Jacquie D’Alessandro
Un Amor Escondido
Serie Regencia Histórica, 02
Dedico este libro con toda mi gratitud a
John Hensley por su gentileza, su apoyo y
por lo duro que ha trabajado para mí.
Quiero también manifestar mi más sincero
agradecimiento a su magnífico equipo
por haberme hecho sentir bienvenida:
Dawn Doud, DeeAnn Kline, Pam Manley,
Bev Martin, Carrie Murakami, Tracey
Neel, Anna SheaNicholls, George Scott y
Susie Straussberger. Gracias a todos por
mostrarme el Poder de Uno.
Y, como siempre, gracias a Joe, mi increíble
esposo, por su amor incondicional,
su paciencia y su apoyo y por decirme
siempre «puedes hacerlo» justo cuando
más necesitaba oírlo; y a Christopher,
«tú puedes hacerlo» Júnior, mi maravilloso
hijo, del que tan orgullosa me siento.
¡Te adoro!
Quisiera dar las gracias a las siguientes personas por su inestimable ayuda y apoyo:
A mis editoras, Carne Feron y Erika Tsang, por su amabilidad, sus ánimos y sus maravillosas ideas.
A mi agente, Damaris Rowland, por su fe y su sabiduría.
A Martha Kirkland, por tener siempre las respuestas a las preguntas que surgían de mis investigaciones.
A Jenni Grizzle y a Wendy Etherington, por empujarme a seguir y por estar siempre ahí para una copa de champán y una ración de tarta de queso.
A Brenda D'Alessandro, por ser tan divertida, la mejor compradora del mundo; y gracias también a Kay y a Jim Johnson, a Kathy y a Dick Guse, a Lea y a Art D'Alessandro, a JoBeth Beard, a Ann Wonycott y a Michelle, Steve y Lindsey Grossman.
Un ciberabrazo a mis Looney Loopies: Connie Brockway, Marsha Canham, Virginia Henley, Jill Gregory, Sandy Hingston, Julia London, Kathleen Givens, Sherri Browning y Julie Ortolon, y también a las Tentadoras.
Un agradecimiento muy especial a los miembros del Georgia Romance Writers: JoBeth Beard, Ana Payne, Judy Wilson y Jeannie Pierannunzi.
Y, por último, gracias a las maravillosas lectoras que se han tomado el tiempo de escribirme o de enviarme un correo electrónico. ¡Me encanta saber de vosotras!
La mujer moderna actual debería luchar por la iluminación personal, la independencia y la franqueza. El lugar idóneo para dar comienzo a esta lucha por la asertividad es el dormitorio…
Guía femenina para la consecución
de la felicidad personal y la satisfacción íntima
CHARLES BRIGHTMORE
– Un escándalo, eso es lo que es -se oyó el ultrajado susurro de una voz masculina-. Mi esposa se ha hecho no sé cómo con un ejemplar de esa maldita Guía femenina.
– ¿Cómo lo sabe? -se oyó decir a otro gruñón susurro masculino.
– Es más que obvio. A juzgar por su forma de actuar. No hace más que vomitar estupideces sobre «la mujer moderna actual» y sobre «la independencia» como una tetera hirviendo. ¡Ayer mismo entró en mi salón privado y me preguntó sobre mis resultados en el juego y sobre la cantidad de tiempo que paso en White's!
Siguieron agudas inspiraciones.
– Menudo ultraje -musitó el susurrante gruñón.
– Precisamente lo que yo le dije.
– ¿Qué hizo?
– Naturalmente, la eché de mi salón, llamé a un carruaje y la envié a Asprey's para que se comprara una baratija nueva con la que distraerse.
– Excelente. ¿Debo entender que su estrategia surtió efecto?
– Desafortunadamente no todo lo que habría deseado. Anoche la encontré esperándome en mi antecámara. Me dio un buen susto, se lo aseguro. Sobre todo porque acababa de despedirme de mi amante y estaba profundamente agotado. Maldita sea, una esposa no debe proferir tales demandas ni albergar tales expectaciones.
