Andrea Camilleri
Un Giro Decisivo
Título original: Il giro di boa
Traducción: María Antonia MeNinì Pagès
Noche cochina e infame, un torbellino de vueltas en la cama, un constante dormir y despertarse, levantarse y volverse a acostar. Y no por culpa de un atracón de pulpos a la sal o de sardinas rellenas con pan rallado, anchoas, cebolla, perejil, pasas y piñones al horno preparadas la víspera, porque al menos, en tal caso, el angustioso insomnio habría tenido un motivo; no señor, ni siquiera podía darse esa satisfacción. La víspera había tenido el estómago tan encogido que no le habría pasado ni una brizna de hierba. La culpa había sido de los negros pensamientos que lo habían asaltado después de oír una noticia en el telediario. All'annigatu, petri di 'ncoddru. «Al que se ahoga, piedras al cuello.» Era el dicho popular que se utilizaba cuando una serie insoportable de desgracias se abatía sobre algún desventurado. Y para él, que desde hacía unos meses navegaba a la deriva en un mar embravecido y a veces se sentía tan perdido como un náufrago, aquella noticia había sido como una auténtica pedrada; más aún, como una pedrada que le hubiera dado justo en la cabeza, dejándolo medio aturdido y haciéndole perder las últimas y debilísimas fuerzas que le quedaban.
Con expresión de absoluta indiferencia, la presentadora del telediario había señalado que la Fiscalía de Génova tenía el convencimiento de que los dos cócteles molotov que habían descubierto en la escuela Diaz durante las reuniones del G8 habían sido colocados por la propia policía para justificar la dureza de su intervención. Al parecer -había añadido la presentadora-, el agente que había declarado haber sido víctima de un intento de apuñalamiento por parte de un manifestante antiglobalización, había mentido: el desgarrón en el uniforme se lo había hecho él mismo para demostrar lo peligrosos que eran aquellos jóvenes, quienes, a juzgar por los datos que iban aflorando, lo único que hacían en la escuela Diaz era dormir tranquilamente. Tras escuchar la noticia, Montalbano se pasó media hora sentado en el sillón, delante del televisor, incapaz de pensar, abrumado por una mezcla de rabia y vergüenza y empapado de sudor. Ni siquiera tuvo fuerzas para levantarse a contestar al teléfono, que estuvo sonando un buen rato. Bastaba con reflexionar un poco sobre la información que tanto la prensa como la televisión facilitaban con cuentagotas -cumpliendo las directrices gubernamentales- para hacerse una idea de la situación: a la chita callando, sus colegas de Génova habían perpetrado un acto de violencia ilegal, una especie de venganza a sangre fría y, por si fuera poco, presentando pruebas falsas. Aquello evocaba momentos pasados y olvidados de la policía fascista o de la del ministro del Interior Mario Scelba. Finalmente, decidió irse a la cama. Mientras se levantaba del sillón, el teléfono volvió a darle la lata con sus timbrazos. Casi sin darse cuenta, descolgó el auricular. Era Livia.
– ¡Dios mío, Salvo! ¡Llevo horas llamándote! ¡Estaba empezando a preocuparme! ¿Es que no oías el teléfono?
– Sí, lo he oído, pero no me apetecía contestar. No sabía que eras tú.
– ¿Qué estabas haciendo?
– Nada. Estaba pensando en lo que han dicho en la televisión.
– ¿Sobre los acontecimientos de Génova?
– Exacto.
– Sí, yo también lo he visto.
Pausa. Y a continuación:
– Me gustaría estar ahí contigo. ¿Quieres que mañana coja el avión y vaya para allí? Podríamos hablar con calma de todo este asunto. Ya verás como…
– Livia, no hay mucho que decir. Ya hemos hablado demasiado de este tema. Esta vez he tomado una decisión muy seria.
– ¿Cuál?
– Dimito. Mañana iré a ver al jefe superior y le presentaré mi dimisión. Bonetti-Alderighi estará encantado.
