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Ursula K. Le Guin - Contar es escuchar

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Ursula K. Le Guin Contar es escuchar

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Algunas ideas sobre Cordwainer Smith

Algunas ideas sobre Cordwainer Smith

El presente ensayo, escrito para el programa de ReaderCon, la conferencia anual sobre ciencia ficción, en su edición de julio de 1994, iba dirigido a un selecto grupo de lectores que estaban familiarizados con el tema. Para quienes no hayan leído la narrativa de Cordwainer Smith o James Tiptree Jr., solo espero que estas líneas despierten la curiosidad necesaria para echar un vistazo a las obras de estos escritores sumamente originales. Algunos puntos ganarán en claridad si se sabe que los dos trabajaron para el Gobierno de Estados Unidos (la explicación habitual de por qué utilizaron seudónimos a la hora de escribir narrativa) y que Smith, con el nombre de Paul Linebarger, fue profesor de Estudios Asiáticos en la Universidad John Hopkins, trabajó como agente de inteligencia durante la Segunda Guerra Mundial en China, escribió Guerra psicológica —durante mucho tiempo, el texto de referencia sobre el tema—, prestó servicios como miembro de la Asociación para la Política Exterior y asesor de John F. Kennedy y fue ahijado de Sun Yatsen.

N OMBRES

Un seudónimo es un curioso artificio. Los actores, cantantes, bailarines utilizan nombres artísticos por distintas razones, pero al parecer no muchos pintores, escultores o compositores se inventan un nombre. Si eres un compositor alemán llamado Engelbert Humperdinck, que ha escrito la ópera Hansel y Gretel, no haces nada al respecto, te las arreglas con tu nombre, hasta que cien años después aparece un cantante de country medio ñoño y se lo apropia porque le parece gracioso. Si eres una pintora francesa llamada Rosa Bonheur, no te haces llamar Georges Tristesse; simplemente pintas caballos y firmas «Rosa», grande y claro. Pero los escritores, en especial los de ficción, siempre se inventan nombres. ¿Será que se confunden con sus personajes?

La pregunta no es totalmente frívola. Creo que la mayoría de los novelistas a veces tienen conciencia de que contienen multitudes, sienten una simpatía incómodamente aguda por el trastorno de personalidad múltiple, no suscriben el sentido común en materia de qué cosa constituye un yo.

Y por lo general hay una distinción entre «el escritor» y «la persona». El culto a la personalidad mitiga esa diferencia; en casos de escritores como Lord Byron o Hemingway, como en los de ciertos actores y políticos, la persona desaparece tras el brillo del personaje. La publicidad, las lecturas públicas y cosas por el estilo mantienen la intensidad de ese brillo. La gente hace cola para «conocer al escritor», sin darse cuenta de que eso es imposible. Nadie puede ser escritor mientras firma libros, ni siquiera Harlan Ellison. Lo único posible es escribir «Para Tal y Cual, con los mejores deseos del Autor Pascual», una historia nada interesante. Todo lo que los admiradores pueden hacer es conocer a la persona, que tiene mucho en común con el escritor, pero no es el escritor. Tal vez este sea más amable, más aburrido, más anciano, más cruel; pero la diferencia principal es que la persona vive en el mundo, mientras que los escritores viven en su imaginación y/o en la imaginación del público, lo que crea una figura pública que solo vive en la imaginación pública.

De modo que el seudónimo, al ocultar a la persona tras el escritor, es en esencia un artificio que protege y posibilita ciertas cosas, como en los casos de las hermanas Brontë y Mary Ann Evans. Los andróginos Currer, Ellis y Acton Bell ocultaban a Charlotte, Emily y Anne Brontë de la publicidad que podría haber ofendido a su pequeña comunidad, y también permitían que sus manuscritos fueran leídos sin prejuicios por sus potenciales editores, que los suponían escritos por hombres. George Eliot protegía a Mary Ann Evans, que vivía impenitentemente en pecado, del dragón de la desaprobación social.

