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Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Una cuestión de sangre: resumen, descripción y anotación

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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Ian Rankin Una cuestión de sangre N 14 Serie Rebus En memoria del - photo 1

Ian Rankin

Una cuestión de sangre

Nº 14 Serie Rebus

En memoria del Departamento de

Investigación Criminal de St Leonard.

Ita res accendent lumina rebus.

ANÓNIMO

No se vislumbra el final.

JAMES HUTTON, científico, I785

PRIMER DÍA . Martes

Capítulo 1

– No hay misterio -dijo la sargento detective Siobhan Clarke-. Herdman perdió la chaveta.

Estaba sentada junto a una cama del recién inaugurado hospital Royal Infirmary de Edimburgo, un gran edificio al sur de la ciudad, en una zona llamada Little France, construido sobre un solar muy caro, y del que ya comenzaban a registrarse quejas por falta de espacio para enfermos y de sitio para aparcamiento. Siobhan había logrado encontrar un hueco en un lugar prohibido, y fue lo primero que le comentó al inspector John Rebus al llegar. Rebus tenía las manos vendadas hasta las muñecas. Le sirvió un poco de agua templada y él ahuecó las manos para llevarse el vaso de plástico a la boca con cuidado mientras ella le observaba.

– ¿Has visto? No he tirado ni una gota -comentó bromeando.

Pero al intentar dejarlo en la mesilla lo estropeó todo. Le resbaló entre las manos y la base rozó el suelo. Siobhan lo cogió al vuelo.

– Buena parada -añadió Rebus.

– Bah, estaba vacío; no habría caído nada.

A partir de aquel momento Siobhan sólo dijo lo que los dos sabían no eran más que banalidades eludiendo ciertas preguntas que ansiaba plantearle, explayándose simplemente en pormenores sobre la masacre de South Queensferry.

Tres muertos. Un herido. Una tranquila ciudad costera al norte de Edimburgo. Un colegio de pago mixto para alumnos entre cinco y dieciocho años. Seiscientos matriculados, ahora dos menos.

El tercer cadáver era el del asesino, que se había volado los sesos. Ningún misterio, como decía Siobhan.

Salvo el móvil.

– Era como tú -añadió-. Quiero decir que era militar retirado. Creen que el móvil fue su resentimiento contra la sociedad.

Rebus advirtió que mantenía las manos con firmeza en los bolsillos de la chaqueta, y se imaginó que en ese momento, inconscientemente, estaría apretando los puños.

– Los periódicos dicen que tenía un negocio -comentó él.

– Tenía una lancha motora. Llevaba a gente a hacer esquí acuático.

– ¿Y era un resentido?

Ella se encogió de hombros. Rebus sabía que estaba deseando tener una oportunidad para meter la nariz, cualquier pretexto con tal de apartar su mente de la otra investigación, interna y con ella de protagonista.

Siobhan miraba en ese momento a la pared por encima de la cabeza de él como si le interesara algo más que la pintura y el aparato de oxígeno.

– No me has preguntado qué tal estoy -dijo Rebus.

– ¿Cómo te encuentras? -dijo ella volviendo la vista hacia él.

– Estoy harto de estar aquí. Gracias por tu interés.

– Sólo estás aquí desde ayer por la noche.

– A mí me parece más.

– ¿Qué han dicho los médicos?

– Hoy todavía no me ha visto nadie. Me da igual lo que me digan, esta tarde me marcho.

– ¿Y después qué?

– ¿Qué quieres decir?

– No puedes volver a la comisaría -añadió observando fijamente las manos vendadas-. ¿Cómo vas a conducir o escribir informes? ¿Y coger el teléfono?

– Me las arreglaré -repuso Rebus mirando en derredor para eludir a su vez los ojos de ella.

Estaba rodeado de hombres de su edad con la misma palidez grisácea. Era evidente que la dieta escocesa había hecho estragos en ellos. Un tipo tosía por un cigarrillo. Otro parecía tener problemas respiratorios. Era la masa de carne prototipo del bebedor edimburgués. El hígado hinchado y exceso de peso. Rebus levantó el brazo para pasárselo por la mejilla izquierda y notó que la tenía rasposa. Su barba tendría el mismo color gris plateado que las paredes de la sala.

