Ian Rankin
Black amp; blue
Nº 8 Serie Inspector Rebus
Gracias a Chris Thomson por haberme permitido citar la letra de una de sus canciones; al doctor Jonathan Wills por sus opiniones sobre Shetland y la industria del petróleo; a Don y Susan Nichol, por su casual ayuda en la investigación; a la División de Energía del Ministerio de Industria de Escocia; a Keith Webster, jefe del Departamento de Asuntos Públicos de Conoco UK; a Richard Grant, jefe del Departamento de Asuntos Públicos de BP Prospecciones; a Andy Mitchell, asesor de Asuntos Públicos de Amerada Hess; a Mobil del Mar del Norte; a Bill Kirton, por su asesoramiento en seguridad marítima; a Andrew O'Hagan, autor de Los Desaparecidos; a Jerry Sykes, que me encontró el libro; a Mike Ripley por la documentación de vídeo; al ebrio trabajador del petróleo Lindsey Davis que conocí en un tren de Aberdeen; a Colin Baxter, extraordinaire del Departamento de Regulación de Comercio; a mis investigadores Linda e Iain; al personal del hotel Caledonian Thistle de Aberdeen; al Grampian Regional Council; a Ronnie Mackintosh; a Ian Docherty; a Patrick Stoddart; y a Eva Schegulla por el correo electrónico. Y como siempre mis más efusivas gracias a la Biblioteca Nacional de Escocia (en particular al South Reading Room) y a la Biblioteca Central de Edimburgo. Quiero igualmente manifestar mi agradecimiento a cuantos amigos y autores se pusieron en contacto conmigo cuando el caso de John Biblia reapareció en la prensa a principios de 1996, tanto por expresarme su pesar como por ofrecerme sugerencias para retocar el argumento. Mi editora, Caroline Oakley, que, sin perder la confianza, me remitió a la cita de James Ellroy al principio de la obra… Y para finalizar, un agradecimiento especial a Lorna Hepburn, que fue la primera en contarme una historia…
Cualquier «influencia» se debe a: Fool's Gold de Christopher Harvie; A Place in the Sun de Jonathan Wills; Innocent Passage:The Wreck ofthe Tanker Braer de Jonathan Wills y Karen Warner; Blood on the Thistle de Douglas Skelton; Bible John: Search for a Sadist de Patrick Stoddart y Los Desaparecidos de Andrew O'Hagan.
La cita del mayor Weir -«seres domados por la crueldad»- es en realidad el título de la primera antología poética de Ron Butlin.
¡Ah, quisiera, antes de que acabe el día y que la traición nos burle,
que en paz repose mi cabeza cana, con Bruce y el fiel Wallace!
Más nervio y fuerza, hasta mi fin, no cejo en declarar,
que el oro inglés nos compra y vende cual fardo de truhanes en una nación.
Robert Burns, Fareweel to a' Our Scottish Fame
Si tienes los Arrestos… para decir «Yo puedo reescribir la historia según mis criterios», puedes salirte con la tuya.
James Ellroy
(Letras mayúsculas del autor)
Cansada por los siglos esta capital vacía resopla cual fiera dormida y enjaulada, soñando libertad sin creer en ella…
Sydney Goodsir Smith, Kynd Kittock's Land
– Dígame otra vez por qué las mató.
– Ya se lo he dicho, por impulso.
– Antes, dijo que fue por compulsión -replicó Rebus repasando sus anotaciones.
La figura derrengada de la silla asintió con la cabeza. Desprendía mal olor.
– Impulso o compulsión, qué más da.
– ¿Ah, sí? -comentó Rebus, apagando la colilla. Había en el cenicero tantas, que algunas, rebosándolo, habían caído en el escritorio metálico-. Háblenos de la primera víctima.
El individuo que tenía enfrente gruñó. Su nombre era William Crawford Shand, alias Craw, un cuarentón soltero que vivía solo en un bloque de viviendas subvencionadas de Craigmillar y que llevaba seis años en el paro. Se hurgaba con dedos temblorosos el pelo moreno grasiento, en ademán de cubrirse una incipiente coronilla.
– La primera víctima -insistió Rebus-. Cuéntenos.
