Julia Quinn
El Vizconde que me amó Segundo Epílogo
Mayo 1829
Kate atravesó el césped, echando un vistazo sobre el hombro para asegurarse que su marido no la seguía. Quince años de matrimonio la habían enseñado una o dos cosas, y sabía que él estaría observando cada uno de sus movimientos.
Pero ella era inteligente y decidida. Y sabía que por una libra, el ayuda de cámara de Anthony podría fingir el desastre sastreril más maravilloso. Algo involucrando la mermelada o la plancha, o quizás una plaga en su vestuario, arañas, ratones, en realidad no le importaba qué. Kate estaba más que feliz en dejarle los detalles al criado mientras Anthony fuera adecuadamente distraído el tiempo suficiente para que ella pudiera escaparse.
– Esto es mío, todo mío. -Se rió, en el mismo tono que había usado ante la familia Bridgerton el mes anterior durante la representación de Macbeth. Su hijo mayor había asignado los papeles; ella había sido nombrada la Primera Bruja.
Kate había fingido no hacer caso, cuando Anthony lo había recompensado con un nuevo caballo.
Su marido pagaría ahora. Sus camisas iban a ser manchadas de rosa con mermelada de frambuesa y ella…
Estaría sonriendo fuerte y divertida
– Mío, mío, mío, mío -cantó, abriendo de un tirón la puerta de la cabaña, sobre la última sílaba, que justo resultó ser la nota grave de la Quinta Sinfonía de Beethoven.
– Mío, mío, mío, míííííííííío.
Lo tendría. Era suyo. Prácticamente podía saborearlo. Le hubiera gustado, incluso de ser posible, tenerlo a su lado. No tenía ninguna preferencia por la madera, desde luego, pero esto no era ningún instrumento ordinario de destrucción. Este era… el mazo de la muerte.
– Mío, mío, mío, mío, mío, mío, mío, mío, mío, mío, mío, míííííííííío -continuó, dando pequeños brincos con el familiar tramo del estribillo de Beethoven.
Apenas podía contenerse aguardando el lanzamiento general. El palo de palamallo estaba descansando en la esquina, como había estado siempre, y justo en ese momento…
– ¿Buscabas esto?
Kate dio la vuelta. Anthony estaba de pie en la entrada, riendo diabólicamente cuando giró el mazo negro del juego de palamallo en sus manos.
Su camisa estaba segadoramente blanca.
– Tú…Tú…
Una de sus cejas peligrosamente levantadas.
– Nunca eres extremadamente hábil con las palabras cuando estás enfadada.
– ¿Cómo hiciste… cómo hiciste…?
Él se inclinó hacia adelante, estrechando los ojos.
– Le pagué cinco libras.
– ¿Le diste cinco libras a Milton? -¡Por Dios!, eso era prácticamente el sueldo anual.
– Es mucho más práctico y barato que reemplazar todas mis camisas -dijo ceñudo-. Mermelada de frambuesa. Realmente, no has ahorrado en gastos.
Kate miró fijamente con ansia el mazo.
– El juego será en tres días -dijo Anthony y suspiró contento-, y ya he salido victorioso.
Kate no lo contradijo. Otro que no fuera un Bridgerton podría pensar que el partido anual comenzaba y terminaba en el mismo día, pero ella y Anthony se conocían mucho.
Ella no había vencido en el mazo por tres años seguidos. Que la condenaran si dejaba que él fuera mejor que ella esta vez
– Ríndete ahora, querida esposa -se burló-. Admite la derrota, y seremos todos más felices.
Kate suspiró suavemente, casi como consintiendo.
Los ojos de Anthony se estrecharon.
Kate ociosamente tocó con sus dedos el escote de su vestido.
Los ojos de Anthony se ensancharon.
– ¿Hace calor aquí, no crees? -preguntó ella, con voz suave, dulce, y terriblemente jadeante.
– Pequeña pícara -murmuró.
Ella deslizó la tela de sus hombros. No llevaba nada debajo.
– ¿Ningún botón? -susurró.
Negó con su cabeza. No era estúpida. Incluso los mejores planes podían torcerse. Una siempre tenía que vestirse para la ocasión. Había todavía un leve aire fresco, y sintió sus pezones tensarse como pequeños capullos ofendidos.
