© Justo Navarro, 2007
Una vez viví en Roma un domingo radiante. Trabajé toda la mañana por deber y amor, es decir, por dinero. Traduje 4.000 palabras. Salí. Bebí, comí, volví, se estremeció la escalera al paso del obispo americano que se aloja en el apartamento de arriba. Paseó el gran obispo por el apartamento y crujió la casa (un temible temblor del alma del americano en trance), y luego el obispo se lanzó al sillón y produjo un seísmo, la agitación de leer un domingo por la tarde al profeta Isaías. Era el 8 de agosto de 2004.
Entonces llegó Francesca con la fuente de helado, sin aviso ni cita, un milagro, un aleteo de sandalias en la escalera. El talón se separa del zapato, se apoya el tacón en el suelo, cloc, cloc, cuidado, para no sonar, y el obispo descifra el morse de los pasos de mi amiga. Yo había oído en las zancadas obispales lo que Adán oyó en el paraíso: los pasos de Dios por el jardín. No es igual leer a Salomón, He encontrado al amor de mi alma y no lo soltaré hasta que lo haya metido en casa de mi madre, en el dormitorio en que me concibió, que entregarse a Isaías, Vuestra tierra es desolación, extranjeros se comen vuestro suelo. Los Cielos son mi trono y la Tierra el estrado de mis pies.
El obispo había salido para un viaje de una semana y viajó toda la vida, hasta Roma. Lo destinaban a la banca, hijo de un banquero evangélico de Baltimore, y fue abandonado por la hija de un almirante de Annapolis después de una excursión en coche. Ganaban mucho el padre banquero y la madre abogado, física-mente perfectos, de una inteligencia y una sensibilidad anormales. Esto no hacía que su hijo los apreciara especialmente, pero sí que se quisiera a sí mismo un poco más por los padres que había merecido.
Salían en un coche propiedad de la madre de la hija del almirante. Paraban, se apretaban, se besaban, follaban. Pero alguna vez sentía una insatisfacción, oía una voz que llegaba de las profundidades de sí mismo y le descubría algo imperfecto, feo, no sabía exactamente qué, quizá cómo pronunciaba ella ciertas palabras, la sombra que le proyectaba en la cara la nariz. Y lo más repugnante en la voz de las profundidades era el aviso de que había en él un yo más hondo que su yo intachable y visible y verdadero. Era una parte de sí que no conocía, la parte insatisfecha, sin generosidad, traicionera y probablemente mejor o más sincera que su voz auténtica.
Se abrazaban en el coche. Los padres los habían bendecido en la comida dominical. La última vez que la vio pasearon por los muelles, en silencio, y aquel silencio los unía en una absoluta separación. Algo había que decir y fue dicho. No podemos vernos más. ¿Por qué? Si no sabes por qué, es que no me conoces. Si no me conoces, no puedo hablar contigo, dijo la hija del alto oficial de la Armada.
Después de renunciar a destruirse por distintos medios y a distintas velocidades, y de pasar por un período de meditación, el hijo del banquero abrazó la fe católica. Nada hay más caprichoso que la fe. Optó por el estado religioso. Se hizo teólogo, predicador persuasivo en consulados y embajadas. Sé que dispone de cierta autoridad en alguna oficina internacional de cinematografía católica. Ahora prepara en un apartamento y un sillón igual al mío lo que dirá esta tarde en la última misa, a las ocho. Los doce apartamentos son iguales, si esto puede ser llamado apartamento y no habitación de hotel humilde o celda conventual o espléndidamente carcelaria, cuatro por cinco metros, techo alto, una cruz, una biblia, la guía telefónica, una lámina polícroma de Memling (22 por 45 centímetros), dos lámparas, teléfono, cama y mesa y cocina americana, silla y sillón, un problema de asimetría si te visita alguien, aunque la dirección recomiende no recibir visitas.