«Cuéntenos» porque había otro hombre del Departamento de Investigación Criminal (DIC) en la «galletera». Era Maclay, y Rebus apenas sabía nada de él. Lo cierto es que aún no conocía muy bien a nadie en Craigmillar. Maclay, recostado en la pared, con los brazos cruzados, entornaba al máximo los ojos. Parecía una pieza de maquinaria en reposo.
– La estrangulé.
– ¿Con qué?
– Con un trozo de cuerda.
– ¿De dónde sacó la cuerda?
– La compré en una tienda, no recuerdo dónde.
Pausa de tres compases.
– ¿Y qué hizo después?
– ¿Cuando ya estaba muerta? -preguntó Shand rebulléndose ligeramente en la silla-. Le quité la ropa y mantuve relaciones con ella.
– ¿Con un cadáver?
– Aún estaba caliente.
Rebus se puso en pie y fue como si el chirrido de la silla contra las baldosas acobardase a Shand. Nada más fácil.
– ¿Dónde la mató?
– En un parque.
– En un parque, ¿de dónde?
– Cerca de su casa.
– ¿En qué sitio?
– En la calle Polmuir de Aberdeen.
– ¿Y qué hacía usted en Aberdeen, señor Shand?
Se encogió de hombros. Pasó los dedos por el canto de la mesa, dejando manchas de sudor y grasa.
– Tenga cuidado -dijo Rebus-. Son cantos afilados y podría cortarse.
Bufido de Maclay. Rebus se arrimó a la pared y le miró interrogante. Maclay asintió ligeramente con la cabeza y Rebus volvió a la mesa.
– Descríbanos el parque -dijo, apoyándose en el borde del escritorio y encendiendo otro cigarrillo.
– Pues, un parque. Con árboles, con césped; un parque donde juegan los críos.
– ¿De esos que cierran las puertas?
– ¿Cómo?
– Ya era de noche. ¿Estaban cerradas las puertas?
– No me acuerdo.
– No se acuerda. -Hizo una pausa de dos compases-. ¿Dónde la conoció?
Craw respondió precipitadamente:
– En una discoteca.
– No parece usted el clásico discotequero, señor Shand. -Otro bufido de la máquina en reposo-. Descríbame el local.
– Como todas las discotecas -replicó Shand, alzando de nuevo los hombros-: poca luz, focos deslumbrantes y una barra.
– ¿Y la víctima número dos?
– Lo mismo. -Shand tenía los ojos apagados y la cara chupada, pero se notaba que comenzaba a divertirse reanudando su relato-. La conocí en una disco, me ofrecí a acompañarla a casa, la maté y me la follé.
– ¿Se llevó algún recuerdo?
– ¿Qué…?
Rebus dejó caer ceniza al suelo y unas pavesas fueron a aterrizar en sus zapatos.
– Que si cogió algo del escenario del crimen.
Shand reflexionó y negó con la cabeza.
– ¿Y dónde fue exactamente?
– En el cementerio de Warriston.
– ¿Cerca de su casa?
– Vivía en Inverleith Row.
– ¿Con qué la estranguló?
– Con el trozo de cuerda.
– ¿El mismo trozo? -Shand asintió con la cabeza-. ¿Dónde lo llevaba, en el bolsillo?
– Sí.
– ¿Lo tiene aún?
– Lo tiré.
– No nos facilita las cosas que digamos. -Shand se sacudió satisfecho. Cuatro compases-. ¿Y la tercera víctima?
– En Glasgow. Kelvingrove Park. Su nombre era Judith Cairns, pero me pidió que la llamase Ju-Ju. Le hice lo mismo que a las otras -respondió Shand de carretilla, repantigado en la silla y con los brazos cruzados.
Rebus alargó la mano hasta tocar con gesto de curandero el antebrazo del hombre, para acto seguido darle un leve pero certero empujón que lo tiró al suelo con silla y todo. Se arrodilló a su lado y lo incorporó agarrándolo por la camisa.
– ¡Embustero! -le espetó entre dientes-. ¡Todo lo que cuenta lo ha leído en los periódicos y lo que se inventa es basura!
Lo soltó y se puso en pie con las manos mojadas del sudor de la camisa de Shand.
– No miento -protestó Shand tirado en el suelo-. ¡Le digo que es la pura verdad!
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