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Susan Mallery - Una entre un millón

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No tenía nada en contra de mantener una relación sin ataduras, pero su corazón no tardó en pedirle algo más… Stephanie Wynne era una mujer acostumbrada a vivir a toda velocidad, hasta que el agente del FBI Nash Harmon se alojó en su pequeño hotel… y despertó sus fantasías. Cuando por fin se besaron de verdad, Stephanie decidió poner algunas reglas. No había ningún problema en compartir sensuales conversaciones de cama, pero ni hablar de amor… Parecía que nada podía sorprender a Nash hasta que aquella mujer le hizo perder el control; le enloqueció las hormonas… y el corazón.

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Susan Mallery Una entre un millón Los rompecorazones del pueblo Título - photo 1

Susan Mallery

Una entre un millón

Los rompecorazones del pueblo

Título Original: One in a Million (2003)

Serie: 10º Los rompecorazones del pueblo

Capítulo 1

«Los hombres guapos no deberían presentarse en casa de una sin avisar al menos con veinticuatro horas de antelación», pensó Stephanie Wynne mientras se apoyaba en el marco de la puerta tratando de no pensar en que llevaba casi dos días sin dormir. No recordaba cuándo fue la última vez que se duchó y tenía el pelo hecho un horror.

Tres niños con gripe bastaban para acabar con cualquier atisbo de glamour. Aunque seguramente al hombre que tenía delante no le importarían ni lo más mínimo sus problemas personales.

A pesar de que eran casi las dos de la madrugada, aquel desconocido guapo y bien vestido que estaba en su porche parecía descansado, pulcro y muy alto. Stephanie observó su traje elegante y después desvió la mirada hacia la sudadera vieja que ella llevaba puesta porque llevaba dos días sin ropa limpia porque…

Su cerebro cansado se esforzó por encontrar la respuesta.

Ah, sí. La lavadora se había estropeado.

Pero no quería preocuparse de aquel asunto. Los huéspedes de pago sólo buscaban un servicio excelente, una habitación tranquila y un desayuno hipercalórico.

Stephanie hizo lo posible para no pensar en su patético aspecto y dibujó una mueca con los labios que pretendía ser una sonrisa.

– Usted debe de ser Nash Harmon. Gracias por llamar antes para decirme que llegaría tarde.

– El avión de Chicago salió con retraso -respondió él alzando las cejas mientras la miraba de arriba abajo-. Espero no haberla despertado, señora…

– Wynne. Stephanie Wynne -se presentó ella dando un paso atrás para pisar el recibidor de la antigua casa victoriana-. Bienvenido al Hogar de la Serenidad.

Aquel nombre tan horrible para la posada había sido idea de su marido. Después de tres años había conseguido pronunciarlo sin parpadear pero nada más. Si no fuera por la carísima vidriera que ocupaba la ventana central en la que se leía el nombre, Stephanie habría cambiado el nombre sin dudarlo.

El huésped entró en la casa con una bolsa de viaje en la mano y tirando con la otra de una maleta con ruedas. Stephanie deslizó la mirada desde sus elegantes botas de piel hacia sus propias zapatillas de estar en casa con forma de conejito. Cuando subiera las escaleras y se metiera en la habitación tendría que recordar no mirarse al espejo.

El hombre firmó el libro de registros que había en recepción y le tendió una tarjeta de crédito. Cuando recibió la prueba de conformidad Stephanie le dio una llave antigua de bronce.

– Su habitación está arriba -le informó subiendo las escaleras.

Le había dado el dormitorio de enfrente. No sólo era amplia y confortable y con vistas a Glenwood, también era una de las dos únicas habitaciones para huéspedes que no estaban en el piso de abajo.

Cinco minutos más tarde Stephanie le había explicado las características de la habitación, le había informado de que el desayuno se servía de siete y media de la mañana a nueve. Por último le preguntó si quería que le dejaran el periódico en la puerta por la mañana. El hombre dijo que no. Ella asintió con una inclinación de cabeza y se encaminó hacia el pasillo.

– Señora Wynne…

– Llámame Stephanie, por favor -dijo ella girándose para mirarlo.

– ¿Tienes un mapa de la zona? -preguntó el hombre-. He venido a visitar a gente y no conozco el sitio.

– Claro. Los tengo abajo. Te dejaré uno con el desayuno.

– Gracias.

Él le dedicó una tenue sonrisa más bien forzada.

