Array Array - Lituma en los Andes
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Lituma en los Andes: resumen, descripción y anotación
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Lituma en los Andes
Prólogo de Fernando R. Lafuente
Con Lituma en los Andes (Premio Planeta 1993), Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) volvió a la novela; es decir, volvió a casa, tras el ruidoso paréntesis de su actividad política y electoral, y el regreso guardaba en la recámara del autor un poderoso artefacto narrativo de enorme calibre. Para el lector, esta novela contiene, casi en quintaesencia, el universo novelístico, político, moral, religioso–en un sentido amplio–e histórico de Mario Vargas Llosa. Todos los conflictos que han jalonado buena parte de la formidable obra de ficción del autor se encuentran en las páginas de este perturbador relato de los Andes; todos los conflictos y una convicción: la literatura no es un mero entretenimiento.
«Esta tesis–escribe en otro lugar Vargas Llosa–de que la literatura no puede ser un mero entretenimiento, que ella influye en la vida modelando la sensibilidad y la conciencia de los lectores, y que, a través, de éstas, deja una marca, para bien o para mal, en la historia, ya no está de moda. Los cultores de la literatura light, de éxito de nuestros días, la descartan con escepticismo burlón. Pero creo que hemos hecho bien escribiendo con la ilusión, acaso infundada, de que la literatura sirve para algo más que para pasar un rato divertido. » Si algo recorre, de manera implacable, las incertidumbres del cabo Lituma–viejo conocido del lector, entrañable y misterioso álter ego del narrador, «encarnación de toda esa realidad costeña (Piura), de esa manera de vivir», pues ya aparece en El visitante, La casa verde, Historia de Mayta, La Chunga, ¿Quién mató a Palomino Molero? — en el extraño caso de los infelices desaparecidos que debe investigar es, sin duda, la capacidad de emocionar, de barrer las resistencias, de arrollar las defensas del lector y de ahondar en sus conciencias. Es decir, en mostrar la capacidad de la literatura para conmover.
Lo curioso es que la narración se lleva a cabo con tales e imponentes dominios novelísticos que, además; ese lector, ya cautivado, traducirá el tedio pastoso de las horas en memorables momentos de pasión literaria, y seguirá con especial intensidad cada voz, cada relato, cada paisaje, cada nueva vuelta de tuerca que Mario Vargas Llosa introduce, con escalofriante precisión, en esta historia de fantasmas y asesinos, de terroristas y gentes de la sierra, de gentes sin historia e historia mítica. Esta historia que recrea cómo el instinto, arraigado en lo más profundo y en lo más oscuro del ser, se resiste a la razón o cómo la razón y el progreso se enfrentan a la pérdida de la pasión, del goce, de la emoción ancestral. Los fondos de irracionalidad y violencia, invulnerables a cualquier proceso ilustrado, estallan en medio del mundo contemporáneo. El retorno a lo primitivo, a la barbarie que desde el principio de los días de la civilización occidental ha acompañado cada signo de razón, cada gesto de progreso. El impulso tanático, la atracción por la muerte. Goce y razón cara a cara. Lo apolíneo y lo dionisiaco en la sierra andina: «En toda la sierra y acaso en el mundo entero se sufre y ya nadie se acuerda de lo que era gozar» afirma ese personaje perturbador que es Adriana en la novela.
Y es que lo que cuenta, lo que investiga el cabo Lituma, son los violentos hechos–extrañas desapariciones y espeluznantes sacrificios humanos–ocurridos en el pueblo de Naccos–el nombre no es gratuito, como nada en esta obra-, un topónimo prehispánico, anterior, tal vez, a los incas, antiguo enclave minero en donde perviven en el aire, en las costumbres, en los gestos, en las sombras, macabros y ancestrales ritos asesinos. Ya Vargas Llosa en 1983 presidió la comisión que investigaría el atroz asesinato de ocho periodistas en territorios semejantes a los de esta novela, descrito todo en su artículo «Sangre y mugre de Uchuraccay», (Contra viento y marea, 1990). No hay que olvidar algo que Mario Vargas Llosa ha repetido, en diversas ocasiones, respecto a que el novelista debe documentarse en una ingente labor de investigación hasta que le permita «mentir con conocimiento de causa». Claro que los novelistas mienten; es decir, inventan una realidad, pero al mentir expresan una curiosa verdad–la verdad de las mentiras–que sólo bajo el disfraz de la ficción, bajo la máscara de lo que no es, surge otra verdad encubierta. He ahí la formidable labor de la ficción, el contrapunto que agranda la realidad.
