Título original: Unconquered
Para todos aquellos
para quienes sólo
hay un amor
Wyndsong1811
Se da usted cuenta de que nuestros respectivos gobiernos podrían considerar que lo que hacemos es una traición? -dijo lord Palmerston pausadamente-. Se me considera, como usted bien sabe, un inconformista porque prefiero la acción directa a toda esa palabrería que se oye en el Parlamento y en el consejo de ministros de Su Majestad… -Hizo una pequeña pausa para contemplar el rojo intenso del clarete en su copa. El cristal tallado de Waterford brillaba como un rubí con el vino y la luz del fuego y se reflejaba en el atractivo rostro de Lord Palmerston. En el exterior, el silencio de la medianoche sólo quedaba roto por el suave susurro del viento naciente, que arrastraba jirones de niebla de la costa-. Sin embargo -continuó Henry Temple, lord Palmerston-, creo, capitán Dunham, al igual que los intereses que usted representa, que esta situación no nos enfrenta, y que nuestro auténtico enemigo es Napoleón. ¡Napoleón debe ser destruido!
Jared Dunham se apartó de la ventana y volvió junto a la chimenea. El joven era delgado, moreno y muy alto. Era mucho más alto que el otro hombre y Henry Temple medía más de un metro ochenta. Los ojos de Jared eran de un extraño color verde oscuro y sus párpados parecían pesados, por lo cual daban la impresión de estar siempre medio cerrados por el peso de sus espesas y largas pestañas. Su nariz larga y afilada y sus labios finos le conferían un aire de diversión burlona. Tenía manos grandes, elegantes, de uñas redondeadas y bien cuidadas. Eran unas manos fuertes.
Acomodándose en uno de los sillones de tapicería colocados ante las alegres llamas del hogar, Jared se echó hacia delante para mirar a lord Palmerston, el ministro de defensa inglés.
– Si pudiera atacar con éxito al enemigo que le está estrangulando, milord, preferiría no tener a otro enemigo a sus espaldas. ¿Me equivoco?
– En absoluto -afirmó lord Palmerston con la máxima sinceridad. Una sonrisa fría alzó la comisura de los labios del americano aunque no acabó de llegar a sus ojos verde botella.
– ¡Por Dios, señor, que sois sincero!
– Nos necesitamos, capitán -fue la franca respuesta-. Su país puede haberse independizado de Inglaterra hace veinte años, pero no puede negar sus raíces. Sus nombres son ingleses, el estilo de sus muebles y su ropa, su mismo gobierno es muy parecido al nuestro, aunque sin el rey Jorge, claro. No puede negar el lazo que nos une. Incluso usted, si mi información es correcta, va a heredar una tierra y la concesión de un título, algún día.
– Pasará mucho tiempo antes de que lo herede, milord. Mi primo Thomas Dunham, octavo lord de Wyndsong Island, goza de excelente salud, gracias a Dios. No tengo el menor deseo de llevar semejante carga en este punto de mi vida. -Calló un instante y prosiguió-: América debe disponer de un mercado para sus productos e Inglaterra nos proporciona este mercado, así como ciertas necesidades y lujos que nuestra sociedad requiere. Ya nos hemos liberado de los franceses adquiriendo el inmenso territorio de Luisiana, pero al hacerlo, nosotros, los de Nueva Inglaterra, hemos permitido que nos dominara un grupo de jóvenes exaltados que, habiendo oído historias exageradas acerca de cómo derrotamos a los ingleses en el 76, ahora están impacientes por reemprender la lucha.
“Como hombre de negocios, no me gusta la guerra. Oh, claro, puedo ganar mucho dinero forzando su bloqueo, pero al final perdemos ambos, porque no podemos pasar suficientes barcos a través del bloqueo para satisfacer las demandas de ambos bandos. Ahora mismo hay algodón pudriéndose en los muelles de Savannah y Charleston que sus fábricas necesitan desesperadamente. Sus tejedores trabajan sólo tres días a la semana, y los parados organizan disturbios. La situación en nuestros dos países es espantosa”.
