Ursula K. Le Guin
EL MUNDO DE ROCANNON
¿Cómo distinguir la leyenda de los hechos en esos mundos tan alejados en el espacio y el tiempo? Planetas sin nombre, a los que sus gentes llamaron simplemente El Mundo, planetas sin historia, donde el pasado es tema de mitos y, a su regreso, un explorador se halla con que sus propios hechos — realizados poco tiempo atrás — se han convertido en los gestos de una divinidad. Lo irracional oscurece la brecha del tiempo que atraviesan las naves espaciales, veloces como la luz, y en esa oscuridad, como malas hierbas, crecen la incertidumbre y la desproporción.
En el intento de relatar la historia de un hombre, un simple científico de la Liga, que pocos años ha partiera hacia ese mundo sin nombre, conocido apenas, cualquiera se siente como un arqueólogo entre ruinas milenarias, avanzando a través de densas marañas de hojas, flores, ramas y enredaderas hasta la repentina geometría brillante de una rueda o una pulida piedra, penetrando luego en un espacio familiar, que se presenta como un acceso luminoso a la oscuridad, al imposible titilar de una llama, al centelleo de una joya, al sólo entrevisto movimiento de un brazo de mujer.
¿Cómo separar el hecho de la leyenda, la realidad de la realidad?
En el relato de Rocannon surge la joya, el centelleo azul sólo entrevisto. Y así se inicia:
Area galáctíca 8, nº 62. — Fomalhaut II.
Formas de vida de elevado cociente de inteligencia. Contactos con las siguientes especies:
Especie 1:
A) Gdemiar (singular Gdem): elevado cociente de inteligencia, antropoides, trogloditas nocturnos; talla media 120 a 135 cm, piel clara, cabellos oscuros. En el momento de establecerse el contacto, estos cavernícolas poseían una sociedad oligárquica y estratificada con rigidez, modificada por telepatía parcial colonial, y una cultura orientada tecnológicamente según la temprana edad del acero. El nivel tecnológico se ha elevado hasta el punto C durante la misión de la Liga de los años 252-254. En el 254 un vehículo automático (desde Nueva Georgia del Sur y retorno) fue entregado a los oligarcas de la comunidad del Mar de Kirien. Nivel C-Prima.
B) Fiia (singular Fian): elevado cociente de inteligencia, antropoides, diurnos, aproximadamente 130 cm de talla; individuos observados piel y cabellos claros, en general. Unos pocos contactos han señalado aldeas de grupos nómadas, de estructura comunal, telepatía parcial colonial, con indicios de onda corta TK. La raza parece atecnológica y evasiva; esquemas culturales mínimos y cambiantes. No sujetos a contribución. Nivel E — Interrogante.
Especie II:
Liuar (singular Liu): elevado cociente de inteligencia, antropoides, diurnos; estatura media encima de los 170 cm; esta especie posee una aldea fortificada, Sociedad constituida por clanes, tecnología bloqueada (Bronce) y cultura heroico-feudal. Se ha advertido un desdoblamiento social horizontal en dos subrazas: a) Olgyior, «hombres normales», piel clara, cabellos oscuros; b) Angyar, «señores», muy altos, piel oscura, cabellos rubios…
— Es la raza de ella — dijo Rocannon, levantando la vista del Manual abreviado de formas inteligentes de vida, para mirar a la mujer de piel oscura, elevada talla y cabellos rubios, inmóvil en el centro del amplio salón del museo: erguida, con su corona de cabellos brillantes, observaba algo en una vitrina. A su alrededor se movían cuatro pigmeos ansiosos y desagradables.
— No sabía que en Fomalhaut II viviesen estos otros tipos, además de los trogloditas — dijo Ketho, el director del museo.
— Tampoco yo. Aún quedan algunas especies «no confirmadas» en esta lista; nunca ha habido contacto con ellas. Parece llegado el momento de enviar una misión investigadora más profunda. En todo caso, al menos ahora la conocemos a ella.
