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Ian Rankin - La música del Adiós

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La música del Adiós: resumen, descripción y anotación

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Otoño, Edimburgo, hacia el final de la carrera del inspector John Rebus, que intenta cerrar alguno de los casos pendientes antes de jubilarse, cuando aparece muerto joven poeta ruso, al parecer a causa de un atraco que ha salido mal. Como por casualidad, una delegación comercial rusa que intenta de hacer negocios en Escocia visita la ciudad, y políticos y banqueros se muestran decididos a que el caso sea rápidamente cerrado y sin ambigüedades. Pero cuanto más indagan Rebus y su colega, la sargento Siobhan Clarke, más convencidos están de que no se trata de una simple agresión; más aún al producirse un segundo y repugnante homicidio. Simultáneamente, la brutal agresión a un gángster de Edimburgo sitúa a Rebus bajo sospecha. ¿Ha llevado el inspector Rebus demasiado lejos su intervención en la solución de los casos? A escasos días de jubilarse de su magnífica carrera, ¿se habrá liado Rebus la manta a la cabeza? Intensa y emocionante, La Música del adiós no es sólo el colofón agridulce de los años de servicio del inspector John Rebus, es una incisiva reflexión sobre el poder, el dinero y el crimen en un país en venta al mejor postor.

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Ian Rankin

La música del Adiós

Nº 17 Serie Rebus

«La frontera nunca está más allá.

Ni hay vallas que impidan la medianoche».

NORMAN MACCAIG, Hotel Romn, 12th Floor

«Mi padre decía que es inconfundible la llamada de un policía, y, en efecto, el golpe de los nudillos en la madera es como una orden que se aprovecha de la capacidad de culpabilidad de quien lo oye.»

ANDREW O'HAGAN, Be Near Me

PRIMER DÍA

Miércoles, 15 de noviembre de 2006

Capítulo 1

La muchacha dio un grito, uno solo; no hacía falta más, y cuando el matrimonio de mediana edad llegó al pie de Raeburn Wynd, se la encontró de rodillas, tapándose la cara con las manos, y con los hombros sacudidos por los sollozos. El hombre miró el cadáver un instante e hizo ademán de tapar los ojos a su esposa, pero ella ya se había dado la vuelta, sacó el móvil y marcó el número de emergencias. En los diez minutos que tardó en llegar el coche de policía, la joven quiso marcharse pero el hombre le explicó con suaves palabras, acariciándole el hombro, que debía esperar. La esposa se había sentado en el bordillo, a pesar del frío nocturno. Era un noviembre de Edimburgo que ya anunciaba heladas. En King's Stables Road no había tráfico. Un cartel de «prohibido el paso» impedía el tránsito desde Grassmarket hasta Lothian Road, y de noche era un paraje solitario con un aparcamiento de varias plantas en una acera y el castillo y el cementerio enfrente. La iluminación era débil y quienes pasaban por allí lo hacían alerta. Aquel matrimonio de mediana edad volvía de una audición de villancicos en la iglesia de St. Cuthbert para una cuestación del hospital infantil de Edimburgo. La mujer había comprado un ramillete de acebo, que ahora ocupaba un lugar en el suelo, a la izquierda del cadáver. Su marido no dejaba de pensar: «Un minuto más tarde y no habríamos oído nada, ya estaríamos camino de casa en el coche, con el ramillete en el asiento de atrás y música clásica en la emisora de FM».

– Quiero irme a casa -protestaba la joven entre sollozos.

Estaba de pie y tenía las rodillas arañadas. Llevaba una falda muy corta, en opinión del hombre, y su cazadora vaquera poco debía de protegerla del frío. Él había pensado -no mucho- en prestarle su chaqueta, y volvió a insistir en que debía esperar. De pronto las luces intermitentes del coche de policía que se aproximaba tiñeron de azul sus caras.

– Ahí están -dijo el hombre, pasándole el brazo por los hombros como para confortarla y apartándolo al ver que su esposa miraba.

El coche patrulla se detuvo sin apagar el motor ni las luces reflectantes y de él bajaron dos agentes de uniforme y sin gorra. Uno de ellos llevaba una linterna grande negra. Raeburn Wynd era una cuesta con una serie de antiguas caballerizas remodeladas como viviendas, con garajes en las plantas bajas que antaño albergaban a los caballos y carruajes del monarca. Era una cuesta peligrosa cuando el pavimento estaba helado.

– Tal vez resbaló y se golpeó en la cabeza -dijo el hombre-. O dormía al aire libre, o tomó unas cuantas…

– Gracias, señor -dijo uno de los agentes, por no contrariarle. Su compañero encendió la linterna y el hombre de mediana edad vio que había sangre en el suelo, sangre en las manos y en las ropas del muerto. Sangre que empapaba su pelo.

