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Nando Parrado - Milagro en los Andes

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Nando Parrado Milagro en los Andes
  • Libro:
    Milagro en los Andes
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2006
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Milagro en los Andes: resumen, descripción y anotación

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Nando Parrado estuvo tres días inconsciente antes de despertarse y descubrir - photo 1

Nando Parrado estuvo tres días inconsciente antes de despertarse y descubrir que el avión que llevaba a su equipo de rugby a un partido amistoso en Chile se había estrellado en medio de los Andes. Pronto supo que muchos de sus compañeros habían muerto o estaban agonizando, entre ellos su propia madre y su hermana. Los supervivientes se hallaban desamparados en un desierto glaciar sin alimentos y sin poder pedir ayuda. Lucharon para soportar gélidas temperaturas, aludes mortales y, más tarde, la devastadora noticia de que se había suspendido su búsqueda. A medida que pasaba el tiempo, Nando empezó a pensar cada vez más en su padre, pues sabía que debía de estar consumido por el dolor. Nando decide así regresar a casa o morir en el intento.

Treinta años después de la tragedia que hizo famosa Piers Paul Read en el bestseller internacional ¡Viven!, Nando nos narra su propia experiencia con una franqueza loable y con profundo sentimiento.

Nando Parrado Milagro en los Andes Mis 72 días en la montaña y mi largo regreso - photo 2

Nando Parrado

Milagro en los Andes

Mis 72 días en la montaña y mi largo regreso a casa

ePub r1.0

Morwen 13.01.15

Título original: Milagro en los Andes

Nando Parrado, 2006

Retoque de cubierta: Morwen

Editor digital: Morwen

ePub base r1.2

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NANDO PARRADO (Montevideo, 9 de diciembre de 1949). Fernando Seler Parrado Dolgay, conocido como Nando Parrado, es un ex jugador de rugby, ex corredor de carreras de lanchas, autos y motos, empresario y productor y presentador de televisión uruguayo.

Es conocido por ser uno de los dieciséis sobrevivientes del accidente aéreo de los Andes, también conocido como Tragedia de los Andes, ocurrido el 13 de octubre de 1972. Después de estar dos meses atrapado en las montañas con otros sobrevivientes, él y Roberto Canessa escalaron a través de las cumbres en un viaje de casi diez días para encontrar ayuda.

Prólogo

Durante las primeras horas no había nada, ni miedo ni tristeza, ni la sensación de que pasaba el tiempo, ni tampoco pensamientos ni recuerdos, tan sólo un silencio negro y perfecto. Entonces se hizo la luz, un haz fino y gris de luz solar, y salí de las tinieblas como un buceador que nada lentamente hacia la superficie. La consciencia fue fluyendo por mi cerebro como si fuera una lenta hemorragia y me desperté, con gran dificultad, en un mundo sombrío a medio camino entre el ensueño y la realidad. Oí voces y noté movimiento a mi alrededor, pero tenía la mente confusa y la vista borrosa. Mientras miraba fijamente esas vagas formas desdibujadas, vi que algunas de las sombras se movían y finalmente me di cuenta de que una de ellas se inclinaba sobre mí.

—Nando, ¿puedes oírme? ¿Me oyes? ¿Estás bien?

La sombra se acercó más a mí y, al observarla minuciosamente en silencio, se recompuso una cara humana. Vi un mechón enredado de pelo negro sobre unos ojos marrón oscuro. En esos ojos había amabilidad —esa persona me conocía—, pero detrás de la amabilidad había algo más, atrocidad, dureza, una sensación de desesperación contenida.

—Vamos, Nando, ¡despierta!

«¿Por qué tengo tanto frío? ¿Por qué me duele tanto la cabeza?». Intenté desesperadamente expresar en voz alta estos pensamientos, pero mis labios no podían articular las palabras y el esfuerzo agotó rápidamente mis energías. Cerré los ojos y me dejé arrastrar de nuevo hacia la oscuridad. Sin embargo, pronto oí más voces y, al abrir los ojos, vi que a mi alrededor flotaban más caras.

