Susan Mallery
El Jeque y el Amor
El príncipe Jefri de Bahania no podía creer que una mujer lo venciera en un combate aéreo. Sencillamente, era imposible. Sin embargo, allí estaba, sentado en la cabina de su F15, volando a más de ochocientos kilómetros por hora y mirando hacia el horizonte al punto donde había visto por última vez el reactor de la mujer.
– Más vale que te muevas, grandullón.
La divertida voz femenina que le llegó a través de los auriculares le hizo apretar los dientes.
¿Dónde estaba? El príncipe giró la cabeza buscando el reflejo de los rayos del sol contra el metal, un destello o algo que le diera una pista sobre su situación, pero no vio nada.
Jefri pilotaba aviones desde la adolescencia, siempre con total dominio y absoluta seguridad en sí mismo. Ahora, por primera vez en su vida, sentía un reguero de sudor frío en la espalda. Segundos después, un agudo y estridente tono de advertencia resonó en la cabina como una maldición. La mujer lo tenía en su mira. De hallarse en una situación de combate real, estaría muerto.
– Pum, pum -dijo la mujer, y soltó una risita-. Ha durado dos minutos enteros. No está mal para un novato. Está bien. Descendemos. Sígame.
De repente, el reactor de la mujer se materializó a su izquierda y se colocó con movimientos elegantes y precisos delante de él. A pesar de la velocidad, los dos reactores estaban lo bastante cerca como para que Jefri distinguiera las letras rosas del nombre del aparato.
Chica Pum.
¿Se estaría burlando de él? Él era un príncipe, un jeque árabe heredero de una fortuna incalculable. Era el hijo menor del rey de Bahania, y no le cabía en la cabeza la idea de que ninguna mujer tuviera la capacidad y la osadía de vencerlo en un combate aéreo.
– Sé lo que piensa -dijo ella por los auriculares-. Está molesto y humillado. No me sorprende, es como reaccionan todos los hombres. Si le sirve de consuelo le diré que en los últimos seis o siete años nadie, ni hombre ni mujer, me ha vencido en un combate aéreo. Esto es la guerra, no es nada personal. Mi trabajo es enseñarle a ser mejor piloto. Su trabajo es aprender. Nada más.
– Conozco mis responsabilidades -dijo él, en tono seco, sin poder ocultar el orgullo herido.
– No me lo va a perdonar, ¿verdad? -dijo ella, y suspiró-. Tampoco sería el primero. En fin, es problema suyo.
Con eso, el reactor de la mujer giró con la elegancia de una bailarina y se alejó en el cielo. Jefri miró al lugar donde había estado una décima de segundo antes. ¿Cómo lo había hecho?
Sacudió la cabeza y, tras solicitar permiso a la torre de control de tráfico aéreo militar para regresar a la base, colocó el avión en las coordinadas necesarias y se dirigió hacia el sur.
Veinte minutos después, aterrizó y llevó el reactor hacia los enormes hangares que acababan de construir recientemente para proteger la nueva fuerza aérea del país. Detuvo el avión y en cuanto levantó la cubierta de la cabina, oyó a alguien gritar su nombre.
– Dos minutos -gritó Doy le Van Horn desde la pista-. Hasta ahora todo un récord. Bien hecho.
¿Bien hecho? Jefri apretó los dientes y bajó por la escalerilla.
– Ha sido un desastre.
– No debe tomárselo a título personal, Su Alteza – dijo Doyle dándole unas palmaditas en el hombro -. Nadie ha ganado a Billie en mucho tiempo, ni siquiera yo.
– Eso es lo que me ha dicho ella -dijo Jefri, mirando al hombre rubio y sonriente que acababa de recibirlo-. ¿Cuánto tiempo lleva trabajando en su empresa?
Doyle sonrió.
– Técnicamente, toda la vida. Es mi hermana. Mi padre la tenía conduciendo los depósitos de combustible a los doce años. Y pilotó un reactor por primera vez el día en que cumplió los dieciséis. Usted dijo que quería el mejor instructor, y eso es lo que le hemos dado, Su Alteza.
– Llámame Jefri, y tutéame, por favor. Será más fácil así.