– Me las arreglaré -repitió rompiendo el silencio, mientras bajaba el brazo y se arrepentía de haberlo levantado. Los dedos echaban chispas de dolor-. ¿Te han dicho algo? -preguntó.

– ¿De qué?

– Vamos, Siobhan…

Ella le miró sin pestañear. Sacó las manos de los bolsillos y se inclinó hacia delante.

– Esta tarde tengo otra sesión.

– ¿Con quién?

– Con la jefa.

Se refería a la comisaria jefe Gill Templer. Rebus asintió con la cabeza, alegrándose de que el asunto no hubiera llegado a las altas esferas.

– ¿Qué piensas decirle? -preguntó.

– No hay nada que decir. Yo no tuve nada que ver con la muerte de Fairstone. -Hizo una pausa, dejando en el aire otra pregunta implícita entre ambos: «¿Y tú?». Parecía esperar que él dijera algo, pero Rebus callaba-. Preguntará por ti, cómo has acabado aquí -añadió.

– Porque me escaldé -replicó Rebus-. Es absurdo, pero fue así.

– Ya sé que eso fue lo que dijiste…

– No, Siobhan, es lo que sucedió. Pregunta a los médicos si no me crees -añadió mirando de nuevo alrededor-. Si es que consigues ver a alguno.

– Seguro que estarán por ahí dando vueltas intentando aparcar.

No tenía mucha gracia, pero Rebus sonrió. Comprendía que ella no iba a insistir y su sonrisa era de gratitud.

– ¿Quién se encarga de lo de South Queensferry? -preguntó para cambiar de tema.

– Creo que el inspector Hogan.

– Bobby vale mucho. Si hay que atarlo rápido, lo hará.

– De todos modos, está el circo de la prensa. Le han encargado a Grant Hood las relaciones con los periodistas.

– ¿Se lo han llevado de St Leonard? -dijo Rebus pensativo-. Razón de más para que yo vuelva.

– Sobre todo si a mí me suspenden de servicio.

– No lo harán, Siobhan. Como acabas de decir, no tuviste nada que ver con Fairstone. Para mí fue un accidente. Y ahora que hay un caso más importante, quizás ese asunto muera de muerte natural, por así decir.

– «Un accidente» -repitió Siobhan.

Rebus asintió con la cabeza.

– No te preocupes. A menos, claro, que de verdad te cargaras a ese cabrón.

– John… -replicó ella en tono conminatorio.

El sonrió y consiguió esbozar un guiño.

– Era una broma -añadió-. Sé de sobra a quién va a echarle la culpa Gill de lo de Fairstone.

– Murió en un incendio, John.

– ¿Y eso quiere decir que yo lo maté? -replicó Rebus levantando las manos y girándolas a un lado y a otro-. Me escaldé en mi casa, Siobhan. Simplemente.

Ella se levantó.

– Si tú lo dices, John -replicó de pie junto a la cama mientras él bajaba las manos, reprimiendo el fuerte dolor.

En ese momento llegó una enfermera comentando algo sobre un cambio de vendaje.

– Me voy ya -dijo Siobhan-. Me horroriza pensar que hicieras semejante tontería por mí -añadió para Rebus.

Él comenzó a menear despacio la cabeza mientras ella le daba la espalda y echaba a andar.

– ¡No pierdas la fe, Siobhan! -añadió Rebus alzando la voz.

– ¿Es su hija? -preguntó la enfermera por entablar conversación.

– Es una amiga; una compañera de trabajo.

– ¿Tienen algo que ver con la Iglesia?

– ¿Por qué lo pregunta? -replicó Rebus haciendo una mueca en cuanto ella comenzó a arrancarle las vendas.

– Como hablaba de la fe…

– Es que en mi trabajo es fundamental. -Hizo una pausa-. ¿No es lo mismo en el suyo?

– ¿En el mío? -replicó la enfermera sonriendo sin levantar la vista de lo que hacía. Era bajita, sin particular atractivo, y seria-. En el mío no puedo permitirme andar por ahí esperando a que la fe le cure a usted. ¿Cómo se hizo esto? -inquirió al ver las ampollas.

– Con agua hirviendo -contestó él sintiendo un lento reguero de sudor en las sienes. «Puedo controlar esta clase de dolor», pensó. Sus problemas eran otros-. ¿No puede ponerme algo más ligero que un vendaje?

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