Kate tembló, luego trató de ocultarlo con un resollante jadeo, como si estuviera desesperadamente excitada.
Podía hacerlo, como si tuviera simplemente la mente concentrada, pretendiendo no fijarse en el mazo que su marido tenía en la mano.
Sin mencionar el enfriamiento.
– Encantador -murmuró Anthony, extendiendo la mano y acariciándole el costado de su pecho…
Kate ronroneó. Él nunca podía resistirse a eso.
Anthony rió despacio, luego alargó su mano, hasta hacer rodar el pezón entre sus dedos.
Kate soltó un grito sofocado, y sus ojos volaron hacia él. Él la miró, calculando exactamente, pero inmóvil con muchísimo control. Y ocurrió, sabía con precisión que ella nunca podría resistirse.
– ¡Ah, esposa! -murmuró, ahuecando el pecho desde abajo, y levantándolo hasta sentirlo pleno en su mano.
Él rió.
Kate dejó de respirar.
Él se inclinó hacia adelante y tomó el pezón en su boca.
– ¡Ah! -Ahora ella no fingía nada.
Él repitió su tortura del otro lado. Entonces se distanció. Retrocedió.
Kate quedó inmóvil, jadeando.
– Ah, si tuviera una pintura de esto -dijo él-. Yo la colgaría en mi oficina.
Kate quedó boquiabierta…
Él levantó el mazo del triunfo.
– ¡Adiós!, querida esposa. -Salió de la cabaña, luego giró su cabeza hacia atrás-. Intenta no resfriarte. ¿Lamentarías perderte la revancha, verdad?
Él tuvo suerte, reflexionaba Kate más tarde, que no hubiera pensado en agarrar una pelota de palamallo cuando había enredado el juego. Aunque pensándolo bien, su cabeza estaría probablemente demasiado lejos para que hubiera podido abollársela.
Al día siguiente.
Había pocos momentos, Anthony decidió, tan absoluta y completamente deliciosos que superaran los pasados con su esposa. Desde luego, esto dependería de la esposa, pero como él había escogido a una mujer de intelecto, magnífica e ingeniosa, sus momentos, estaba seguro, serían de lo más deliciosos…
Él se regodeaba con ello. Por sobre el té de su oficina, suspirando con placer miraba fijamente el mazo negro, que atravesaba su escritorio como un estimado trofeo. Lo miró, magnífico, brillando con la luz de la mañana, o al menos brillando donde no había sido arrastrado y aporreado durante décadas de juego brutal.
No importaba. Le gustaba cada abolladura y rasguño. Quizás era pueril, aún infantil, pero lo adoraba
Sobre todo adoraba que estuviera en su posesión, porque estaba más que encariñado con él. Cuando fue capaz de olvidar cuan brillantemente lo había arrebatado debajo de la nariz de Kate, recordó que en realidad esto marcaba algo más…
El día en que él se había enamorado.
No era que lo hubiera comprendido entonces. Tampoco Kate se lo había imaginado, pero estaba seguro de cuál fue el día en que ellos estuvieron predestinados a estar juntos, el día del mazo infame en el partido de palamallo.
Ella le había dejado el mazo rosado y había lanzado su pelota al lago.
¡Dios, qué mujer!
Estos habían sido los quince años más sublimes.
Rió satisfecho, luego dejó caer su mirada fija otra vez sobre el mazo negro. Cada año ellos jugaban el partido. Todos los jugadores originales, Anthony, Kate, su hermano Colin, su hermana Daphne y su marido Simón, y la hermana de Kate, Edwina, todos ellos marchando en tropel diligentemente hacia Aubrey Hall cada primavera, ocupando sus sitios y esperando siempre el cambio de recorrido…
Unos acordaban asistir con entusiasmo y otros por el mero entretenimiento, pero todos ellos asistían cada año.
Y este año, Anthony rió con regocijo. Él tenía el mazo y Kate no.
La vida era buena. La vida era muy, muy buena.
Al día siguiente.
– ¡Kaaaaaaaaaaate!
Kate alzó la vista de su libro.
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