Annika Bengtzon, 1
© 1998, Liza Marklund
Título original: Studio Sex
© Traducción: Carlos del Valle, cedida por Random House Mondadori
Unas palabras antes de que comience a leer
Los acontecimientos de este libro, Studio sex, tienen lugar alrededor de ocho años antes de los hechos narrados en mi anterior novela, Dinamita.
Cronológicamente, Studio sex es el primero de una serie de libros sobre la periodista de sucesos Annika Bengtzon. Aquí la encontramos cuando acaba de comenzar a trabajar en el periódico Kvällspressen como joven becaria.
Le deseo una lectura apasionante.
Hälleforsnäs, julio de 1999
Liza Marklund
Lo primero que ella vio fueron las bragas, que colgaban de un arbusto casi inmóviles, de un tono rosa salmón que brillaba entre el ligero follaje. Su inmediata reacción fue de enfado. Los jóvenes no respetaban nada. Ni siquiera los muertos podían descansar en paz.
Se sumió en cavilaciones sobre la decadencia de la sociedad, al mismo tiempo que el perro hozaba a lo largo de la verja de metal. Mientras subía la cuesta, por el lado sur del cementerio siguiendo al perro, al doblar unos arbustos, vio una pierna. Aumentó su indignación, ¡qué descaradas! Las veía a todas caminando de noche por las aceras, ligeras de ropa y vocingleras, ofreciéndose a los hombres. El calor no era excusa.
El perro soltó una enorme cagada junto a la verja. Volvió la mirada y fingió no verlo. A esta hora no había nadie en la calle. ¿Para qué tontear con la bolsa?
– Ven, Jesper. -Llamó al perro y tiró de él hacia el pipicán del lado este del parque-. Ven, corazón, pequeñito…
Lanzó una mirada por encima del hombro al abandonar la verja. La pierna ya no se veía, oculta tras la intensa frondosidad del parque.
Hoy volvería a hacer el mismo calor, ya lo sentía. El sudor perlaba su frente aun cuando el sol apenas había despuntado. Respiró pesadamente al subir la cuesta. El perro tiraba de la correa. Su lengua colgaba rozando el suelo.
¿Cómo podía ser alguien capaz de tumbarse a dormir en un cementerio, el lugar de descanso de los muertos? ¿Era éste un mensaje del feminismo: comportarse mal y sin respeto?
Aún estaba enfurecida. La empinada cuesta contribuía a que su humor fuera todavía peor.
La verdad es que debería deshacerme del perro, pensó, e inmediatamente la embargó la mala conciencia. Para compensar sus malos pensamientos se agachó para desengancharle la correa al animal y cogerlo en brazos. El perro se revolvió y salió corriendo tras una ardilla. Suspiró. Sus mimos no valían de nada.
Con una exhalación más se dejó caer sobre un banco mientras Jesper intentaba atrapar a la ardilla. Después de un rato el perro se cansó y se situó bajo el pino en el que se había ocultado el pequeño roedor. Ella permaneció sentada hasta calcular que el perro estaba listo para volver, se levantó y notó que la tela del traje se le había pegado a la espalda. Se sintió azorada al pensar en las manchas oscuras que habían aparecido en el vestido.
– Jesper, pequeño, corazón, perrito…
Agitó una bolsa de plástico llena de golosinas para perros y el bull terrier se dirigió hacia ella. La lengua le colgaba y se bamboleaba, parecía como si se riera.
– Sí, esto es lo que querías, ya lo sabía, amiguito…
Le dio al perro todo el contenido de la bolsa y aprovechó para ponerle la correa de nuevo. Era hora de volver. Jesper ya había disfrutado lo suyo. Ahora le tocaba a ella, café y un bollo de trigo.
Pero Jesper no quería irse de ninguna manera. Había visto de nuevo a la ardilla y, vigorizado por las golosinas, estaba preparado para una nueva cacería. Ladraba ruidoso y salvaje.
– No quiero estar más tiempo en la calle -dijo quejumbrosa-. ¡Venga!
