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Inma Chacón - Mientras pueda pensarte

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Inma Chacón Mientras pueda pensarte

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Luz

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ÍNDICE

A todos los que siguen buscando,

a los que ya los encontraron,

y a los que se quedaron en el camino

Mientras pueda pensarte

no habrá olvido

Á NGEL C AMPOS P ÁMPANO

PRIMERA PARTE

No sé quién soy. Tengo casi cuarenta años, un trabajo estable y bien remunerado como creativo de una de las agencias publicitarias más solventes de Europa y un currículum que acredita cada paso de mi vida laboral.

Mi nombre figura en mi expediente universitario, en los certificados de mis másteres, en mis notas del colegio, mi DNI, mi pasaporte y el libro de familia de mis padres, con mi fecha y lugar de nacimiento, el número de tomo y la página del registro donde me inscribieron al nacer.

Todo oficial, todo correcto, todo legalmente constatado.

Pero no sé quién soy.

Quizá debería conformarme con lo que me han dicho siempre y seguir ejerciendo como el soltero de oro que muchas madres desearían como yerno.

Dedicarme a disfrutar del éxito; de un ático con terraza en la milla de oro de una de las capitales de provincia con más renta per cápita del país; de mis novias itinerantes, mis fiestas, mis viajes de negocios, las escapadas a Nueva York y la colección de corbatas de seda.

Al fin y al cabo, somos lo que hemos conseguido ser —unos con más dificultades que otros, eso sí—, pero a nadie le preguntan por los primeros pasos si los últimos lo han llevado hasta la cima.

Y ahí estoy yo. Instalado en el último peldaño. Mi nombre aparece con frecuencia en los periódicos, y no siempre por motivos de trabajo —que también—, sino porque algunas de mis compañías femeninas son asiduas a esa prensa que se empeñan en llamar del corazón y que mi padre compraba todas las semanas para hacer un álbum de recortes y, de paso, echarme en cara que era la única forma que tenía de verme. Y la verdad es que no le faltaba razón. En los últimos tiempos, mis visitas a su casa se espaciaron tanto que podían pasar varios meses sin que la pisara. Pero así es la vida. Los padres echan de menos a los hijos cuando éstos abandonan el nido, y hay polluelos que olvidan el camino de vuelta cuando extienden sus alas y descubren que hay otro horizonte mucho más allá del que les mostraron. Yo soy uno de ésos. Me encantan los altos vuelos y los saltos que parecen imposibles. Así que no dejo de lanzarme al aire.

Mis compañeros suelen mirarme con envidia cuando les presento a las modelos o a las aspirantes a actriz que me acompañan en las fiestas que organizo en mi terraza, entre los macetones de prunos, lilos y naranjos que son el orgullo del portero del edificio, quien me los cuida dos veces por semana por una módica propina con la que engrosa su nómina.

Mis jefes me consienten porque, a pesar de mi arrogancia, mis cuentas de resultados superan con creces los objetivos que me marcan en los briefings .

Mis subordinados me respetan, mis vecinos me soportan, mi peluquero me adula y mis amantes se resignan cuando me canso del juego y decido abandonar la partida.

A veces, sólo a veces, me arrepiento de no haber sido sensato y haber formado una familia como Dios manda, tal y como le habría gustado a mi padre, que soñó con tener nietos hasta su último suspiro. Pero el arrepentimiento casi nunca combina con el color de mis corbatas italianas, de manera que, cuando asoma la cabeza, suelo guardarlo en la mesilla y le doy varias vueltas a la llave.

Son muchos años los que llevo ya en este paraíso. Y me gusta. Me gusta demasiado. No tendría sentido darle la espalda. Vivo muy bien así.

Pero no sé quién soy.

El Hogar Cuna, una maternidad de beneficencia que atendía a muchas jóvenes solteras embarazadas, se encontraba situado a las afueras de la ciudad, en la margen derecha del río, ocupando un antiguo convento secularizado durante la desamortización de Mendizábal. Para obtener su personal sanitario, se nutría de la escuela de enfermeras perteneciente a una congregación de religiosas muy extendida por la zona.

