P. C. Cast
Diosa Por Elección
Las diosas de Partholon, 2
© 2006 P.C. Cast.
Título original: Divine by Choice
Traducido por María del Carmen Perea Peña
Este es otro para mi padre, Dick Cast
(Superratón, el Viejo Entrenador).
Con todo mi amor (Bichito).
¡Gracias a mi maravilloso equipo de LUNA (especialmente a Mary-Theresa Hussey, Stacy Boyd y Adam Wilson), por producir un libro tan bonito! Es un placer trabajar con todos vosotros.
Muchas gracias a mi agente y amiga, Meredith Bernstein.
Gracias, papá, por dejarme que usara tu terrible accidente en el hielo, aunque verlo impreso te pusiera los pelos de punta.
Y mi afecto y agradecimiento especial para los lectores de Goddess by Mistake, que han estado esperando cinco largos años para tener en sus manos esta continuación. ¡Son los mejores!
Como la tinta corriendo por una hoja en blanco, la oscuridad de los límites de mi visión tembló y me provocó un escalofrío premonitorio. ¿Qué demonios…? Miré hacia las sombras. Nada. Sólo una noche vacía, sin estrellas, que se había vuelto fría y desapacible.
Claramente, me estaba volviendo loca.
La Guerra Fomoriana había terminado meses antes. No había ningún demonio acechando, esperando para saltar sobre mí. Estaba en mitad de mi templo que, a pesar de su belleza, era un fortín. Aunque hubiera habido algún monstruo suelto en el mundo, yo estaba a salvo. Corría más peligro de ser mimada y adorada hasta la muerte que secuestrada por un monstruo. Sin embargo, estaba muy inquieta, y aquélla no era la primera noche en que había tenido un mal presentimiento.
Mientras recorría el camino de mármol que conducía al monumento, me di cuenta de que llevaba dos o tres semanas así. Además, no tenía hambre, lo cual era muy raro, porque yo adoro la comida. Sin embargo, aquello podría deberse a un virus de estómago, o al estrés. Lo más raro era cómo me asustaba de las sombras. Y que las sombras me parecieron oscuras, espesas y pobladas por algo malvado.
Era cierto que acababa de vivir una guerra espantosa en la que los buenos, naturalmente, los que estaban de mi lado, habían tenido que luchar contra criaturas demoniacas y salvar al mundo de la esclavitud y la aniquilación. Literalmente. Y sí, eso podía hacer que una chica se encontrara ligeramente sobresaltada. Sobre todo, si la chica era en realidad una profesora de literatura y lengua inglesa que por accidente se había convertido en la encarnación de la diosa de un mundo que parecía más una combinación extraña de la antigua Escocia y la Grecia mitológica que Broken Arrow, su antiguo precioso barrio residencial de Tulsa, Oklahoma. Todo eso era cierto, pero la guerra había terminado y los demonios habían sido aniquilados. Entonces, ¿por qué me sentía como si hubiera un monstruo acechándome en la oscuridad?
Vaya, tenía otro dolor de cabeza.
Cuando llegué al monumento en memoria de El MacCallan, intenté calmarme respirando profundamente y disfrutando de la paz y de la serenidad que siempre me invadían cuando lo visitaba. Se trataba de un estrado de mármol con tres escalones, rodeado de elegantes columnas, en medio del cual había un pedestal tallado, y sobre él una urna que siempre permanecía llena de aceite perfumado y encendido.
Aquella noche, el humo gris y plateado ascendía en una voluta, perezosamente, y atravesaba el agujero circular de la cúpula. Me acerqué lentamente a la urna, y admiré la forma en la que la llama amarilla y brillante contrastaba con el fondo del cielo nocturno sin estrellas. Yo había especificado que el monumento no tuviera paredes, sólo columnas, una cúpula y aquella llama que ardía siempre. Quería pensar que al hombre a quien se conmemoraba ahí le gustaría la libertad que simbolizaba.