Era muy tarde y Stephanie estaba tan cansada que le dolían las pestañas. Pero en vez de marcharse en aquel momento se detuvo un instante, un instante mínimo en el que fue consciente de que la luz de la lámpara despertaba reflejos castaños en el cabello negro oscuro del hombre y que la marca de la barba incipiente que le brotaba en la mandíbula le confería un aspecto algo peligroso.

Al darse la vuelta Stephanie pensó que la falta de sueño le estaba provocando alucinaciones. Los hombres peligrosos no iban a sitios como Glenwood. Seguramente Nash Harmon sería alguien completamente inofensivo, como vendedor de zapatos o profesor. Además, no era asunto suyo cómo se ganara la vida. Mientras que tuviera dinero en la tarjeta de crédito para pagar la estancia lo mismo le daba que su huésped fuera programador informático o pirata.

Y en cuanto a que fuera guapo y seguramente soltero porque no llevaba anillo en la mano izquierda, no podía importarle menos. Muchas veces sus amigos se metían con ella por no estar dispuesta a saltar a la piscina de los hombres disponibles, pero Stephanie no les hacía caso. Ya había estado casada una vez, gracias. Tras diez años siendo la mujer de Marty había aprendido que aunque su marido pareciera una persona adulta por fuera, en su interior era tan irresponsable y tan egocéntrico como un niño de diez años. Habría conseguido más ayuda y colaboración de un perro.

Marty la había curado del deseo de tener a ningún hombre cerca. Era cierto que en ocasiones se sentía sola y sí, tenía que admitir que era duro vivir sin sexo, pero valía la pena. Tenía tres hijos de los que ocuparse. Mantener una relación con un hombre equivaldría a añadir un cuarto hijo a la mezcla. Stephanie estaba convencida de que sus nervios no lo soportarían.

A pesar de haber dormido poco, Nash se despertó poco antes de las seis de la mañana. Comprobó la hora en el reloj y se quedó tumbado en la cama mirando al techo.

¿Qué demonios estaba haciendo allí?, se preguntó. Ya conocía la respuesta. Estaba en un lugar del que dos semanas atrás no había ni oído hablar para conocer una familia que no sabía que tenía. No. Eso no era del todo verdad. Estaba allí porque lo habían obligado a tomarse unas vacaciones y no tenía ningún otro sitio al que ir. Si se hubiera quedado en Chicago, su hermano gemelo Kevin, que ya había llegado a Glenwood, habría tomado el primer avión rumbo al este.

Nash se sentó y apartó las sábanas. Sin la rutina del trabajo el día se abría ante él como un abismo interminable. ¿Se habría concentrado tanto en el trabajo que verdaderamente no tenía otra cosa en la vida?

Cuestión número dos: sabía que tendría que ponerse en contacto con Kevin por la mañana y concertar un encuentro. Llevaban treinta y un años sin saber nada de su padre biológico excepto que había dejado embarazada de gemelos a una virgen de diecisiete años y luego la había abandonado. Y ahora Kevin y él estaban a punto de conocer a unos hermanastros que ni siquiera sabían que tenían.

Kevin opinaba que conocer más familia era una cosa buena. Nash no estaba tan convencido.

Hacia las siete menos veinte se duchó, se afeitó y se puso unos pantalones vaqueros, camisa de manga larga y botas. Aunque estaban a mediados de junio una niebla fría cubría la parte de la ciudad que se podía ver desde la ventana de su cuarto. Nash paseó con impaciencia por la habitación. Tal vez podría decirle a la dueña de la posada que se olvidara del desayuno. Podría salir a dar una vuelta con el coche y tomar cualquier cosa en una cafetería. O quizá podría seguir hasta descubrir por qué en los últimos meses había dejado de dormir, de comer y de darle importancia a cualquier cosa que no fuera el trabajo.

Agarró las llaves del coche de alquiler y bajó las escaleras. Tomó un trozo de papel del bloc de notas que había en la recepción, pero se detuvo antes de escribir nada al escuchar ruidos en la parte de atrás de la casa. Si la dueña estaba levantada le diría en persona que no iba a desayunar.

Siguió la dirección de los ruidos a lo largo del pasillo y atravesó unas puertas abatibles. Cuando entró en la cocina llena de luz se sintió asaltado al instante por el aroma de algo cocinado en el horno y del café recién hecho. Se le hizo la boca agua y su estómago emitió un quejido de protesta.

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