– Mi esposa hizo exactamente lo mismo la semana pasada -se oyó decir a un tercer susurro ofendido-. Entró en mi alcoba con todo el descaro que pueda imaginarse, me empujó contra el colchón y luego… bueno, el único modo en que me atrevo a describirlo es diciendo que saltó sobre mí. Me dejó los pulmones sin una gota de aire y a punto estuvo de aplastarme. Allí tumbado, inmóvil bajo aquel estado de profunda conmoción, luchando por recuperar el aliento, va ella y me dice con el más impaciente de los tonos: «Mueve un poco el culo». ¿Pueden acaso imaginar acto y palabras más indignos? Y, entonces, justo cuando creí que ya nada podía causarme mayor perplejidad, exigió saber por qué yo nunca…
La voz se apagó aún más y lady Catherine Ashfield, vizcondesa de Bickley, se inclinó más sobre el biombo oriental que ocultaba su presencia de los hombres que hablaban al otro lado.
– …tenemos que detener a ese tal Charles Brightmore -susurró uno de los caballeros.
– Estoy de acuerdo. Un desastre de proporciones tremendas, eso es lo que nos ha causado. Ni que decir tiene que, si mi hija lee esa maldita Guía, no casaré jamás a la tontuela muchacha. Independencia, sin duda. Completamente insoportable. Esta Guía podría ser peor que el levantamiento incitado por las escrituras de esa tal Wollstonecraft. No son más que ridículos disparates reformistas.
La declaración encontró eco en los murmullos de conformidad. El susurrante prosiguió:
– En cuanto a la alcoba, las mujeres están exigiendo ya suficientes chiquilladas, reclaman constantemente nuevos vestidos, pendientes, carruajes y demás. Es un ultraje que sus expectativas se extiendan a esa parcela. Sobre todo cuando se trata de una mujer de la edad de mi esposa, madre de dos hijos mayores. Indecente, eso es lo que es.
– No podría estar más de acuerdo. Si llego a encontrarme en compañía del bastardo ese de Brightmore, le retorceré el cuello personalmente. Emplumarlo no me parece suficiente para él. Todo el mundo con quien he hablado parece ser de la opinión que Charles Brightmore es un seudónimo, y, siendo como es un cobarde, se niega a dar la cara e identificarse. El libro de apuestas de White's es un auténtico frenesí de apuestas sobre su identidad. Malditos sean todos. ¿Qué clase de hombre es capaz de pensar, por no hablar ya de escribir, ideas tan impropias?
– Bueno, he pasado por White's justo antes de venir aquí, y la última teoría propone la posibilidad de que el tal Charles Brightmore sea en realidad una mujer. De hecho, he oído…
Las palabras veladas del caballero quedaron sofocadas por el estallido de una cercana risa femenina. Catherine se acercó aún más hasta casi pegar la oreja al biombo.
– …y, de ser cierto, sería el escándalo del siglo. -Oyó entonces más murmullos ininteligibles, y luego-:…contratado a un detective hace dos días para llegar al fondo del asunto. Es un hombre altamente recomendado… despiadado, y dará con la verdad. De hecho… oh, maldición, me ha visto mi esposa. Un momento, miren cómo revolotean sus pestañas al mirarme. Chocante, eso es lo que es. Espantoso. Y definitivamente aterrador.
Catherine echó una mirada por el borde del panel. Lady Markingworth estaba en uno de los extremos del salón de baile con sus rotundas proporciones embutidas en un desafortunado vestido de satén verde amarillento que daba a su rostro un tinte claramente cetrino. Llevaba el cabello castaño dispuesto en un complicado peinado que incluía tirabuzones y lazos y plumas de pavo real. Con su atención fija en el lado opuesto del biombo, lady Markingworth parpadeaba como si hubiera sido sorprendida en una tormenta de viento plagada de polvo. Entonces, con aire decidido, se encaminó hacia allí.
– Maldita sea -se oyó un horrorizado y aterrado susurro que, según supuso Catherine, pertenecía a lord Markingworth-. Tiene ese condenado brillo en la mirada.
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