por la cerveza y las mujeres -afirmó, y de inmediato decidió no seguir por ahí-. Pero no nos veíamos desde hace años. Yo vivo en Nueva York, y Guy nunca permanecía estable en un lugar el tiempo suficiente como para alcanzar a saludarlo.
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