Fernando Schwartz
El Desencuentro
Para Anna Sandra, que nunca dejó de creer y de insistir
Para Antonia Kerrigan, que nunca dejó de insistir y de creer
No se le escaparon ni los sueños. Una mañana en que Fermina Daza contó que había soñado con un desconocido que se paseaba desnudo regando puñados de ceniza por los salones del palacio, doña Blanca la cortó en seco: «Una mujer decente no puede tener esa clase de sueños.»
El amor en los tiempos del cólera,
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
¿Puedo vivir por ti? ¿Llevarte en mi cuerpo para que existas los cincuenta o sesenta años que te robaron?
Paula,
ISABEL ALLENDE
La miré, muerta.
La muerte, y la larga enfermedad antes que ella, la habían maltratado, dejando su frágil cuerpo reducido a casi nada. Sus facciones se habían transformado hasta hacerla irreconocible, violentamente estiradas sobre los pómulos y las sienes, privadas de toda la dulzura y armonía que habían tenido en vida. Sus labios, incluso hasta pocos meses antes tan claramente delineados y generosos, siempre dispuestos a la sonrisa, siempre inocentemente sensuales, arrebatadamente bellos, tensaban ahora la boca haciendo con ella una mueca fría y seca, brutalmente ancha; la irregularidad que otrora me resultaba tan hermosa, era de pronto en la muerte insoportablemente cruel. La muerte la castigaba amargándole el gesto, igual que la vida lo había hecho al castigarle el alma. No había habido descanso tras la agonía. Esas pamplinas que se invocan para presentar a la muerte como una generosa liberadora del dolor me eran desmentidas por el hecho de que la asombrosa belleza de años antes se había transformado ahora en fealdad. La enfermedad la había mortificado; la muerte la mortificaba aún más.
Tan acostumbrada estaba a los padecimientos que sobre ella había amontonado la vida, que no había dejado de sufrir, me parecía, ni en la muerte. Ésa era su única herencia y se la llevaba al otro mundo: el sufrimiento cuidadosa y pacientemente cultivado a lo largo de toda una vida, una enredadera sucia que había acabado estrangulándola pero que a ella siempre le pareció normal. Había sido su sino. «Ay, Javier -me había suspirado una vez con resignación-, hay quienes no hemos nacido para ser felices… ya ves. Pasamos por la vida mirando a los demás que lo son y nosotros estamos ahí para compensar.» Una sola vez, en uno de esos momentos de absoluta intimidad cuyo brote nadie es capaz de explicar o comprender, le había preguntado si no recordaba un solo instante de dicha; volvió la cabeza hacia mí con la vista perdida en su propio mundo, Dios sabe qué abismo, y después de un rato interminable, lentamente hizo un gesto negativo. Me pareció una suciedad añadir «¿ni siquiera con tu hija?», pero no fui capaz de reprimirme la crueldad. Y entonces me miró directamente a los ojos durante, oh Dios mío, un minuto o dos, no recuerdo, y negó nuevamente. Sólo esa vez atisbé la hondura de una pasión que me pilló en medio y a punto estuvo de barrerme como si yo hubiera sido una pluma. Ojalá. Con los años, casi conseguí olvidar aquel instante. No habría podido vivir con él. Pero fue un esfuerzo de amnesia que no me sirvió de nada: hizo de la mía un alma errante.
Y el sufrimiento se había ido con África, compañero inseparable de su soledad.
Estuve inmóvil al pie de su cama durante largo rato, incapaz de hacer el ejercicio que me pedía el corazón: un esfuerzo con el que tapar aquella casi calavera con una imaginaria fotografía de la África de quince años antes, como si pudieran superponerse sus rasgos adorables de entonces a la máscara obscena que ahora tenía delante.
Suspiré y para no emocionarme más (me parecía injusto emocionarme después de no haberla querido lo bastante), paseé la mirada por la habitación tan familiar de los abuelos, que con los años había acabado siendo suya. Los únicos elementos extraños eran las probetas, las bolsas de plástico transparente con suero, las grandes bombonas de oxígeno y las palanganas de acero inoxidable, los símbolos de la enfermedad terminal. Y el olor pastoso de la muerte.
