Ursula K. Le Guin
Planeta de exilio
En los últimos días de la última fase lunar de Otoño, sopló un viento frío desde las cordilleras septentrionales a través de los bosques moribundos de Askatevar que olía a humo y a nieve. Leve e indefinida como un animal montaraz de piel clara, Rolery se deslizó por el bosque, a través de las arremolinadas hojas muertas, alejándose de los bulliciosos campos de la última cosecha y de los muros que, piedra a piedra, estaban levantando en la ladera de Tevar. Iba sola, y nadie la llamó. Siguió un tenue sendero que se dirigía hacia el oeste, marcando y remarcando en surcos por el paso hacia el sur de los piesraíces, obstruido en algunos tramos por troncos caídos o enormes amontonamientos de hojas secas.
Al pie de la Loma del Límite donde el sendero se bifurcaba, ella prosiguió en línea recta, pero antes de haber avanzado diez pasos, se volvió rápidamente hacia un crujido rítmico que se aproximaba por detrás.
Por el sendero del norte, descalzo, pisando la hojarasca, descendía un heraldo; la larga cuerda que ataba sus cabellos balanceándose tras él. Venía del norte en una carrera firme, de largas zancadas regulares, y sin mirar siquiera a Rolery que estaba entre los árboles, pasó veloz y se alejó. El viento parecía arrastrarlo hacia Tevar con las noticias que llevaba: tormenta, desastre, Invierno, guerra… Indiferente, Rolery se volvió y siguió su propio y borroso sendero, que zigzagueaba hacia arriba entre los grandes troncos secos y crujientes, hasta que al final, allá en la cima, vio el cielo claro ante ella, y bajo el cielo, el mar.
El bosque muerto había sido clareado desde la parte occidental de la loma. Sentada al abrigo de una gran capa, ella pudo contemplar el remoto y radiante oeste, las infinitas extensiones grisáceas del llano que cubrían las mareas, y, un poco más abajo de ella y a la derecha, la ciudad amurallada de los lejosnatos con sus tejados rojos sobre los acantilados marinos.
Altas casas de piedra pintadas de colores brillantes mezclaban confusamente ventanas bajo ventanas y tejados bajo tejados, descendiendo por la inclinada cima del acantilado hasta su borde. A extramuros, bajo las rocas más bajas del sur de la ciudad, se extendían kilómetros de pastos y tierras de cultivo, todas ellas dispuestas en bancales y protegidas por diques, perfectas como el dibujo de una alfombra. Desde la muralla de la ciudad al borde del acantilado, sobre diques y dunas y por encima de la playa y los lustrosos arenales de la marea baja durante más de medio kilómetro, apoyándose en enormes arcos de piedra, se extendía una calzada, que unía la ciudad con una extraña isla negra que había en medio de las arenas. Parecía como un rimero marino, que resaltaba negro y sombrío sobre los lisos y brillantes planos y relucientes niveles de las arenas, roca siniestra, obstinada, cuya parte superior se arqueaba y erguía, una talla más fantástica que lo que el viento o el mar pudieran esculpir. ¿Era una casa, una estatua, un fuerte o un mojón funerario? ¿Qué habilidad negra la había vaciado, y construido el increíble puente, en aquellos lejanos tiempos en que los lejosnatos eran poderosos y guerreaban? Rolery no había hecho nunca mucho caso a las confusas historias de brujería que se contaban cuando se mencionaba a los lejosnatos; pero ahora, ante aquel lugar negruzco en medio del arenal, vio que era extraño, la primera cosa verdaderamente extraña que ella había visto en su vida: construida en una época pasada que nada tenía que ver con ella, por manos que guardaban parentesco con su carne y su sangre, imaginada por mentes ajenas. Era siniestra, y le atraía. Fascinada, contempló una figura diminuta que caminaba por aquella alta calzada, empequeñecida por la distancia y altura, un puntito o pincelada de oscuridad saliendo lentamente de las negras torres entre las brillantes arenas.
El viento aquí era menos frío; el sol brillaba a través de los jirones de nubes en el extenso oeste, haciendo relucir allí abajo calles y tejados. La ciudad le atraía por su rareza, y sin detenerse para cobrar valor o llegar a una decisión, de modo atolondrado, Rolery bajó con agilidad y rapidez la ladera y entró por la puerta de la ciudad.