Los pasillos eran largos y anchos, fríos, desapacibles, grises, como la piedra centenaria de sus muros. Sus techos altos y abovedados devolvían el eco de los tacones de las enfermeras de guardia, aumentando la sensación de enormidad que producía el edificio.

En la habitación número once del tercer y último piso, la noche había transcurrido en un completo desconcierto, y la mañana no se presentaba muy distinta. Había estado nevando y el viento helado se colaba por las rendijas de los ventanales, por cuyos cristales sin visillos asomaba una completa oscuridad.

—El niño no ha dejado de llorar en toda la noche, y la nueva madre no acaba de decidirse. Habrá que hacer algo.

La monja acunaba al recién nacido, paseándolo a grandes zancadas de un lado a otro de la habitación, mientras el médico se pasaba las manos por la cabeza una y otra vez en un gesto de impaciencia que no hacía sino aumentar el nerviosismo de los dos.

—¿Ha informado ya a la recién parida?

—Aún no.

—Entonces no habrá más remedio que hacer lo de la última vez.

En poco menos de una hora, el hospital se inundaría de gente. Las enfermeras del turno de mañana estaban a punto de fichar; los pasillos se llenarían de pacientes externos que acudían a las consultas; y las salas de visita pronto rebosarían de familiares de los enfermos ingresados. No había mucho más tiempo que perder.

—¡Lléveselo! Si conseguimos que lo duerma, podremos sacarlo de aquí sin hacer ruido. Está claro que la madre no lo quiere. Habrá que hacer algo. Llamaré a la inclusa.

La monja le ofreció el dedo meñique al bebé, que buscaba desconsolado el pecho de su madre desde que había llegado al mundo hacía seis horas.

—Entonces ¿se lo llevo con el pañuelo?

—Sí. Pero no se separe de ella. Que no pase como con el último.

—Descuide. Anoche le dije lo de la infección. Se quedará tranquila sólo con poder ponérselo al pecho.

Momentos después, la monja entraba en la habitación de al lado con el bebé, a quien había tapado la carita con un pañuelo que sólo dejaba al descubierto su boca hambrienta.

La madre se incorporó al verlos y extendió los brazos para coger a su hijo, pero la monja dio un paso atrás, apretando al niño contra su pecho como si quisiera protegerle, e hizo el gesto de no entregárselo.

—Recuerda que no debes tocarlo si no quieres que se contagie.

—¿Y los calostros? ¿No le harán daño?

—¡Todo lo contrario! Le protegerán. Lo peligroso es el contacto con la piel.

—¡Déjeme verle la cara! No lo tocaré.

—Tú sabrás lo que haces. Pero si te ve y luego se te retira la leche por la infección, no querrá los biberones.

—No lo entendí, ¿sabe usted?, pero lo dijo con tanta seguridad... Yo sólo tenía diecisiete años, y el doctor entró detrás de ella y me dijo lo mismo: que había cogido una infección en el quirófano que podría transmitirle al niño y que los recién nacidos identifican la cara de la madre con el pecho, y si se acostumbran a ella desde el principio, no quieren otra cosa y no podría destetarle si se me pudría la leche.

»Le habían puesto unas manoplas que le llegaban por encima de las mangas del jersey, porque tenía las uñas muy largas y se arañaba la carita. No consintieron en quitárselas para que por lo menos le besara las manos. Me dijeron que por ahí era por donde más podía entrarle la infección y me quedé sin verle ni siquiera un trocito de la piel.

»Ella me arrimó a mi niño al pecho mientras él me sujetaba los brazos para que no cayera en la tentación de quitarle el pañuelo de la cara, y después se lo llevaron.

—¿Tiene usted pruebas?

—No, señoría, no las tengo. Pero yo estaba sana, y el niño también.

—¿Algún testigo que pueda ratificarlo?

—No, señor, no los tengo. Mi abuela no pudo venir para el parto, no podía dejar la viña sola. No había nadie que se encargase de la mula.

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