– Toma -murmuró mi prima Martita; tenía los ojos hinchados de llorar la muerte de su madre-. Mamá tenía esta caja con tu nombre en el fondo del armario. -Me alargó una desvencijada caja de zapatos con la tapa sujeta por una gran goma-. No sé qué habrá dentro de ella, pero es su letra y creo que debe de ser para ti.
– Nunca me lo dijo -contesté sorprendido.
Luego, mientras hablaba con mi madre o con las amigas de Martita o me ocupaba de algunos detalles del entierro -los mínimos que no hubiera previsto mi prima, siempre tan puntillosa y exacta-, tengo la memoria de haber pasado unas cuantas horas con la caja en la mano, vagamente irritado por el estorbo y sin preocuparme de lo que habría dentro. Recuerdos, fotos, qué sé yo, pensaba distraídamente; poca cosa. Conociendo a África, habría unos cuantos objetos sin importancia, unas cartas, algún lazo de raso escrupulosamente doblado y planchado, alguna medalla de la Virgen de Guadalupe de cuando vivió en México. Ella era muy detallista de las cosas sin importancia, de las menudencias algo tontas que guarda la gente que no tiene grandes pasiones o demasiada emoción interior.
Había muerto como había vivido: en silencio, con los enormes y achinados ojos color malva preguntando a la vida por qué la había maltratado de esa manera.
Durante años me había irritado ver que no hacía nada por combatir su suerte, por intentar conquistar su parcela de felicidad. Yo siempre había mirado con liviana condescendencia a la gente pasiva, a la que veía desprovista de capacidad de reacción o de lucha: era típico de mi moralidad y de la de mi generación medir la valía de las gentes por cómo daban las dentelladas. Pero África era un caso aparte y nunca la desprecié por su resignación; simplemente me enfadaba que aceptara la injusticia con tanta tranquilidad. Siempre le había perdonado todo porque era enormemente bondadosa y totalmente bella. No, bella no; guapa. ¿Perdonado? ¿Qué había que perdonar? El desperdicio de la totalidad de su existencia, tal vez. Sin embargo, cuando acudía a regañarla por su sonrisa resignada, acababa siendo incapaz de hacerlo y, enternecido, olvidaba todos mis rencores. Era la tía África -mi África, en lo que a mí concernía-, presente en cada una de las horas de las cosas de la casa y de la familia. De profesión sus sufrimientos.
Y su risa.
Su carcajada sonora y repentinamente sensual.
Sus ocurrencias. Un gesto apaciguador y suave de la mano. Un roce de los dedos sobre mi muñeca para callarme o para serenarme en un momento de violencia. África detestaba la violencia y cuando se enfrentaba a ella se le hinchaba una vena en el cuello interminable y sus gigantescos ojos, perdido el color malva, se tornaban sombríos, brutalmente oscuros.
La suya fue una historia típica de los tiempos del rigor moralista de la dictadura: se había casado a los diecisiete años con un donjuán descarado y chulo, le había nacido mi prima durante la guerra civil, su marido la había dejado abandonada por una querida, supongo que más dada a la lujuria, y finalmente había dedicado lo que le quedaba de vida a cuidar de sus padres. La tía África. Una vida normal, como otros miles de vidas de otras tantas mujeres españolas machacadas por el peso de las convenciones. Y aun así, siempre me pareció (sólo a mí; claro, no sé de otros, ni me importa, no sé lo que pensarán otros centenares de miles de personas afectadas por millares de tragedias familiares o simplemente humanas o decididamente desgarradoras: esta que relato es mi visión de mi vida; las demás me traen absolutamente sin cuidado) que había en África una calidad especial en el sufrimiento, un dolor particularmente estéril, una violencia terrible en esa manera de que le pasara la vida sin que nada pasara. Yo sé que tengo la razón: tengo la certeza, seguramente parcial, subjetiva y algo desequilibrada, de que la historia de África es, en su acontecer anodino, única en la tristeza, única en la soledad y en el desamparo. Pero es que, ¿me comprenden?, yo la conocí como nadie.
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