— Querría tener algún medio de saber quién es ella…
Provenía de una antigua familia, descendiente de los primeros reyes de los Angyar, y por encima de todas sus carencias, su cabello brillaba con el puro e inmutable oro de los de su raza. Los diminutos Fiia, a su paso, se inclinaban ya en los tiempos en que ella no era más que una niña descalza que correteaba por las praderas, la luminosa y ardiente cabellera como un cometa, sacudida por los duros vientos de Kirien.
Tierna era su edad cuando Durhal de Hallan la conoció, cortejó y llevó consigo, lejos de las ruinosas torres y ventosos espacios de su niñez, hacia la alta casa de Hallan. Allí, junto a la montaña, tampoco había comodidades, aunque perdurara el esplendor. Ventanas sin cristales, piedra desnuda en los pisos; durante la estación fría, al despertar, se podía ver la nieve nocturna acumulada junto a las ventanas. La esposa de Durhal, de pie, descalza sobre el suelo helado, trenzaba el fuego de su cabello y sonreía a su joven esposo a través del espejo de plata de su habitación. Ese espejo y el traje de boda de su madre, recamado con mil menudos cristales, constituían toda su riqueza. Los familiares lejanos de Durhal aún eran dueños de guardarropas suntuosos, mobiliarios de maderas doradas, monturas, armas y espadas de plata, joyas y alhajas sobre las que la joven esposa arrojaba miradas de envidia, volviendo sus ojos hacia una diadema de perlas o un broche de oro cuando el dueño de la joya le cedía el paso como signo de deferencia por la alta alcurnia de su linaje y matrimonio.
En el cuarto puesto a partir del trono de Hallan Revel se sentaban Durhal y su esposa Semley, tan cerca del señor de Hallan que, a menudo, el anciano ofrecía vino a Semley con su propia mano y hablaba de las cacerías con su sobrino y heredero Durhal, envolviendo a la joven pareja en una mirada de amor torvo y sin esperanzas. Escasas podían ser las esperanzas para los Angyar de Hallan y para las Tierras del Oeste, desde que aparecieran los Señores de las Estrellas, con sus casas que brincaban sobre pilares de fuego y sus tremendas armas que arrasaban montañas. Ellos habían bloqueado todos los antiguos caminos y se habían inmiscuido en las viejas guerras, y aunque los montos eran pequeños, resultaba una vergüenza insoportable para los Angyar el tener que pagarles un tributo, contribución para la guerra que los Señores de las Estrellas sostenían con algún extraño enemigo, en algún lugar del espacio abismal entre las estrellas. «Será también vuestra, esta guerra» decían; pero la última generación de los Angyar había permanecido inerte en su ociosa vergüenza, dentro de sus salones, viendo cómo enmohecían sus espadas de doble filo, cómo crecían sus hijos sin intervenir en una sola batalla, cómo sus hijas se unían a hombres pobres, incluso a los de baja cuna, sin aportar la dote de un patrimonio heroico a un noble marido. El rostro del Señor de Hallan se ensombrecía al contemplar a la pareja de cabellos dorados, al oír sus risas mientras bebían vino amargo y jugueteaban en la fría, ruinosa y antes resplandeciente fortaleza de su casta.
El propio rostro de Semley se endurecía a la vista del salón donde relampagueaba el brillo de las piedras preciosas en asientos muy por debajo del suyo, entre mestizos y hombres de casta inferior, de piel blanca y cabellos oscuros. Ella nada había aportado como dote a su esposo: ni siquiera una horquilla de plata. El vestido de Los Mil Cristales estaba reservado para el día de la boda de su hija, si nacía una niña.
Y fue una niña y la llamaron Haldre, y cuando el cabello creció en su cabecita oscura, brilló como el oro inmutable, herencia de generaciones señoriales, el único oro que jamás poseería…
Semley nunca mostró a su marido el descontento que la colmaba. Porque a pesar de su dulzura para con ella, en su duro orgullo de señor, Durhal sólo abrigaba desprecio hacia la envidia y los deseos vanos, y ella temía ese desprecio. En cambio, habló con Durossa, la hermana de Durhal.
— Mi familia fue dueña de un gran tesoro hace tiempo — le dijo —. Era un collar de oro con una piedra azul en el centro… ¿un zafiro?