Ya dentro, siguió andando como si tal cosa, descuidada y voluntariosa. Aunque más bien la movía el orgullo: su corazón le latió aceleradamente mientras seguía las piedras grises y perfectamente planas de aquella calle tan rara. Iba mirando de izquierda a derecha, y de derecha a izquierda, apresuradamente, a las altas casas, todas construidas sobre el suelo, con tejados inclinados, y ventanas de piedra transparente (¡así qué lo que decían era verdad!), y los estrechos pedazos de tierra frente a algunas casas, donde enredaderas kellen y hadun de brillantes hojas escarlata o naranja trepaban por paredes azules o verdes, dando una nota de color al gris parduzco del paisaje otoñal. Cerca de la puerta del este había muchas casas desocupadas; el color estaba cayendo en costras de la piedra, y las ventanas resplandecientes habían desaparecido. Pero más abajo, descendiendo por calles y escaleras, las casas estaban habitadas, y ella empezó a encontrarse con lejosnatos.
Se la quedaron mirando. Ella había oído decir que los lejosnatos miraban a uno fijamente; pero no quiso comprobar si era verdad. Al menos ninguno de ellos la detuvo; su vestido no se diferenciaba mucho del de ellos, y algunos de aquellos seres, según pudo comprobar al mirarlos rápidamente de reojo, no tenían la piel mucho más oscura que los hombres. Pero en las caras que no se atrevió a mirar percibió la sobrenatural oscuridad de los ojos.
De pronto, la calle por la que ella iba andando terminó en una gran plaza, completamente llana, y bañada de oro y sombras por el sol poniente. Cuatro casas la rodeaban, casas del tamaño de pequeñas colinas, con filas de arcos delante, sobre los que se alternaban piedras grises y transparentes. Sólo cuatro calles llevaban a esta plaza, y cada una de ellas podía ser cerrada por un portalón cuyos goznes estaban incrustados en los muros de las cuatro casas grandes; así que la plaza era como un fortín dentro de un fuerte o una ciudad dentro de una ciudad. Dominaba el conjunto un edificio que se elevaba hacia el cielo, brillante por la luz del sol.
Era un lugar poderoso, pero vacío de gente.
En un ángulo de la plaza, que era tan grande como un campo, había unos muchachos lejosnatos jugando sobre la arena. Dos chicos estaban empeñados en un tenaz y habilidoso encuentro de lucha libre, y un grupo de niños vestidos con chaquetas almohadilladas y gorros, practicaban la esgrima con espadas de madera con igual tenacidad. Era maravilloso contemplar a los luchadores, que parecían ejecutar una lenta y peligrosa danza el uno alrededor del otro, agarrándose luego repentinamente con destreza y gracia. Junto con un par de lejosnatos, altos y silenciosos, arrebujados en sus pieles, Rolery se quedó mirando. Cuando de pronto el luchador mayor dio un salto mortal para caer sobre su musculosa espalda, ella ahogó un grito que coincidió con el de él, y luego se echó a reír de sorpresa y admiración:
—¡Buen lanzamiento, Jonkendy! —gritó junto a ella un lejosnato, y una mujer, en el otro extremo de la arena, aplaudió.
Desatentos a todo, absortos en su juego, los muchachos siguieron la lucha, acometiéndose, tanteándose y defendiéndose.
Ella no había conocido nunca a los guerreros adultos de aquel pueblo de brujos, ni apreciado su fuerza y habilidad. Aunque ella había oído decir que practicaban la lucha, siempre los había imaginado vagamente como jorobados y parecidos a arañas viviendo en una sombría madriguera, inclinados sobre una rueda de alfarero, haciendo aquellos delicados cacharros de cerámica y piedra clara que luego iban a parar a las tiendas de campaña de los humanos. Y se contaban historias y circulaban rumores y fragmentos de cuentos; un cazador era «afortunado como un lejosnato»; había una cierta clase de tierra llamada «mineral de brujos» porque el pueblo de los brujos la apreciaba mucho y por ella daba cualquier cosa a cambio. Pero Rolery no sabía más que retazos de la verdad. Desde mucho tiempo antes de que ella naciera, los Hombres de Askatevar habían vagado por el norte y el oeste de sus tierras. Ella no había visto nunca llevar una cosecha a los graneros que había bajo la colina de Tevar, porque jamás había estado en este límite occidental hasta esta fase lunar, cuando todos los hombres del pueblo de Askatevar se reunieron con sus rebaños y familias para construir la Ciudad de Invierno sobre los graneros enterrados. Ella no sabía nada, realmente, sobre aquella raza extraña, y cuando se dio cuenta de que el luchador que había salido victorioso, el joven delgado llamado Jonkendy, la estaba mirando fijamente a la cara, volvió la cabeza y se apartó atemorizada y disgustada. Él se acercó a ella, su cuerpo desnudo brillando oscuramente por el sudor.