Jacquie D’Alessandro
Una Boda Imprevista
Este libro está dedicado, con todo mi cariño y mi más profunda gratitud, a Deborah Smith, Sandra Chastain, Anne Busyhead y Ann Howard White por lanzarme una cuerda de salvamento cuando me hallaba a la deriva y a punto de irme a pique.
También lo dedico a mis críticas colegas Donna Fejes, Susan Goggins y Carina Rock por amansar las aguas procelosas e izarme de nuevo a bordo cada vez que he querido abandonar el barco.
Y, como siempre, dedico el libro a mi increíble y maravilloso esposo Joe, el capitán de mi corazón, que tanto me ha apoyado, y a mi estupendo hijo Christopher, alias capitán Junior, de quien estoy tan orgullosa.
Inglaterra, 1816
Austin Randolph Jamison, noveno duque de Bradford, observaba a sus invitados desde un recoveco sombrío. Las parejas daban vueltas sobre la pista de baile: un arco iris de mujeres que lucían joyas y atuendos caros acompañadas por caballeros impecablemente vestidos. Cientos de velas de cera de abeja titilaban en las arañas de luces, bañando en un cálido brillo el salón donde se celebraba la fiesta. Más de doscientos miembros de la alta sociedad se habían reunido en aquella casa, y a Austin le habría bastado con extender el brazo para tocar a una docena de personas.
Pero nunca se había sentido tan solo.
Salió de la sombra, cogió una copa de brandy de la bandeja de plata de un criado que pasaba por allí y se la llevó a los labios.
– Ah, por fin lo encuentro, Bradford. He estado buscándolo por todas partes.
Austin se quedó paralizado, reprimiendo un exabrupto. No sabía con certeza quién le había hablado, pero no importaba. Sabía, en cambio, por qué la persona que se encontraba detrás de él lo había estado buscando, por lo que se le hizo un nudo en el estómago. No tenía escapatoria, así que se bebió la mitad de su brandy de un trago, se preparó mentalmente y se volvió.
Lord Digby se encontraba ante él.
– Acabo de visitar la galería, Bradford -dijo Digby-. El nuevo retrato de William con su uniforme militar es magnífico. Me parece un homenaje muy adecuado. -El redondo rostro adoptó una expresión ceñuda mientras sacudía la cabeza-. Qué espantosa tragedia, morir en su última misión.
Austin se obligó a hacer un cortés gesto de asentimiento.
– Estoy de acuerdo.
– Aun así, es un honor morir como un héroe de guerra.
Austin notó una presión creciente en el pecho. Héroe de guerra. Ojalá fuese cierto. Sin embargo, la carta que guardaba bajo llave en el cajón de su escritorio había confirmado sus sospechas de que no lo era.
De pronto le vino a la mente una fugaz imagen de William, esa última imagen desgarradora que ya nada podría borrar. Un sentimiento de culpa y arrepentimiento se apoderó de él, y sus dedos apretaron con fuerza la copa de brandy.
Aire. Necesitaba desesperadamente respirar aire fresco para aclarar sus pensamientos. Tras ofrecer una disculpa, se encaminó hacia las puertas vidrieras.
Caroline, su hermana, sonrió al verlo, y él le devolvió una sonrisa forzada. Aunque las reuniones sociales lo aterrorizaban, le complacía ver a Caroline tan contenta. Hacía demasiado tiempo que esa chispa de alegría despreocupada no le iluminaba el hermoso rostro, y si para hacerla feliz él tenía que desempeñar el papel de anfitrión en ese maldito baile, eso era precisamente lo que haría. A pesar de todo, hubiera deseado que Robert estuviese allí y no viajando por el continente. Su jovial hermano menor se desenvolvía mucho mejor que él en ese papel.
Haciendo caso omiso de las miradas de curiosidad que se habían posado en él, Austin salió del salón en dirección a los jardines. Ni el dulce perfume de las fragantes rosas en el aire veraniego ni la luna llena, cuya luz teñía de plata el paisaje, lo pusieron de mejor humor ni relajaron sus agarrotados músculos. Algunas parejas paseaban por allí, conversando en voz baja, pero Austin, resuelto a disfrutar de unos minutos de paz, no les prestó atención.
