Andrea Camilleri
La Excursión A Tindari
Título original: La Gita a Tindari
Traducción: María Antonia Menini Pagès
Que estaba despierto lo comprendía porque su cabeza razonaba con lógica y no siguiendo el absurdo laberinto del sueño, porque oía el susurro regular de las olas y sentía la suave brisa del amanecer penetrando a través de la ventana abierta de par en par. Pero él se empeñaba en mantener los ojos cerrados: sabía que todo el mal humor que lo mortificaba por dentro se derramaría por fuera en cuanto abriera los ojos y le induciría a hacer o decir bobadas de las que poco después tendría que arrepentirse.
Oyó el silbido de alguien que caminaba por la playa. A aquella hora, forzosamente tenía que ser alguien que iba a trabajar a Vigàta. Conocía la melodía, pero no recordaba ni el título ni la letra. Por otra parte, ¿qué más le daba? Jamás había conseguido silbar, ni siquiera metiéndose un dedo en el culo. «Se puso un dedo en el culo / y soltó un silbido agudo / la señal convenida / de los guardias de la villa…» Era una idiotez que alguna vez le había canturreado al oído un amigo milanés de la Academia de policía y que se le había quedado grabada en la memoria. Precisamente por esta incapacidad suya, en la escuela primaria siempre había sido la víctima predilecta de sus compañeros de clase, que eran maestros consumados en el arte de silbar al estilo pastor, marinero o montañés, añadiéndoles originales variaciones. ¡Los compañeros! ¡Ésta era la causa de su mala noche! El recuerdo de sus compañeros y la noticia que había leído en el periódico poco antes de irse a dormir, según la cual el señor Carlo Militello, que aún no había cumplido los cincuenta, había sido nombrado presidente del segundo banco más importante de la isla. El periódico felicitaba efusivamente al nuevo presidente, cuya fotografía publicaba: gafas de montura indudablemente de oro, traje de firma, camisa impecable, corbata superelegante. Un triunfador, un hombre de orden, defensor de los grandes Valores con mayúscula (tanto los de la Bolsa como los de la Familia, la Patria y la Libertad). ¡Montalbano recordaba muy bien a aquel compañerito suyo, no de la escuela primaria sino del 68!
«¡Ahorcaremos a los enemigos del pueblo con sus corbatas!»
«¡Los bancos sólo sirven para ser atracados!»
Carlo Militello, apodado «Carlos Martel», tanto por sus aires de jefe supremo como porque utilizaba contra sus adversarios unas palabras que parecían martillazos y unas hostias mucho peores que los martillazos. El más intransigente, el más inflexible, aquel en comparación con el cual Ho Chi Min, al que tanto se invocaba en las manifestaciones, hubiera parecido un reformista socialdemócrata. Había obligado a todos a dejar de fumar para no enriquecer al Monopolio del Estado; porros y canutos sí, a voluntad. Afirmaba que sólo en un momento de su vida el camarada Stalin había actuado debidamente: cuando había empezado a robar a los bancos para financiar el partido. «Estado» era una palabra que causaba malestar a todos, que los enfurecía como a toros delante de la muleta. De aquellos días, Montalbano recordaba sobre todo una poesía de Pasolini que defendía la acción de la policía contra los estudiantes en Valle Giulia, en Roma. Todos sus compañeros habían escupido sobre aquellos versos; sin embargo, él había intentado defenderlos: «Pero la poesía es bonita.» Poco habría faltado para que Carlos Martel le partiera la cara con una de sus mortales hostias si otros no lo hubieran sujetado. ¿Por qué motivo aquella poesía no le había desagradado? ¿Acaso había visto marcado en ella su destino de policía? Sea como fuere, a lo largo de los años, había visto cómo sus compañeros, los míticos del 68 empezaban a «razonar». Y, razona que te razonarás, los furores abstractos se habían ido ablandando y posteriormente transformando en aquiescencias concretas. Y ahora, exceptuando a uno que soportaba con extraordinaria dignidad desde hacía más de diez años juicios y cárcel por un delito claramente no cometido ni ordenado, y a otro misteriosamente asesinado, todos los demás se habían colocado estupendamente bien, saltando de la izquierda a la derecha, de nuevo a la izquierda y otra vez a la derecha, y los había que dirigían periódicos y cadenas de televisión, o se habían convertido en peces gordos del Estado ya que eran diputados o senadores. Puesto que no habían conseguido cambiar la sociedad, habían cambiado ellos. O ni siquiera habían tenido necesidad de cambiar porque en el 68 se habían limitado a hacer teatro, poniéndose disfraces y máscaras de revolucionarios. El nombramiento de Carlos ex Martel no le había caído nada bien. Sobre todo porque le había inducido otra idea, sin duda la más molesta de todas ellas.
