Ian Rankin
El jardínde las sombras
Nº 9 Serie Inspector Rebus
Si todo tiempo está eternamente presente
todo tiempo es irredimible.
T. S. eliot, «Burnt Norton»
Fui a Escocia y no vi allí nada que pareciera Escocia.
arthur freed, productor de Brigadoon
«En un jardín flotante / cambia el pasado»
Discutían en el cuarto de estar.
– Escucha, si tu puñetero trabajo es… tan importante.
– ¿Y qué quieres que haga?
– ¡Lo sabes de sobra!
– ¡Me mato a trabajar por los tres!
– No me vengas con esa gilipollez.
Y en ese momento la vio. Asomaba la cabeza por la puerta, llevaba su osito Pa Broon agarrado por la oreja raída y se chupaba el dedo. Volvieron su mirada hacia ella.
– ¿Qué pasa, tesoro?
– He tenido un sueño feo.
– Ven -dijo la madre poniéndose en cuclillas y abriendo los brazos.
La niña echó a correr hacia su padre y se acurrucó entre sus piernas.
– Vamos, cielo, voy a acostarte.
La abrazó y empezó a contarle un cuento.
– Papi -dijo la pequeña-, ¿y si me duermo y no me despierto, como Blancanieves o la Bella Durmiente?
– Nadie duerme para siempre, Sammy. Con un beso se los despierta. Contra ello nada pueden las brujas ni las hadas malas.
La besó en la frente.
– Los muertos no despiertan -replicó ella abrazándose fuerte a Pa Broon-, aunque los besen.
Rebus beso a su hija.
– ¿Seguro que no quieres que te lleve?
Samantha negó con la cabeza.
– Voy a pie para digerir la pizza.
Rebus se metió las manos en los bolsillos y notó unos billetes debajo del pañuelo. Pensó en ofrecerle dinero -¿no es lo que hacían los padres?-, pero ella se echaría a reír. Tenía veinticuatro años y era independiente. Había querido incluso pagar la pizza alegando que ella había devorado media y él sólo había comido un trozo. Se llevaba el resto en la caja, bajo el brazo.
– Adiós, papá -dijo dándole un beso en la mejilla.
– ¿Hasta la semana que viene?
– Te llamaré. Los tres, a lo mejor…
Se refería a Ned Farlowe, su novio, y hablaba caminando hacia atrás. Le dirigió un último adiós con la mano y dio media vuelta mirando atenta al tráfico moviendo la cabeza a un lado y a otro mientras cruzaba sin volverse. En la acera se dio la vuelta y al verlo, seguía mirándola, volvió a decirle adiós con la mano. Un joven que pasaba mirando al suelo, con el cordón negro de los auriculares colgado del cuello, estuvo a punto de tropezar con ella. «Vamos, vuélvete a mirarla -dijo Rebus para sus adentros-. ¿No es una maravilla?» Pero el joven continuó con paso cansino sin fijarse en ella.
Después, Sammy dio la vuelta a la esquina y ya no la vio más. Ahora sólo cabía imaginársela caminando y sujetando con fuerza la caja de pizza bajo el brazo izquierdo, la mirada fija al frente y tocándose con el dedo la oreja derecha en la que hacía poco se había hecho un tercer piercing. Él sabía que arrugaba la nariz cuando se le ocurría algo divertido y que para concentrarse se llevaba a la boca la punta de la solapa. Sabía que llevaba una pulsera de cuero trenzado, tres sortijas de plata y un reloj barato con correílla negra de plástico y esfera añil. Sabía que el castaño de su pelo era natural y que ahora se dirigía a una de esas fiestas del día de Guy Fawkes , pero que no pensaba estar hasta muy tarde.
Sabía poco sobre ella y por eso habían acordado la cena mediante un complicado proceso con cambio de citas y anulaciones en el último momento. Algunas por culpa de ella, pero casi todas por causa de él; aquella misma noche habría tenido que estar en otra parte. Se pasó la mano por la pechera de la chaqueta y sintió en el bolsillo interior el bulto de su bomba personal de relojería. Miró el reloj y vio que eran casi las nueve. Podía ir en coche o andando; no quedaba lejos.