Me parece posible conjeturar que esos personajes también liberaron a las escritoras de sus censores internos, de sus vergüenzas e inhibiciones interiorizadas, de nociones como sobre qué «debía» escribir una mujer. El seudónimo masculino, por extraño que parezca, eximía a la autora de la obediencia a la concepción masculina de la literatura y la experiencia. Creo que James Tiptree Jr. dio sin duda esa libertad a Alice Sheldon.

Pero en el caso de Sheldon nos topamos con otro aspecto del seudónimo: la figura pública que quiere o que necesita una máscara diferente para realizar un tipo diferente de trabajo.

Ignoro si Sheldon tenía una verdadera necesidad profesional de convertirse en Tiptree. ¿Habría perdido su empleo o caído bajo la sospecha del Gobierno de haber publicado sus historias con su nombre real? Se me ocurre que su necesidad de adoptar un seudónimo era principal e intensamente personal. Necesitaba escribir como alguien distinto de quien «era». Había tenido una carrera muy exitosa como mujer, pero como escritora necesitaba, al menos en un comienzo, presentarse —quizá incluso presentarse a sí misma— como un hombre. Halló su alter ego en la etiqueta de un frasco de mermelada. Le resultó muy cómodo hacerse pasar por su personaje, y no solo escribió relatos sino también cartas con el nombre de James Tiptree Jr., que se convirtió en un corresponsal muy querido y apreciado por mucha gente. Cuando decidió publicar como mujer, al principio empleó solo la mitad de su nombre, llamándose Raccoona Sheldon (un nombre que me perturba, porque la mitad inventada es tan grotesca que parece una forma de autoningunearse). Al final, cuando saltó la tapadera, esencialmente dejó de escribir. Era como si el seudónimo/máscara, masculino o femenino, fuera sobre todo un facilitador, una ruta de escape que llevaba desde un yo público que no podía o no quería escribir hasta un yo privado que solamente era escritor.

¿Y qué hay del profesor y coronel Paul Myron Anthony Linebarger? ¿Qué representaba Cordwainer Smith para él? En adelante me basaré por completo y con gratitud en las investigaciones de John J. Pierce, la máxima autoridad sobre la vida y obra de Linebarger/Smith. En su excelente introducción a El redescubrimiento del hombre, Pierce cuenta que Linebarger publicó su libro sobre la guerra psicológica con su propio nombre, pero sus dos primeras novelas (Ria y Carola) como Félix C. Forrest. A continuación, «cuando la gente descubrió quién era “Forrest”, ya no pudo escribir». (Suena como el caso de Sheldon). Continúa Pierce: «Probó con un thriller de espías, Atomsk, con el nombre de Carmichael Smith, pero volvieron a descubrirlo. Incluso presentó el manuscrito de otra novela con el nombre de su esposa, pero no engañó a nadie». Usar el nombre de una esposa como alias implica, a mi entender, no solo una esposa muy comprensiva, sino una necesidad muy imperiosa de llevar una máscara. También implica una indiferencia bastante extraordinaria ante algo que suele ser de suma importancia para un hombre: ser percibido, siempre y totalmente, como tal.

Sospecho que el seudónimo definitivo pudo ser necesario para preservar su dignidad de profesor universitario y experto en temas serios, pero que no era menos importante por cuanto lo libera psíquicamente. El doctor Linebarger debía mostrarse respetable y responsable y cuidar lo que decía. Cordwainer escribía fantaciencia y se despachaba a gusto. El doctor utilizaba sus conocimientos con discreción para asesorar a Chiang Kaishek y aconsejar a políticos y diplomáticos. El señor Smith ventilaba esos conocimientos para satisfacer a la gente común que leía novelas populares, así como en servicio del arte. Paul era un hombre. Cordwainer era hombres, mujeres, animales, un cosmos.

En casi todas las personas, los desdoblamientos de esa clase pueden indicar cierta locura; pero todos los escritores de los que vengo hablando eran gente muy eficiente en sus dos encarnaciones, la de carne y la de papel. Aun así, sus personalidades de papel, al haber sobrevivido a la «persona verdadera», bien podrían preguntar: ¿cuál de los dos puede afirmar que es real?

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