No obstante, incluso mientras enfilaba un sendero muy bien cuidado, sabía en el fondo que esa paz estaba fuera de su alcance.
¿Adivinaría alguien la verdad? No, se respondió con decisión. Todos -Caroline, Robert, su madre, el condenado país entero- creían que William había muerto como un héroe, y Austin estaba dispuesto a pagar cualquier precio por mantener viva esa ilusión, por proteger a su familia y la memoria de su hermano del desastre.
Pronto llegó a su destino, una zona privada rodeada por setos altos, en el borde exterior de los jardines. La visión del banco de piedra desocupado era la más reconfortante que había tenido esa noche. Un refugio.
Con un suspiro de alivio, se sentó y estiró las piernas, dispuesto a disfrutar de ese remanso de paz. Se llevó la mano al bolsillo para sacar su cigarrera dorada, pero se detuvo al oír un ruido procedente de los setos.
Los arbustos se separaron y Austin vio a una joven que intentaba abrirse paso entre ellos. Resollando y murmurando para sí, trataba en vano de liberarse de las ramas que se le habían enredado en el cabello y enganchado en el vestido.
Austin apretó los dientes y reprimió un juramento. Sabía que de nada serviría rezar para que ella se marchase. Últimamente sus plegarias no habían sido escuchadas muy a menudo.
La joven no cesaba de revolverse y barbotar en los arbustos. Debía de ser una mocosa que se había escabullido del baile para encontrarse clandestinamente con su amante. O tal vez se tratara de otra insensata en busca de un título y empeñada en llevarlo al altar. Incluso era posible que lo hubiese seguido hasta el jardín. Presa de la frustración, se levantó para marcharse.
– ¡Maldición! -exclamó la joven, desesperada.
Tiró del vestido con impaciencia para desengancharlo del matorral, pero no lo logró. Entonces aferró la falda con las dos manos y estiró con todas sus fuerzas. Se oyó el inconfundible sonido de la tela al rasgarse.
Liberada repentinamente del aprisionamiento de los arbustos, salió disparada hacia delante y cayó de bruces sobre la hierba húmeda. A causa de la violencia de la caída, sus pulmones expulsaron todo el aire de golpe.
– Estos malditos vestidos de baile… -masculló, sacudiendo la cabeza como para aclararse la vista-. Acabaré matándome por su culpa.
Austin apretó los puños. Su primer impulso fue el de escapar antes de que ella reparase en su presencia, pero vaciló al verla en el suelo, inmóvil. Tal vez estuviese herida. Por mucho que lo sedujese la idea de dejarla ahí tirada para que se pudriese, no podía hacerlo. Esperaba que, si Caroline se hiciese daño, alguien la ayudara… Aunque, por supuesto, su hermana jamás se pondría en una situación tan ridícula.
Tras maldecir su falta de determinación para marcharse, preguntó:
– ¿Se encuentra bien?
La joven jadeó y alzó la cabeza. Fijó la mirada en los formales pantalones negros de él durante varios segundos antes de volver a descansar la cabeza sobre la hierba.
– Oh, Dios, ¿por qué ha tenido alguien que verme así?
– ¿Se encuentra bien? -repitió él, esforzándose por contener la impaciencia.
– Sí, por supuesto. Siempre he gozado de una salud envidiable. Gracias por preguntar.
– ¿Puedo ayudarla en algo?
– No, gracias. El orgullo me exige que salga por mi propio pie de esta situación que se suma a una larga lista de humillaciones.
Pero no se movió, y se hizo un silencio tenso.
– ¿No piensa levantarse?
– No, creo que no. Pero de nuevo le agradezco que me lo pregunte.
Austin apretó los dientes hasta que le dolieron las mandíbulas, preguntándose cuánto champán habría trasegado la mocosa.
– ¿Está achispada?
Ella alzó la cabeza unos centímetros.
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