—¿Está despierto? ¿Puede oírte?

—¡Nando, di algo!

—No te rindas, Nando, estamos contigo. ¡Despierta!

Intenté hablar de nuevo, pero todo lo que me salió fue un ronco susurro. Entonces alguien se inclinó hacia mí y me habló al oído en voz baja.

—Nando, ¡el avión se estrelló! ¡Caímos en las montañas! Nos estrellamos. ¿Me entiendes, Nando?

No. Entendía que, por la calmada premura con la que pronunciaba esas palabras, ésa era una noticia sumamente importante. Pero no podía desentrañar su significado, ni comprender que tuviera algo que ver conmigo. La realidad parecía distante y confusa, como si estuviera atrapado en un sueño y no pudiera obligarme a despertar. Vagué en esta confusión durante horas, pero al final mis sentidos empezaron a ver la luz y pude examinar lo que había a mi alrededor. Desde mis primeros y confusos momentos de consciencia me desconcertó ver una hilera de luces circulares que flotaban por encima de mí. Ahora me daba cuenta de que esas luces eran las redondeadas ventanillas de un avión. Entendí que estaba tumbado en el suelo de la cabina de pasajeros de un avión comercial, pero, cuando miré hacia la cabina del piloto, vi que nada en ese avión parecía normal. El fuselaje se había volcado hacia un lado, de forma que mi espalda y mi cabeza reposaban en la parte inferior de la pared del lado derecho del avión, mientras que tenía las piernas estiradas hacia el pasillo, que estaba inclinado hacia arriba. Faltaban la mayoría de los asientos del avión. Del destartalado techo pendían cables y tubos, y las válvulas de aislamiento rotas colgaban como trapos mugrientos de los agujeros que se habían abierto en las paredes destrozadas. A mi alrededor, el suelo estaba salpicado de trozos de plástico desmenuzado, fragmentos retorcidos de metal y otros restos sueltos. Era de día. El aire era gélido e, incluso en mi estado de aturdimiento, la crudeza del frío me sorprendió. Había vivido siempre en Uruguay, un país cálido en el que incluso los inviernos son suaves. La única vez que había conocido realmente el frío fue cuando tenía dieciséis años y me fui a vivir a Saginaw, en Michigan, como estudiante de intercambio. No me había llevado ropa de abrigo y recuerdo la primera vez que experimenté una auténtica ola de frío polar de la zona central de Estados Unidos: el viento me clavaba sus garras a través de la fina chaqueta de verano y los pies se me congelaban en los ligeros mocasines. Pero nunca me había imaginado nada igual a las gélidas ráfagas de viento que soplaban a través del fuselaje. Ese frío brutal que calaba hasta los huesos me escaldaba la piel como si fuera ácido. Sentía el dolor en cada célula del cuerpo y, mientras temblaba espasmódicamente dominado por él, cada momento parecía durar una eternidad.

Mientras permaneciera en el suelo del avión, a merced de la corriente de aire, no habría forma de entrar en calor. Pero el frío no era lo único que me preocupaba. También sentía un dolor palpitante en la cabeza, una percusión tan aguda e intensa que parecía que hubiera un animal salvaje atrapado en mi cabeza arañándome desesperadamente para salir. Con cuidado me llevé la mano a la coronilla. Noté coágulos de sangre seca enredados en mi pelo y tres heridas sanguinolentas que formaban un triángulo irregular a unos diez centímetros por encima de la oreja derecha. Sentí que algún hueso roto sobresalía bajo la sangre coagulada y, al apretar ligeramente, noté una esponjosa sensación de elasticidad. Se me revolvió el estómago cuando me di cuenta de lo que eso significaba: estaba presionando partes del cráneo hechas añicos contra la superficie del cerebro. Me dio un vuelco el corazón. Me faltaba el aire. Justo cuando iba a entrarme el pánico, vi esos ojos marrones encima de mí, y al fin reconocí la cara de mi amigo Roberto Canessa.

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