A Livia le costó reaccionar, hasta el punto de que Montalbano pensó que se había cortado la comunicación.
– ¿Livia? ¿Estás ahí?
– Estoy aquí. Salvo, creo que cometes un gravísimo error al irte de esta manera.
– ¿De qué manera?
– Enfadado y decepcionado. Tú quieres dejar la policía porque te sientes traicionado. Es como si te hubiera traicionado la persona en la que más confiabas y entonces…
– Livia, no es que «me sienta traicionado», es que «he sido traicionado». No se trata de sensaciones. Yo siempre he realizado mi trabajo con honradez. Siempre me he comportado como un caballero. Siempre que le he dado mi palabra a un delincuente, la he cumplido. Ésa ha sido mi fuerza, ¿comprendes? ¡Pero ya estoy hasta las narices! ¡No aguanto más!
– No grites, por favor… -le rogó Livia con voz trémula.
Montalbano no la oyó. En su interior percibía un extraño rumor, como si su sangre hubiera alcanzado el punto de ebullición. Siguió adelante.
– ¡Yo jamás me he inventado una prueba! ¡Ni siquiera contra el peor delincuente! ¡Nunca! De haberlo hecho, me habría puesto a su nivel. ¡Entonces sí que mi trabajo de policía se habría convertido en algo sucio! Pero ¿te das cuenta, Livia? El asalto a la escuela y la presentación de pruebas falsas no ha sido cosa de ningún agente ignorante y violento, sino que están implicados altos cargos de la policía, de la Brigada Móvil y demás fuerzas de seguridad.
De pronto se dio cuenta de que el extraño ruido que oía a través del auricular eran los sollozos de Livia. Respiró hondo.
– ¿Livia?
– Sí.
– Te quiero. Buenas noches.
Colgó y se fue a dormir. Así empezó la noche infame.
La verdadera verdad era que la sensación de incomodidad de Montalbano se había iniciado tiempo atrás, cuando la televisión mostró al presidente del Consejo de Ministros colocando macetas de flores por las callejuelas de Génova, no sin antes haber ordenado retirar las bragas y los calzoncillos que hubiera tendidos en los balcones y en las ventanas. Mientras tanto, su ministro del Interior adoptaba medidas de seguridad más propias de una inminente guerra civil que de una reunión de jefes de Estado: vallas que impedían el acceso a ciertas calles, precintado de alcantarillas, cierre de fronteras y de algunas estaciones, patrullas marítimas vigilando la costa e incluso la instalación de una batería de misiles. El excesivo despliegue de fuerzas -pensó el comisario- constituía en sí mismo una provocación. Después ocurrió lo que ocurrió: hubo un muerto entre los manifestantes, pero tal vez lo más grave fue la conducta de algunos miembros de las fuerzas del orden, que se cebaron contra unos pacíficos manifestantes, lanzándoles gases lacrimógenos, mientras dejaban que los violentos, los llamados black bloc, camparan a su antojo. Después se produjo el desagradable incidente del colegio Diaz, que no pareció una operación policial, sino un triste y violento atropello destinado a desahogar unos reprimidos instintos de venganza.
Tres días después del G8, mientras arreciaba la polémica en toda Italia, Montalbano llegó tarde a su despacho. Cuando se detuvo y bajó del coche, vio a dos pintores que estaban dando una mano de cal a la pared de la comisaría.
– ¡Ah, dottori, dottori! -exclamó Catarella al verlo entrar-. ¡Barbaridades han escrito aquí esta noche!
Montalbano no entendió lo que decía:
– ¿Quién ha escrito qué?
– No sé quién lo ha escrito en persona personalmente.
Pero ¿qué coño quería decir Catarella?
– ¿Se trata de una carta anónima?
– No, señor dottori, anónima no, mural. Precisamente por esa muralidad Fazio ha mandado llamar esta mañana a los pintores para borrarla.
El comisario entendió finalmente la presencia de los dos pintores.
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