– O alguien le machacó de lo lindo -comentó el primer agente-. A menos, claro, que resbalara repetidas veces sobre un rallador de queso.

Su joven compañero hizo una mueca. Se había puesto en cuclillas para iluminar mejor el cadáver, pero volvió a levantarse.

– ¿De quién es ese ramillete? -preguntó.

– De mi esposa -contestó el hombre, pensando inmediatamente por qué no había dicho «mío» simplemente.

* * *

– Jack Palance -dijo el inspector John Rebus.

– Ya te he dicho que no lo conozco.

– Es un famoso actor de cine.

– Dime una película suya.

– Su necrológica sale en el Scotsman.

– Entonces, podrás decirme de sobra en cuál lo he visto.

La sargento Siobhan Clarke salió del coche cerrando de golpe la portezuela.

– Hacía de malo en muchas del Oeste -insistió Rebus.

Clarke mostró su carnet a uno de los agentes de uniforme y cogió la linterna que le ofrecía el más joven. La Unidad de Escenario del Crimen estaba de camino. Ya comenzaban a rezagarse algunos curiosos atraídos por las luces azules del coche patrulla. Rebus y Clarke habían estado trabajando hasta tarde en la comisaría de Gayfield Square, machacando una hipótesis -sin sospechoso principal- en un caso no resuelto, y ambos se alegraron del respiro que suponía aquella llamada. Fueron hasta allí en el destartalado Saab 900 de Rebus, quien ahora sacaba chanclas de polietileno y guantes de goma del maletero que sólo logró cerrar tras varios golpetazos.

– Tengo que venderlo -musitó.

– ¿Y quién te lo va a comprar? -replicó Clarke, poniéndose los guantes, y añadió al ver que no respondía-: ¿Eso que he visto eran unas botas de excursión?

– Tan viejas como el coche -contestó Rebus acercándose al cadáver. Ambos guardaron silencio y examinaron el cuerpo y el lugar.

– Le han hecho cisco -comentó Rebus finalmente. Se volvió hacia el agente más joven-. ¿Cómo te llamas, hijo?

– Goodyear, señor… Todd Goodyear.

– ¿Todd?

– El apellido de soltera de mi madre, señor -añadió Goodyear.

– Todd, ¿has oído hablar de Jack Palance?

– ¿El que trabajaba en Raíces profundas?

– Estás perdiendo el tiempo en la policía.

El compañero de Goodyear contuvo la risa.

– Si le dejan, el joven Todd es capaz de interrogarle a usted en vez de a un sospechoso.

– ¿Ah, sí? -terció Clarke.

El agente -por lo menos quince años mayor que su compañero y quizá con el triple de cintura- asintió con la cabeza señalando a Goodyear.

– Yo al lado de Todd soy una nulidad. Él tiene sus miras puestas en el Departamento de Investigación Criminal.

Goodyear, libreta en mano, permaneció impertérrito.

– ¿Quiere que empecemos a anotar datos? -preguntó.

Rebus miró al suelo. Había una pareja de mediana edad sentada en el bordillo cogida de las manos. Y estaba la jovencita, abrigándose con los brazos y temblando, apoyada en un muro. Más allá, el grupo de curiosos comenzaba de nuevo a aproximarse sin preocuparse de los agentes.

– Lo mejor que puedes hacer -dijo Rebus-, es apartar a esos hasta que acordonemos la zona. El doctor llegará dentro de dos minutos.

– No tiene pulsaciones -añadió Goodyear-. Lo he comprobado.

Rebus le miró furioso.

– Ya te dije que eso no les gustaría -apostilló el otro agente conteniendo la risa.

– Contamina el «locus» -dijo Clarke al agente joven, mostrándole sus manos enguantadas y los cubrezapatos de plástico. El joven puso cara de apuro.

– Primero el médico tiene que confirmar la muerte -añadió Rebus-. Entre tanto, vayan convenciendo a esa gente para que se largue a casa.

– Somos simples gorilas con ínfulas -comentó el otro agente mayor a su compañero mientras se encaminaban hacia los curiosos.

– Y esto, territorio de los VIP -añadió Clarke en voz baja, mirando de nuevo al cadáver-. No viste mala ropa; posiblemente no es un sin techo.

– ¿Comprobamos si lleva documentación?

Clarke se acercó dos pasos más y se agachó junto al cadáver, palpando con la mano enguantada los bolsillos del pantalón y de la chaqueta.

– No noto nada -dijo.

– ¿Ni siquiera compasión?

– ¿Te quitarás tu armadura cuando te jubiles? -replicó ella, alzando la vista hacia él.

Rebus musitó un «¡Qué dolor!». Su jubilación era el motivo por el que habían estado trabajando hasta tarde con cierta frecuencia: le faltaban diez días para jubilarse y no quería dejar casos con cabos sueltos.

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