Henry Temple asintió, pero Jared Dunham no había terminado aún.
– Sí, lord Palmerston, América e Inglaterra se necesitan, y quienes comprendemos esta situación trabajaremos con usted, en secreto, para ayudar a la destrucción de nuestro común enemigo, Bonaparte. No queremos extranjeros en nuestro gobierno, y ustedes los ingleses no pueden, por ahora, hacer la guerra en dos continentes.
“No obstante, el señor John Quincy Adams me ha encargado decirle que su Orden Real que nos prohíbe comerciar con otros países a menos que paremos primero en Inglaterra o en otros puertos británicos, es de una arrogancia suprema. ¡Somos una nación libre, señor!
Henry Temple, lord Palmerston, suspiró. La Real Orden había sido una acción arrogante y desesperada por parte del Parlamento inglés.
– Estoy haciendo cuanto puedo -contestó-, pero también nosotros tenemos nuestra cuota de exaltados tanto en la Cámara de los Comunes como en la de los Lores. La mayoría de ellos jamás ha manejado una espada, o una pistola, o visto una batalla, pero todos ellos saben mucho más que usted y que yo. Todavía creen que su victoria sobre nosotros fue por pura suerte y desfachatez colonial. Hasta que podamos convencer a estos caballeros de que nuestras fortunas están unidas, también yo tendré un duro camino que recorrer.
El americano asintió.
– Salgo para Prusia y San Petersburgo dentro de pocos días. Ni Federico Guillermo ni el zar Alejandro son aliados entusiastas de Napoleón. Veré si mi mensaje de una posible cooperación angloamericana puede minar dichas alianzas. Pero hay que admirar al corso. Ha barrido de un golpe casi toda Europa.
– Sí y apunta con una flecha al corazón de Inglaterra -respondió con odio salvaje lord Palmerston-. Si logra vencernos, yanqui, no tardará en cruzar el mar a por ustedes.
Jared Dunham rió, pero el sonido era más duro que alegre.
– Estoy más convencido que usted, señor, de que Napoleón nos vendió su Luisiana porque necesitaba el oro de América a fin de poder pagar a sus tropas. Tampoco podía permitirse una guarnición en una área tan vasta poblada en su mayoría por americanos angloparlantes y pieles rojas salvajes. Incluso los criollos franco parlantes de Nueva Orleans son más americanos que franceses. Después de todo, son los parientes del antiguo régimen eliminados por la revolución que impulsó a Napoleón al poder. Sé que si el emperador creyera que podría tener tanto el oro como el territorio americanos, se los quedaría. Pero no le es posible y haría bien teniendo en cuenta el resultado de la guerra entre América e Inglaterra.
– ¡Que me aspen si no es usted directo y preciso, señor!
– Un rasgo típicamente americano, milord.
– ¡Vive Dios, yanqui, que es usted de mi agrado! -replicó lord Palmerston-. Sospecho que nos llevaremos muy bien. Ya ha realizado un buen trabajo por un colonial. -Rió entre dientes y se inclinó hacia adelante para llenar su vaso y el de su invitado, de la botella que tenía a su lado-. Debo felicitarle por haber sido elegido en White's. Es una primicia para ellos. No es usted solamente un americano, sino uno que se gana su propio sustento. ¡Me sorprende que no se derrumbaran las paredes!
– Sí-convino Jared sonriente. La encantaba el sentido del humor de lord Palmerston-. Tengo entendido que soy uno de los pocos americanos que han sido admitidos en aquel jardín sagrado.
Palmerston se echó a reír.
– Cierto, yanqui, pero ya supondrá usted que las riquezas de un verdadero caballero se supone que están ahí. No importa que muchos de nuestro caballeros estén cargados de deudas y con los bolsillos vacíos: ellos siguen, a pesar de todo, sin mancillarse con un trabajo. Debe de tener usted poderosos amigos, yanqui.
Página siguiente