Doyle asintió.
– Quería comprobar que no se había ofendido después de la derrota. Hay hombres que se lo toman muy a pecho.
A Jefri no le cabía la menor duda. El segundo reactor se acercó a la pista y se preparó para aterrizar. Con una suavidad difícil de imaginar, el aparato apenas levantó polvo cuando las ruedas tocaron el suelo.
– Me gustaría conocerla -dijo el príncipe.
– Lo imaginaba -dijo Doyle, sin perder la sonrisa y el destello divertido en sus claros ojos azules-. Todos los pilotos quieren conocerla.
Jefri alzó las cejas.
– ¿En serio?
– Sí, nadie se lo puede fcreer. Pero cuando la ven, aún lo llevan peor.
– ¿En qué sentido?
Doyle se echó a reír y levantó las manos con las palmas abiertas.
– Averigúalo tú mismo -le dijo -. Sólo una cosa más. Tú serás el príncipe y el hombre que nos contrató, pero Billie es fruta prohibida. Para todo el inundo. Incluso para ti.
Jefri no estaba acostumbrado a recibir órdenes de nadie, pero no dijo nada. Billie Van Horn sólo le interesaba como instructora de vuelo, y si era la mejor, quería aprender de ella. Y cuando volvieran a enfrentarse en el aire, él ganaría.
Billie se bajó de la cabina y tiró de la cremallera del traje de vuelo. Quienquiera que diseñara aquellas prendas siempre se olvidaba de que las mujeres tenían algunas partes del cuerpo distintas a los hombres. Saltó el último medio metro hasta el suelo y se quitó el casco. Al hacerlo, vio a un hombre alto con casco y uniforme de vuelo que caminaba hacia ella. Oh, sí, ése debía de ser el príncipe. Que seguramente no estaba acostumbrado a perder. Bueno, más valía que se acostumbrara, porque iba a perder muchas veces. Billie no pensaba tratarlo de manera diferente a los demás clientes, lo que significaba que iba a continuar escuchando el estridente sonido de derrota al final de todas las clases con ella.
Todos los hombres detestaban perder contra una mujer, incapaces de aceptar que una mujer los superara en un combate aéreo.
En su experiencia, los hombres que entrenaba se dividían en dos categorías. Los primeros reaccionaban con agresividad y a menudo intentaban desahogar su frustración en el aire tratando de intimidarla en tierra firme. Los segundos la ignoraban. Fuera del aula o del avión, ella sencillamente no existía. Muy pocos hombres, poquísimos, la veían como una persona y eran agradables con ella.
Pero ninguno se había molestado nunca en verla como mujer.
El príncipe Jefri continuó acercándose hacia ella. ¿En qué categoría estaría? ¿Sería mucho pedir que fuera uno de los agradables? ¿Había…?
El hombre se quitó el casco y las gafas. En ese preciso momento, el cerebro de Billie se paralizó.
Era guapísimo.
No, guapísimo no era suficiente. Necesitaba un termino más acertado para explicar lo guapo que era. ¿Eran los ojos castaños oscuros con espesas y sensuales pestañas? ¿O la forma perfecta de la boca, los pómulos altos, el pelo negro? ¿O era la combinación de rasgos y la determinación de su expresión?
Tampoco importaba.
Cuanto más se acercaba, mejor estaba. Billie había visto su foto en revistas y periódicos, pero las imágenes no le hacían justicia. Se esforzó en recuperar la respiración y actuar con normalidad, a pesar de que su corazón continuaba latiendo a la velocidad de un reactor.
– Felicidades -dijo el guapísimo hombre tendiéndole la mano-. Pilotas el reactor como una profesional -dijo, sin parecer en absoluto ofendido.
– Soy una profesional -respondió ella, sonriendo.
Billie estrechó la mano y casi se desvanece al notar las chispas producidas por el contacto.
– ¿Cómo has desaparecido tan deprisa? -pre¬guntó él-. Te estaba viendo, y de repente ya no estabas.
– Todos los reactores tienen puntos ciegos. El truco está en saber dónde están y cómo utilizarlos, claro.
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