La brisa agitó mi pelo y me estremecí. El aire era frío y casi húmedo. Me alegré de haber permitido que Alanna me convenciera para llevar la capa de armiño, aunque el monumento estuviera a poca distancia de mi habitación. Tenía la esperanza de que visitarlo me animara, como de costumbre, pero aquella noche no podía quitarme de encima la depresión que amenazaba con devorarme. Me froté la sien derecha para intentar mitigar un martilleo persistente.
Otro soplo de brisa me agitó la capa. El pelo de la nuca se me puso de punta. Volví la cabeza para comprobar que conservaba la cinta de cuero con la que me había recogido la melena, y capté el movimiento de algo líquido y oscuro que se escabullía de mi línea de visión. Me olvidé del pelo, erguí los hombros y me dispuse a reprender a cualquiera que estuviese inmiscuyéndose en mi privacidad.
– ¿Quién es? -pregunté imperiosamente.
Silencio.
Escruté mi entorno. El cielo estaba nublado. La única iluminación provenía de la llama que ardía constantemente ante mí. No veía nada fuera de lo corriente, salvo que la oscuridad de la noche reflejaba mi estado de ánimo. No había nada siniestro en la penumbra.
Seguramente, sólo era el viento entre los árboles cercanos, mezclado con una dosis saludable de mi activa imaginación. Eso era, probablemente. En realidad no ocurría nada malo…
Entonces percibí otro movimiento por el rabillo del ojo. Volví la cabeza rápidamente, pero sólo vi oscuridad y más oscuridad, más tinta corriendo por una página de papel negro. Me estremecí de nuevo, y mi memoria se despertó. ¿Qué era lo que me había dicho Alanna poco después de que yo llegara a Partholon? Algo sobre unos dioses oscuros cuyo nombre era mejor no pronunciar. Se me encogió el estómago a causa de una inexplicable punzada de miedo. ¿Qué me ocurría? Yo no me relacionaba con dioses oscuros. Demonios, ni siquiera sabía nada sobre ellos. ¿Por qué con tan sólo pensar en aquellos seres sentía tanto temor?
Definitivamente, algo no iba bien.
Como llevaba ocurriéndome durante semanas, me sentí invadida por un sentimiento demasiado profundo como para llamarlo «tristeza» y demasiado impenetrable como para llamarlo «soledad». Escondí la cara entre las manos para ahogar un sollozo.
– Ojalá estuvieras vivo, papá. Necesito hablar contigo sobre lo que me está pasando.
«Él no es en realidad tu padre». Mis pensamientos erráticos fueron como una provocación. «Y éste no es en realidad tu mundo. Intrusa. Usurpadora. Estafadora».
– ¡Ahora sí es mi mundo! -grité, antes de estallar en lágrimas.
Mi voz atravesó la noche con fuerza, y resonó de manera inquietante por las columnas, como una campanada, lo cual me sobresaltó. Aquella reacción inesperada hizo que me echara a reír mi propia estupidez. Mientras me secaba las lágrimas de los ojos y respiraba profundamente, observé que la luna, casi llena, se abría paso a través de la niebla y de las nubes. Sonreí de placer al ver aquella belleza etérea.
– No me importa no haber nacido en este mundo. Me encanta. Aquí es donde quiero estar, éste es mi sitio.
Y por supuesto, era cierto. Rhiannon, Amada de Epona, la antigua diosa celta de los caballos, me había arrancado de la América del siglo xxi, de Oklahoma, para ser más exactos, donde yo vivía contenta como Shannon Parker, una profesora de instituto increíblemente atractiva, inteligente y arruinada. Rhiannon había conseguido intercambiar nuestras vidas con un encantamiento mágico. Casi seis meses antes, yo había despertado de lo que pensaba un espantoso accidente de coche, y me había encontrado en Partholon, un mundo paralelo en el que existían la mitología y la magia. Para aumentar mi confusión inicial, algunas de las personas de Partholon eran reflejos de personas de mi antiguo mundo. En otras palabras, la gente me parecía familiar, hablaban y se comportaban de una manera familiar, pero en realidad no eran quienes parecían. Ahí entraba el monumento a MacCallan, mi padre no padre.
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