Optó por el coche.
Edimburgo con fuegos artificiales. Hojas que estallan en mil surcos y se desploman desde el cielo. Bien pronto, la mañana que menos lo esperase, tendría que rascar la escarcha del parabrisas y sentiría el frío clavándosele en los riñones. En Edimburgo las primeras heladas llegaban antes a la parte sur que a la parte norte. Él, por supuesto, vivía y trabajaba en la parte sur. Después de una temporada en Craigmillar habían vuelto a destinarle a St. Leonard. Pensó en acercarse por allí; al fin y al cabo aún estaba de servicio. Pero tenía otros planes. Camino del coche pasó por delante de tres pubs. Gente charlando en la barra, cigarrillos, risas, aire cargado y tufo a alcohol. Conocía los pubs mejor que a su hija. Dos de aquellos locales tenían «portero». Ahora ya no se llamaban gorilas; eran porteros o administradores de entradas, tipos fortachones de pelo corto y genio vivo. Uno de ellos lucía falda escocesa, tenía el rostro adornado con cicatrices; fruncía el ceño y mostraba un cráneo rasurado a cero. Creyó recordar que se llamaba Wattie o Wallie: un sicario de Telford. Posiblemente todos lo fuesen. En la siguiente pared, una pintada: «¿Hay alguien dispuesto a ayudar?». Cinco palabras desparramadas por toda la ciudad.
Aparcó en la esquina de Flint Street y echó a andar. No había luz en ninguna de las plantas bajas de la calle salvo en un café y en un salón de juegos. Había una farola con la bombilla apagada pues la policía había recomendado al Ayuntamiento tomarse con parsimonia la sustitución: necesitaban cuanta ayuda fuera necesaria para el servicio de vigilancia. En algunos pisos sí había luz; junto a la acera, tres coches aparcados, pero sólo uno ocupado. Rebus abrió la portezuela trasera y subió a él.
Un hombre ocupaba el asiento del volante, a su lado una mujer. Los dos tenían cara de frío y aburrimiento. Ella era la agente de policía Siobhan Clarke, compañera en St. Leonard hasta su reciente destino a la Brigada Criminal escocesa; el hombre era el sargento Claverhouse, veterano agente de esa brigada. Los dos formaban parte de un equipo que seguía los pasos a Tommy Telford las veinticuatro horas del día. Por los hombros hundidos y sus caras pálidas se advertía no sólo el tedio sino el convencimiento de lo inútil de aquel servicio de vigilancia.
Inútil porque Telford era el amo de la calle. Allí no aparcaba nadie por las buenas. Los otros dos coches eran Range Rovers pertenecientes a su banda, y cualquier vehículo que no fuera un Range Rover llamaba la atención. La Brigada Criminal disponía de una furgoneta habilitada para vigilancia, pero en Flint Street no habría servido pues cualquier furgoneta que aparcase más de cinco minutos llamaba inmediatamente la atención de los hombres de Telford, entrenados para ser corteses o amenazadores.
– Maldita vigilancia secreta -gruñó Claverhouse-. Más cuando de secreta no tiene nada y no hay nada que vigilar -añadió rompiendo con los dientes el envoltorio de un Snickers y ofreciendo el primer bocado a Siobhan Clarke, quien rehusó con un movimiento de cabeza.
– Lástima de esos pisos -comentó ella mirando por encima del parabrisas-. Son fantásticos.
– Sí, pero son de Telford -dijo Claverhouse con la boca llena de chocolate.
– ¿Están todos ocupados? -preguntó Rebus.
Sólo llevaba un minuto dentro del coche y ya se le habían helado los dedos de los pies.
– Algunos están vacíos pero Telford los utiliza de almacén -dijo Clarke.
– No hay Dios que entre o salga sin ser visto -añadió Claverhouse-. Hemos intentado infiltrar algún agente como empleado de la compañía eléctrica o fontanero.
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