«¿No serás tú de la misma calaña que esos a los que tanto criticas? ¿No sirves acaso a aquel Estado contra el que con tanto ardor combatías a los dieciocho años? ¿No será que te reconcomes de envidia porque a ti te pagan cuatro cuartos y, en cambio, los demás ganan cientos de millones?»
La persiana dio un golpe a causa de una ráfaga de viento. No, no la cerraría aunque se lo ordenara el mismísimo Dios. Recordaba el tostón de Fazio:
– ¡Dottore, perdone, pero usted se lo ha buscado! ¡No sólo vive en un chaletito aislado de planta baja sino que, encima, deja la ventana abierta por la noche! ¡De esta manera, si hay alguien que le quiere mal, y lo hay, puede entrar tranquilamente en su casa cuando le dé la gana!
Había otro tostón que se llamaba Livia:
– ¡No, Salvo, la ventana abierta por la noche no!
– Pero tú, en Boccadasse, ¿no duermes con la ventana abierta?
– ¿Y eso qué tiene que ver? Para empezar, vivo en un tercer piso y, además, en Boccadasse no hay los ladrones que hay aquí.
Así que, cuando una noche Livia lo llamó trastornada para decirle que, en su ausencia, los ladrones le habían desvalijado su casa de Boccadasse, él, tras dar silenciosamente las gracias a los ladrones genoveses, consiguió mostrarse disgustado, aunque no todo lo que hubiera debido.
Sonó el teléfono.
Su primera reacción fue cerrar todavía más fuerte los ojos, pero no dio resultado, pues es bien sabido que la vista no es el oído. Hubiera tenido que taparse las orejas, pero prefirió colocar la cabeza bajo la almohada. Nada: débil y lejano, el timbre insistía. Se levantó soltando palabrotas, entró en la otra habitación y cogió el teléfono.
– Aquí Montalbano. Debería decir diga, pero no lo digo. La verdad es que no me apetece oír nada.
Hubo un prolongado silencio en el otro extremo de la línea. Después se oyó el sonido del teléfono al ser colgado. Y ahora que había tenido aquella ocurrencia, ¿qué hacer? ¿Volver a acostarse y seguir pensando en el presidente del Interbanco que, cuando todavía era el camarada Martel, se había cagado públicamente sobre una cartera llena de billetes de diez mil liras? ¿O ponerse el traje de baño y darse un buen chapuzón en el agua helada? Optó por la segunda solución, por si el baño lo ayudaba a calmarse. Se adentró en el mar y se quedó medio paralizado. ¿Quería o no quería entender que quizá, a sus casi cincuenta años, ya no era lo más apropiado? Ya no estaba para esos trotes. Regresó tristemente a la casa y desde unos diez metros de distancia oyó el timbre del teléfono. Lo único que se podía hacer era aceptar las cosas tal como estaban. Y, para empezar, contestar aquella llamada.
Era Fazio.
– Tengo una curiosidad. ¿Eres tú el que me ha llamado hace un cuarto de hora?
– No, dottore. Ha sido Catarella. Me ha dicho que usted le ha contestado que no le apetecía oír nada. Entonces he esperado un poco y he vuelto a llamar yo. ¿Ahora ya le apetece, señor comisario?
– Fazio, ¿cómo te las arreglas para ser tan gracioso por la mañana temprano? ¿Estás en la comisaría?
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