Porque esta vez a la descripción fría e implacable de una investigación policial, de un reportaje periodístico, se le unen, como en el juego de las cajas chinas, la alegoría mítica–el mito de Dioniso en la sierra andina-,, la oscura tradición de las supersticiones locales–unos diablos infernales que vagan y vigilan las montañas y exigen el sacrificio de quienes vulneran su sangrienta morada, los pishtacos, versión local del Minotauro; los huyanos que provocan los desprendimientos tormentosos de las montañas, el muki, que mata a los mineros por allanar la cordillera; los apus, dioses tutelares de las cordilleras, «los que deciden la vida y la muerte en estas tierras»-, — la poderosa historia de amor de Tomás Carreño, ayudante de Lituma, con la prostituta limeña Mercedes personajes anónimos, ambos, en un mundo de corrupciones y violencia-; el alcohol que perturba los comportamientos y provoca a la bestia ancestral e interior en la dionisiaca borrachera mítica; la cordillera que puebla de niebla y engendra y encierra esos hechos desasosegadores, incomprensibles; la firme creencia en la razón, su irreversible búsqueda de explicación lógica de los hechos–con el papel relevante de un personaje, el antropólogo holandés Paul Stirmsson, conocido por Escarlatina, que será decisivo a la hora de revelar los antiguos rituales andinos-, y en medio de todo, el vaivén contemporáneo de la razón y la pasión: «Todo hombre es una jaula en la que hay encerrado un animal, cuando se suelta causa estragos» se lee en la novela o «Saber leer y escribir, usar saco y corbata, haber ido al colegio y vivido en la ciudad, ya no sirve. Sólo los brujos entienden lo que pasa». Violencia ritual, sí, pero, también, violencia terrorista, la más terrible porque es el monstruo engendrado, desde el delirio, que amenaza la vida. Lo más terrible de todo, lo que denuncia Vargas Llosa confirme pulso y prosa contundente es lo que ha recordado Armando Figueroa: «En la novela la violencia, constante, surge de dos fuerzas, de los antiguos ritos sacrificiales y de la guerrilla maoísta–Sendero Luminoso-. La primera sirve para hilar la historia y la segunda para crear el ambiente de amenaza y tensión, el suspense de la trama. Pero si a la violencia de los rituales se le acaba encontrando una explicación con las interpretaciones de la antropología, la violencia senderista se sitúa en el límite de la interpretación, deviene incomprensible y fuera de toda lógica racional…». Al final, un mito actual que explica fenómenos como el salvajismo de Sendero Luminoso o la violencia que entraña la intolerancia religiosa y los nacionalismos insurgentes, de los que parecía curada la sociedad contemporánea tras la Segunda Guerra Mundial.
Junto a personajes de carne y hueso, cercanos y vulnerables, junto a la experiencia personal que transforma y cambia las conductas, la revelación de unos hechos, la investigación de unos comportamientos que empujan la narración hacia el descubrimiento de la verdad. De las dos verdades, la que explica lo que ocurrió y la que ocurre dentro de cada uno de ellos: «La ficción–ha afirmado ya en alguna ocasión Vargas Llosa–está presente en todas las artes, las religiones y las ciencias, pero también y sobre todo en la soledad del propio individuo».
La novela se construye con un artificio de suma eficacia como es el juego de las historias intercaladas que anhelan una novela total, la estela de Balzac, de Galdós, que muestra «la
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