Susan Mallery
Dulces problemas
Dulces problemas (2010)
Título Original: Sweet trouble (2008)
Serie: 3º Las hermanas Keyes
– Aquí te llaman «cabrón implacable» -dijo Diane mientras miraba el artículo de la revista de negocios-. Debes de estar contento.
Matthew Fenner miró a su secretaria, pero no dijo nada. Por fin, ella alzó la vista y sonrió.
– Te gusta que te llamen «cabrón implacable» -le recordó ella.
– Me gusta el respeto.
– O el miedo.
Él asintió.
– El miedo vale.
Diane dejó la revista sobre la mesa.
– ¿No quieres que nadie piense que eres agradable?
– No.
Su secretaria suspiró.
– Me preocupas.
– Pues es una pérdida de tiempo.
– Tranquilo. Sólo lo hago durante mis horas libres.
Él miró con cara de pocos amigos a su ayudante, pero Diane no le hizo caso. Aunque Matt nunca iba a admitirlo, el hecho de que ella no se dejara intimidar era uno de los motivos por los que había durado tanto en su puesto. Aunque él tuviera fama de ser el tipo de empresario que dejaba al rival sangrando en la cuneta, no le gustaba que sus empleados se acobardaran. Al menos, no todo el rato.
– ¿Algo más? -preguntó, y miró significativamente hacia la puerta.
Ella se levantó.
– Jesse ha vuelto a llamar. Ya van tres veces en tres días. ¿Vas a devolverle la llamada?
– ¿Tiene importancia?
– Sí. Si vas a seguir ignorándola, me gustaría decírselo y poner fin a su tormento -dijo Diane, y frunció el ceño-. Normalmente eres más claro con tus rubias tontas. Casi nunca vuelven a llamarte después de que las hayas dejado.
– Te he pedido que no las llames así.
Diane pestañeó con fingida inocencia.
– ¿De veras? Lo siento, siempre se me olvida.
Estaba mintiendo, pero Matt no le llamó la atención. Diane mostraba así su desaprobación; siempre se quejaba de que sus novias eran intercambiables, como si fueran muñecas, de que todas ellas se parecían físicamente, eran muy guapas y carecían de cerebro. No estaba equivocada.
Lo que Diane no entendía era que él salía con aquellas mujeres a propósito. No estaba buscando más.
– Es alguien a quien conozco desde hace mucho -dijo Matt, y al instante se arrepintió. Diane no tenía por qué conocer esa información. Aquella parte de su vida había terminado mucho tiempo atrás.
– ¿De veras? ¿Y tiene personalidad, o cerebro? Ahora que lo mencionas, por teléfono parecía casi normal…
– No lo he mencionado.
– Mmm… Estoy segura de que sí. Bueno, cuéntame quién es esa misteriosa mujer del pasado.
– Ya puedes marcharte.
– ¿Por qué ha vuelto a Seattle? ¿Es simpática? ¿Crees que me caería bien? ¿Te gusta?
Él señaló la puerta. Diane atravesó la oficina.
– Entonces me has dicho que la próxima vez que llame te pase la llamada, ¿no?
Él no respondió y ella se marchó.
Matt se levantó y se acercó a la cristalera. Su oficina estaba en una de las colinas del Eastside y tenía unas vistas impresionantes. Su carrera profesional y sus negocios ilustraban todos los aspectos del éxito. Lo había conseguido, y tenía todo lo que se podía querer: dinero, poder, respeto… y nadie ante quien responder.
Lentamente, arrugó la nota con el mensaje de Jesse y lo tiró a la papelera.
A pesar de las promesas de varios poetas célebres y de un par de canciones de country lacrimógenas, Jesse Keyes descubrió que era posible volver a casa otra vez, lo cual era una mala suerte. No podía culpar a nadie por las circunstancias del momento, porque era ella misma quien había decidido regresar a Seattle. Aunque, en realidad, quizá hubiera tenido un poco de ayuda del chico tan dulce que había en su vida.
Miró por el espejo retrovisor y sonrió a su hijo de cuatro años.
– ¿Sabes una cosa? -le preguntó.
A él le brillaron los ojos, y sonrió.