Pero llegó Francesca con su helado en el momento en que yo oía en mi imaginación a la hija del marino en los muelles de Annapolis, No podemos vernos más. Mírame, dice ahora Francesca, dividida la cara entre dos expresiones, casi dos caras distintas, o dos mitades de una sola cara en momentos diferentes, perpetuamente atrapada la mitad izquierda en un momento de perplejidad pura, el ojo izquierdo más abierto y un rictus rampante en la mitad izquierda de los labios, en armonía con la totalidad de la cara sin totalidad, bella ma non bellissima. La mitad derecha ha entendido este mundo complejo y se ríe cuando juro que quiero quedarme siempre aquí, en Roma, en esta habitación, este domingo del año 2004, en la cama, de seis a ocho, pues a las ocho Francesca habrá de estar en casa, por el niño, hoy para todos felizmente invitado a una fiesta infantil. Ahora mismo suena el teléfono móvil, en el bolso, en el suelo, junto a la cama, y es el niño.
Era un agosto antiguo, casi suave. En los baños de Ostia el Tirreno con viento del oeste estaba frío y mi Roma parecía drogada por el verano, o gaseada, enfermizamente vacía, o era yo, masacrado por mis herramientas de traductor, mis pesados diccionarios y mis vitaminas en dosis aplastantes, drogas recreativas que multiplican mi capacidad de trabajo, a 30 grados húmedos. Francesca hablaba por el móvil con su hijo, y la voz le sonaba aguda, como si hubiera tomado o aspirado algo que afectaba a las cuerdas vocales, o sufriera una momentánea mutación mimética bajo la maldición de la voz ácida del niño, contaminante y televisivamente enfática, voz de película animada nipona.
Hay que estar atentos al móvil, puede llamar el niño o alguien que debe decir algo apremiante a propósito del niño. Francesca dice siempre en voz alta quién llama y a quién llama, como si pensar fuera hablar o la totalidad del mundo sólo fuera una extensión de la mente de Francesca. No existe diferencia en Francesca entre interior y exterior, todo el mundo es interior, parte de su infinita, armónica y solitaria casa mental, yo mismo incluido, y todo se concentra en su teléfono móvil. Es una mujer esquemática: le rodeo con el anular y el pulgar la muñeca de la mano que sostiene el teléfono, y no se da cuenta porque no llego a tocarla, o así se me ocurre alguna vez, cuando miro sus brazos largos, finos y fuertes. Nuestras manos son de igual tamaño. Ha provocado, hace poco más de veinticuatro horas, la muerte de un hombre, aunque yo todavía no lo sé.
Lo pasa muy bien en su fiesta el niño, Fulvio, como su padre. Es Fulvio, dice Francesca. Ahora suena el teléfono de la habitación, y es mi padre, a miles de kilómetros de distancia, en Granada, España, no en otras Granadas de Nicaragua, Colombia, Colorado o las Antillas. ¿Cuándo vuelves por fin? El domingo que viene, digo. Estamos en la cama, Francesca, que habla ahora con su marido, y yo. ¿Quién habla ahí?, dice mi padre. Se cruzan las líneas, digo, la casa es vieja, renovada, reformada, pero vieja, un edificio de 1700 o 1800, arqueológico. Mi padre me hace inmediatamente la misma pregunta que acaba de hacerme Francesca, y a Francesca le he dicho que no quiero volver a España, que me quedaría eternamente aquí, esta tarde. Francesca recibe con mucho honor estas promesas, o deseos de promesa, que no han de ser cumplidas. Son deseos sin consecuencias ni responsabilidad, directamente imposibles. Tienen la emoción de la despedida, la generosidad que se ofrece para el futuro aunque sea improbable un reencuentro en el futuro: esta emoción sólo es posible por el alivio que sentimos al irnos, libres por fin del peso de la proximidad del otro, aunque este alivio enriquezca tanto nuestro amor por unos minutos que ahora quisiéramos quedarnos verdaderamente. Y entonces mi padre me pide que me quede en Roma unos días, un mes, unos meses más.
No me importaría irme a un hotel auténtico, turístico, de Granada, si mi padre no me quisiera en nuestra casa. Los hoteles y las habitaciones de tránsito me acogen bien, casa o cara prestada, mi patrimonio fundamental. ¿Cuántas habitaciones, cuántos cuartos de baño diferentes, cuántas ventanas a plazas, calles y paredes nunca vistas antes he tenido? A Francesca, cansada de hijo y hogar, le gusta, precisamente por amor a los hoteles, pasar las tardes en este edificio de poco más de doscientos o trescientos años de edad, propiedad sólida, milenaria, vaticana, vieja habitación papal convertida en nuevo hotel camuflado. No tengo derecho, dijo mi padre, pero te pediría que nos cedieras temporalmente la casa, en principio, no siempre.
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