A Ricardito
con alevosía
M. L.
Estados Unidos tiene un plan para apoderarse del universo. Mientras todos llegamos tarde, Nick Carter tiene un plan para derrotar a cualquiera. La contundencia del thriller sumada a la intriga de la novela de espías nos muestra una vez más la refinada literatura de Mario Levrero.
Mario Levrero
Nick Carter
se divierte mientras el lector es asesinado
y yo agonizo
ePub r1.2
Untipo03.08.13
Mario Levrero, 1975
Editor digital: Untipo
ePub base r1.0
MARIO LEVRERO. Escritor, librero, fotógrafo, humorista, director de revistas de ingenio y de talleres literarios. Jorge Mario Varlotta Levrero publicó en 1970 su primera novela, La ciudad. No quiso firmarla con su nombre habitual: «Sabía que había algo ahí que me era ajeno, que Jorge Varlotta no podía escribir eso… Mi segundo nombre y mi segundo apellido fueron una solución perfecta». Sus dos novelas siguientes (El lugar, 1982; París, 1980), completan la llamada «Trilogía involuntaria», intensa aventura kafkiana nacida de su lado más inconsciente y nocturno. A mediados de los ochenta, instalado en Buenos Aires y atado a un trabajo rutinario que le permitía vivir con comodidad pero le impedía crear, confiesa su vergonzoso abandono de toda pretensión espiritual en «Diario de un canalla», anticipo de la técnica que usaría en El discurso vacío (1994) y La novela luminosa (2005), minuciosos y magistrales registros autobiográficos de su posterior experiencia en Colonia y Montevideo. Escritor de culto durante muchos años, sólo después de su muerte fue reconocido como uno de los grandes autores latinoamericanos. Caza de conejos, escrita en 1973, representa un salto liberador en la obra de Levrero: incorpora el humor que el autor prodigaba (protegido por varios seudónimos) en revistas satíricas de la época y borra los límites de sus fronteras creativas.
EXORDIO
NICK CARTER Y LOS APUROS DE UN LORD
Agarrado de la soga, mis pies golpearon y rompieron el enorme vidrio de la puerta-ventana del bungalow de Lord Ponsonby; mi cuerpo atravesó esta puerta-ventana y fui a aterrizar blandamente, a las cinco en punto de la tarde, junto al sillón donde el Lord levantaba ceremoniosamente su taza de té.
—¡Cristo! —vociferó, dando un salto. Y luego, al reconocerme—: ¿Es usted, Carter? ¿No tenía otra manera de…?
Me dejé caer en el otro sillón. Mi taza de té estaba servida. Me sentí un poco ridículo. Lord Ponsonby volvió a sentarse; no había derramado una sola gota de su té. Tinker, mi ayudante, se movió inquieto en el interior del bolso de mano. Aflojé los cordones para que pudiera asomar la cabeza y respirar con mayor comodidad.
—A veces no puedo contener mi exhibicionismo —expliqué al Lord, levantando yo también la taza para llevarla a mis labios—. Créame que lo siento.
Hubo una pausa para saborear el té. Lo encontré excelente.
—Vea, Carter —dijo luego el Lord—, iré derechamente al grano. Necesito sus servicios.
Asentí. Por detrás del Lord, mi imagen satisfecha se reflejaba en un enorme y hermoso espejo que duplicaba el salón.
—Lo sabía —comenté—. Este era otro motivo para entrar así en su casa, Lord. Quería demostrarle mi excelente estado físico, mi pujanza…
—No era necesario.
—Gracias.
—Ahora, preste usted atención, por favor, Carter. No puedo darle mayores detalles, porque ignoro casi todo. Pero me consta que algo se va a producir, y muy pronto, en el Castillo. Como usted sabrá, el Castillo…
Me distraje de los detalles. Sabía vagamente que una hija del Lord se había casado y habitaba con su marido un castillo; sabía que a ese castillo se invitaban a menudo personalidades… Pero comencé a preocuparme por mi imagen en el espejo: se había levantado del sillón y salía de la pieza. Traté de que el Lord no advirtiera mi preocupación, pero no podía menos que estar pendiente de lo que sucedía en el espejo. Por las dudas, hundí la cabeza de Tinker en el bolso y volví a apretar los cordones. Hay cosas que ni siquiera mi ayudante tiene por qué saber.
—Ahora bien —proseguía el Lord—; me consta que algunos de los invitados han recibido ciertas amenazas… que algo está por desencadenarse allí…
—Muy interesante —dije. Llevé la mano al bolsillo de la chaqueta y extraje mi cigarrera dorada, la que extendí abierta al Lord. Él negó con un ademán, y extrajo un puro del bolsillo superior del chaleco. Tenía que distraer al Lord por todos los medios: mi imagen había regresado al espejo, acompañada de la hija menor de Lord Ponsonby. Ambas imágenes estaban desnudas y se acariciaban impúdicamente. Mi imagen se había acercado todo lo posible a la superficie del espejo y exageraba sus obscenidades. Si el Lord se daba vuelta, yo estaba perdido. La hija del Lord era una niña; apenas diez u once años. Tenía cabellera rubia y larga, lacia, y mi imagen lamía unos pequeñísimos pechos puntiagudos al tiempo que las manos encerraban unas nalgas pequeñas pero perfectamente redondeadas.
—Usted comprenderá que necesito más detalles, todos los detalles posibles —dije, mirando fijamente al Lord, mientras mi frente se cubría de gotitas de sudor. Noté que mi voz era demasiado aguda.
—He preparado una lista con los nombres y las ocupaciones de los invitados —dijo, y me extendió un papel que había sacado del bolsillo inferior derecho del chaleco—. He señalado con una cruz aquellos de quienes tengo constancia que han recibido amenazas.
Yo deslicé el papel dentro de la bolsa de Tinker. Ya imaginaba lo que haría: tiene la manía de doblar los papeles por la mitad, varias veces sucesivas, desde que se enteró de que no hay papel, por grande que sea, que pueda doblarse más de ocho veces sobre sí mismo. Él, sin embargo, había logrado doblar algunos hasta sesenta y cuatro veces. Ahora creía oírlo, dentro del bolso, doblando y doblando.
—Además —dijo el Lord—, tengo listo este cheque para usted. Bastará para cubrir algunos gastos, independientemente del resultado de sus investigaciones.
Apreté los dientes y traté de contener un gesto de horror. Mi imagen estaba devorando a la niña; había comenzado por el sexo, clavando los dientes, y arrancaba pedazos de carne. Mi imagen tenía una expresión diabólica con la boca llena de sangre y unos dientes espantosamente crecidos, mientras la niña sacudía la cabeza de un lado a otro, llena de placer.
Lord Ponsonby me alcanzó un cheque por mil dólares, y de inmediato lo deslicé en el bolso de Tinker. Lo doblaría también, y sería imposible cobrarlo; pero yo ya no sabía lo que hacía.
—Toc, toc, toc —sonó débilmente el golpeteo de unos dedos contra un vidrio. Antes de que el Lord lo advirtiera, antes de que tuviera tiempo de echar un vistazo hacia la procedencia del sonido, el espejo, donde mi imagen se masturbaba triunfalmente con un pie apoyado sobre el vientre de la niña, abierto, y ella agonizaba, me levanté de un salto y cubriéndome con el escudo que tomé de una armadura de adorno que había en el salón me arrojé contra el espejo y lo hice añicos.