– ¿Ya hemos llegado?
– ¡Ya estamos aquí!
Gabe aplaudió.
– Me gusta estar aquí.
Iban a pasar el verano en la ciudad, o el tiempo que fuera necesario para ordenar su pasado y decidir su futuro. Quizá, una semana, más o menos.
Jesse paró el motor, salió del coche y abrió la puerta trasera del coche. Le quitó el cinturón de seguridad a Gabe, lo ayudó a bajar de su silla y ambos se quedaron mirando al edificio de cuatro plantas ante el que se hallaban.
– ¿Vamos a quedarnos aquí? ¿De verdad? -preguntó el niño con reverencia.
Era un hotel para estancias prolongadas bastante modesto. Jesse no tenía dinero para alojarse en un hotel de lujo. La habitación tenía cocina y, en las críticas de las revistas de Internet, se decía que estaba limpio, lo más importante para ella.
Sin embargo, para Gabe, que no había estado en un hotel en su vida, aquel refugio temporal era algo nuevo y emocionante.
– De verdad -respondió ella, y lo tomó de la mano-. ¿Quieres que nos alojemos en una habitación del último piso?
Él abrió unos ojos como platos.
– ¿Podemos? -preguntó en un susurro.
Ella tendría que subir más escaleras, pero se sentiría más segura en el piso más alto.
– Eso es lo que he pedido.
– ¡Yupi!
Treinta minutos más tarde, estaban probando cómo botaban las camas de la habitación, mientras Gabe decidía cuál quería. Ella deshizo las maletas que había subido por los tres tramos de escaleras. Tenía que empezar a pensar en hacer ejercicio de nuevo. Todavía tenía el corazón acelerado de la subida.
– Vamos a salir a cenar fuera -dijo ella-. ¿Te apetecen espaguetis?
Gabe se lanzó hacia ella y le abrazó las piernas con tanta fuerza como pudo. Ella le acarició el pelo, castaño y suave.
– Gracias, mamá -susurró.
Porque comer su comida favorita en un restaurante era un lujo muy poco frecuente.
Jesse se sentía un poco culpable por no cocinar en su primera noche en Seattle, pero después decidió que ya se flagelaría más tarde. En aquel momento estaba cansada. Había conducido durante cinco horas desde Spokane a Seattle, y había trabajado hasta más de la medianoche el día anterior, porque quería ganarse todas las propinas que pudiera. El dinero iba a ser escaso mientras estuviera en Seattle.
– De nada -dijo, y se puso de rodillas para estar a su nivel-. Creo que te va a gustar mucho ese sitio. Se llama la Old Spaghetti Factory.
Era un restaurante perfecto y adecuado para los niños. A nadie le importaría que Gabe se ensuciara comiendo espaguetis y ella podría tomarse una copa de vino y fingir que todo iba perfectamente.
– ¿Y voy a conocer a papá mañana?
– Seguramente mañana no, pero pronto.
Gabe se mordió el labio.
– Yo quiero a papá.
– Ya lo sé.
O al menos, la idea de tener un padre. Su hijo era el motivo por el que había decidido enfrentarse a los fantasmas de su pasado y volver a casa. El niño había empezado a hacer preguntas sobre su padre un año antes: ¿Por qué él no tenía un papá?, ¿dónde estaba su papá?, ¿por qué no quería estar con él su papá?
Jesse había pensado en mentir, en decir que Matt estaba muerto, pero cinco años atrás, cuando se había marchado de Seattle, se había prometido que viviría la vida de una manera distinta. Sin mentiras. Sin estropear las cosas. Había trabajado mucho para madurar, para construirse una vida de la que estaba orgullosa, para criar a su hijo, para ser sincera pasara lo que pasara.
Lo cual significaba que tenía que decirle la verdad a Gabe. Que Matt no sabía nada de él, pero que tal vez era hora de cambiar aquello.
No se permitió pensar en cómo iba a ser su reencuentro con Matt. No podía. Además, no sólo tenía que encontrarse con él; también estaba Claire, la hermana a la que nunca había conocido de verdad, y Nicole, su otra hermana, la que probablemente todavía la odiaba. Se encargaría de todo aquello al día siguiente.
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