Tomaron otro camino para evitar las empinadas cuestas de hierba que conducían hacia su casa. Subirlas le era más fácil, pero al bajar siempre le dolían las rodillas.
Se encontraba en sentido oblicuo a la esquina nordeste cuando vio el cuerpo. Yacía cubierto por la vegetación frondosa del cementerio, sensualmente desparramado tras una piedra de granito medio derruida. Un fragmento de una estrella de David reposaba junto a su cabeza. Entonces, por primera vez, el miedo se apoderó de ella. El cuerpo estaba desnudo, demasiado inmóvil, demasiado blanco. El perro se soltó y corrió hacia la verja, la correa bailaba tras él como una serpiente enloquecida.
– ¡Jesper!
Pero consiguió introducirse entre dos barrotes y continuó derecho hacia la mujer muerta.
– ¡Jesper, ven aquí!
Gritó lo más alto que se atrevió, temía despertar al vecindario. A causa del calor muchos dormían con las ventanas abiertas; las casas de piedra de la ciudad no alcanzaban a refrescarse durante las cortas noches.
Buscó frenéticamente en la bolsa de plástico, pero todas las golosinas se habían acabado.
El bullterrier se detuvo junto a la mujer y la estudió detenidamente. Entonces comenzó a olisquearla, al principio escudriñador, luego ansioso. Cuando llegó a los órganos sexuales su dueña no pudo contenerse.
– ¡Jesper! ¡Ven aquí ahora mismo!
El perro levantó la cabeza pero no dio señales de obedecer. En cambio, se acercó hacia la cabeza de la mujer y comenzó a olisquearle las manos que descansaban junto al rostro. La mujer se horrorizó al ver cómo el perro comenzaba a mordisquear los dedos de la muerta. Sintió aumentar su mareo y se sujetó a la verja negra de hierro. Se giró cuidadosamente hacia la izquierda, se inclinó y ojeó entre las tumbas. Se quedó mirando fijamente los ojos abiertos de la mujer desde una distancia de dos metros. Eran claros y algo turbios, mudos y fríos. Tuvo la extraña sensación de que el sonido desaparecía a su alrededor, mientras comenzó a percibir un zumbido en su oído izquierdo.
Tengo que llevarme al perro de aquí, pensó, y también: no puedo contarle a nadie que Jesper la ha mordisqueado.
Se arrodilló y alargó el brazo todo lo que pudo dentro de la verja. Sus dedos estirados apuntaban directamente a los ojos de la muerta. Aunque su brazo adiposo pareció quedarse atascado entre los barrotes, logró alcanzar el lazo de la correa. El perro aulló cuando ella le dio un tirón. No quería soltar a su presa, tenía aquel cuerpo prisionero entre sus fauces y hasta lo movió ligeramente.
– ¡Perro de mierda!
El perro se golpeó contra la verja de hierro. Con manos temblorosas obligó al animal a pasar entre los barrotes. Lo llevó en brazos como no había hecho nunca antes, sujetándolo con fuerza con ambas manos contra su regazo. Se apresuró a descender hasta la calle, resbaló con el tacón sobre la hierba y sintió un estiramiento en la ingle.
Al cerrar la puerta de su apartamento tras de sí y ver algunos restos en la boca del perro, comenzó a vomitar.
Diecisiete años, cuatro meses y dieciséis días
Yo creía que el amor sólo era para las demás, para las que son visibles y valen. Un júbilo de alegría canta en mi interior. Es a mí a quien desea.
La embriaguez, el primer contacto, el flequillo que le caía sobre los ojos al mirarme nervioso, nada engreído. El entorno cristalino: el viento, la luz, la completa sensación de perfección, la acera, la cálida pared del edificio. He conseguido a quien deseaba.
Él es el centro. Las otras chicas sonríen y coquetean, pero no soy celosa. Confio en él. Sé que es mío. Lo observo desde el otro extremo de la habitación, cabello rubio centelleante, el movimiento cuando se lo atusa hacia atrás, su mano fuerte, mi mano. El pecho se me contrae con una cinta de felicidad, me quedo sin aliento, los ojos llenos de lágrimas. La luz le ilumina, le hace fuerte y completo.
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